16 de mayo de 2013
Se han
necesitado más de mil muertos y una alerta mediática concentrada para que se
adopten medidas contra la 'esclavitud del textil' en Bangla Desh. Los
gigantes de la confección y la distribución que deslocalizan su producción en
aquel rincón del mundo sin derechos y con leyes moldeables y autoridades corrompibles se
han dado un lavado de conciencia y han acordado la adopción de una serie de
medidas ligeramente más protectoras de la mano de obra. No demos por
garantizada que se cumplan. Ni siquiera que entren en vigor.
Al comprador de ropa occidental
no le puede chocar que encuentre qué ponerse por un precio comparativamente
razonable con respecto a otros objetos de consumo. Es un lugar común atribuir 'a
los chinos' la confección de bajo precio y dudosa calidad, aunque no
siempre nos molestemos en comprobarlo. Pero cuando adquirimos eso que se llama
"ropa de marca" hay quien se convence de que, se fabriquen donde se
fabriquen, esos productos están sometidos a ciertas normas. Lo único que se
acepta con resignado interés es que los manufactureros deben percibir salarios
bajos que aqui. Cuando 'aqui' se hacía ropa, claro.
La tragedia ocurrida el 24 de
abril en Rana Plaza, una macrofábrica de Dacca, la capital, ha puesto en
evidencia la desinformación sobre lo que llevamos encima. Lo que nos cubre o
nos abriga huele a podrido y mancha, aunque no percibamos el olor y la suciedad
que desprende.
Un incendio pavoroso destruyó la
fábrica textil. El derrumbamiento de la defectuosa instalación sepultó a miles
de trabajadores. Más de mil cien perecieron o desaparecieron sin esperanza. A
medida que se recuperaban los cadáveres iban filtrandose los datos que reflejaban
una situación a todas luces criminal: la falta de controles, de medidas de
seguridad, de garantías elementales. Pero también otras condiciones menos
inmediatas del trabajo.
Bangla Desh es el gran telar del
mundo. La consultora MacKinsey, una de esas empresas que se dedican a señalar
el terreno del negocio a las empresas ávidas de extender los márgenes de
beneficio, animaba recientemente a seguir localizando la producción textil en
aquel país al menos durante los próximos años: estimaba que la producción podía
duplicarse en apenas dos años más y triplicarse en los cinco siguientes. La
ropa confeccionada ya representa más del 80 por ciento de las exportaciones nacionales.
Es decir, que 'el país vive de eso'. En realidad, sus habitantes están
encadenados a esa 'prosperidad'. Cada día es más competitivo. Lo que quiere
decir que los productores viven comparativamente peor.
Hasta hace sólo unos años, Bangla Desh era un
rincón de miseria azotado por los ciclones y resignado a mortandades pavorosas.
La evolución de la economía mundo produjo ciertas condiciones que favorecieron
la emergencia manufacturera del país. Los salarios se elevaron en China como
consecuencia del desarrollo industrial. El retraso de Bangla Desh se convirtió
en su principal atractivo. Cuatro millones de brazos disponibles y una cultura
de sumisión casi absoluta se conjugaron para suministrar a las grandes marcas
de la confección 'lo necesario' para seguir compitiendo salvajemente por un
consumo bajo la amenaza de la crisis.
En los telares de Bangla Desh no
hay derecho de sindicación. Los intentos de organizar a los trabajadores se
castigan con la persecución, el despido y peligros aún peores. Las presiones de
la producción obligaron, sin embargo, a elevar los salarios un 30% hace apenas
tres años. Aparentemente, una mejora notable. Otra percepción equivocada.
Después de la subida, un trabajador medio no gana más de 25 o 30 euros al mes.
Una miseria maquillada. Enumerar el resto de las condiciones laborales equivale
a desgranar un catálogo de horrores. El flamante Papa Francisco ha calificado
la situación de los trabajadorex textiles bengalíes de "exclavitud".
No es una figura retórica ni piadosa.
Bangla Desh vive una lógica
perversa, conocida en el sector como el momento 'tee-shirt' o 'momento
camiseta'. Significa esto que se encuentra atrapado en una fase de acumulación de excedentes de los grandes
imperios de la confección. La dependencia es máxima porque el país no dispone
aún de los medios para dar el salto a otra fase del desarrollo industrial y
económico. No dispone de alternativas para mantener su fuerza de trabajo
activa. Otros países vivieron esa fase productiva antes; los más recientes,
vecinos asiáticos como Vietnam, Camboya, ciertas regiones de la India o Sri
Lanka. Los antecedentes del Reino Unido o la Norteamerica sureña constituyen una
recreación literaria o cinematográfica.
La tragedia no es casual, no es
fruto de una negligencia puntual, de un fallo humano, ni siquiera de una cadena
de errores. Es una característica estructural, como nos recuerdan estos días
algunas organizaciones como CLEAN CLOTHES. En Bangla Desh consitituyen
una condición necesaria de la competencia, del 'exito del país-factoria'.
En los últimos veinticinco años se han ido acumulando muertos más o menos
silenciosos. El estruendo del 24 de abril no ha podido taparse bajo el manto de
esa engañosa 'prosperidad'. Un viento de cólera ha recorrido el país y ha
agitado la preocupación de los 'clientes' mayores.
En la actualidad, como revelaba
un diario local estos días, sólo hay 51 inspectores para vigilar 200.000 factorías
mientras otros tantos puestos juzgados imprescindibles estan vacantes. Conscientes
de que, evocando a Lampedusa, algo hay que hacer para no poner en peligro lo
fundamental, gigantes europeos como la sueca H&M (primera productora
en el país), las españolas Inditex (Zara) y El Corte Inglés,
las británicas Mark&Spencer, Primark y Tesco, la
holandesa C&A o la italiana Benetton se han avenido a
suscribir un acuerdo que mejore la seguridad de las instalaciones fabriles,
promovido por los sindicatos. Con una pose no exenta de hipocresía, estas
grandes firmas proclaman ahora que aceptarán el "examen completro y riguroso"
de "inspectores indepedientes" para acreditar el cumplimiento de las
normas y reglamentos en materia de salubridad y seguridad de las plantas.
La mayoría de las competidoras
norteamericanas, algunas tan señaladas como WalMart o Gap se han
mantenido de momento al márgen con esquinados argumentos legales (Si ha
consentido a firmar, en cambio, PVH, la matriz de Calvin Klein y Tommy
Hilfiger). En sus comunicados mediáticos, esas firmas multinacionales tienden
a responsabilizar a las autoridades locales y a las empresas subsidiarias, como
si ellas fueran concurrentes pasivas de la situación.
Veremos
donde quedan esas buenas intenciones forzadas por la presión del momento. Uno
de los principales asesores del gobierno comentó escandalizado ante los
reclamos laborales y sindicales que sería suicida matar a la "gallina de
los huevos de oro". La frase no es una muestra de insensibilidad.
Es un reflejo fiel de la realidad parcial de la
economía local. En este lado del proceso mercantil, el desagrado o la mala
conciencia que provocan tragedias de este tipo soportan fechas de caducidad muy
cercanas. Por otro lado, la tentación del boicot tiene las alas cortas. Y, más
significativamente aún, como advertía estos días una bloguera en THE GUARDIAN,
muy activa en asuntos de deslocalización
y explotación, el castigo a estas empresas cómplices se ejercerá en
primer término sobre los 'esclavos de Bangla Desh'. No dejaremos de
comprar ropa en nuestras tiendas de moda. Por mucho que manche o apeste.
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