23 de Mayo de 2013
Para
muchos, no es el político más carismático de Pakistán, pero sí el más astuto.
Nawaz Sharif gobernará su país por tercera vez, tras una convincente victoria
electoral. No tendrá mayoría absoluta, pero sí un margen suficiente para
compensar sus frustrados periodos anteriores. A comienzo y finales de los
noventa, la turbulencia política y el intervencionismo militar abortaron sus
mandatos. Ahora, la democracia pakistaní parece más estable, aunque no tanto
como parece indicar que, por primera vez en la historia nacional, un mandato
político concluye con unas elecciones y no con un golpe militar directo o
indirecto.
Pakistán
es un país clave para Estados Unidos y, por extensión, para sus aliados
occidentales. Sin Pakistán resulta imposible estabilizar Afganistán y privar al
sector más peligroso del radicalismo islamista de su principal bastión. Pero,
por eso mismo, el país anida grandes amenazas. La porosa frontera
afgano-pakistaní, ese pequeño mundo tribal pastún,
es un polvorín. La lucha contra los `talibanes’ afganos ha generado el
crecimiento, desarrollo y fortalecimiento de los correligionarios locales,
menos poderosos aparentemente, pero un desafío al gobierno por sus ambivalentes
relaciones con las omnipresentes fuerzas armadas pakistaníes.
UNAS
CREDENCIALES TURBULENTAS
Sharif
es, históricamente, un enemigo de los militares. Él mismo ha cultivado esa
imagen, por rigor histórico, pero también por interesado cálculo político. En
1999, el entonces jefe del Ejército, el general Musharraf, lo desalojó del
poder, esgrimiendo razones de interés nacional. Como le ha ocurrido a cualquier
gran dirigente político pakistaní, las imputaciones de corrupción y abuso de
poder sirvieron de argumento y excusa para desprestigiarlo y privarlo de
legitimidad. No menos importantes fueron las acusaciones de debilidad frente a
las pretensiones indias. Acusación curiosa ésta, ya que fue precisamente bajo
el primer mandato de Sharif cuando Pakistán se convirtió en potencia nuclear,
para contrarrestar la entonces superioridad de la India en este campo.
Sharif
encontró refugio en Arabia Saudí, donde no dejó desde el primer momento de
preparar su regreso político. Dejó a sus fieles en su feudo del Punjab, la
principal y más rica provincia del país, consolidó su imperio industrial
familiar en el sector del acero y forjó una alternativa de islamismo
conservador pero colaborador con Estados Unidos. Sharif vivió el 11 de
septiembre y sus consecuencias para la zona con la ventaja de no tener que soportar
la usura de un poder muy limitado.
En
estos años, el líder de la Liga Musulmana ha hecho todo lo posible para
debilitar al clan Bhutto, sus grandes enemigos históricos. Las
nacionalizaciones de Zulfikar Alí Bhutto, el padre de la dinastía, supusieron
la quiebra del padre de Sharif. hombre fuerte de la época, el general Zia Ul
Haq, un musulmán devoto, derrocó y ahorcó a Bhutto. Bajo su férreo control,
Sharif forjó su carrera política y llegó por primera vez a la jefatura del
gobierno a comienzos de los noventa, desde donde ejercería su vendeta contra
Benazir, la heredera del clan.
Años
después, desde el exilio saudí, Sharif contempló seguramente con cierta
complacencia la desaparición física de la carismática rival, víctima de un
atentado todavía no esclarecido. Su triunfo póstumo elevó al poder a su viudo,
Alí Zardari, perseguido por un aura de corrupción nunca blanqueada. Contra todo
pronóstico, Zardari ha resistido la animadversión militar y la desconfianza de
Estados Unidos, en el periodo de mayores amenazas de la moderna historia
pakistaní, y ha cumplido su ciclo con normalidad institucional.
No
obstante, el PPP se ha desfondado y tardará en recuperarse. Pero aún, el clan
Bhutto se ha dejado su identidad en estos años. Zardari ha construido su propia
base de poder, frente a los viejos compañeros de Benazir, con el desplazamiento
incluso de su propio hijo, llamado a continuar la dinastía. En una muestra
solemne de falsa de entusiasmo, Bilawal ha hecho campaña a ocho mil kilómetros
de distancia, desde su ‘exilio’ voluntario en Londres. Aunque sólo tiene 24
años, quizás nunca se interese de verdad por continuar la saga familiar, según
ha podido detectar Frederic Bobin, el corresponsal de LE MONDE.
También
parece neutralizado el ‘outsider’ de
estas elecciones, Imran Khan, antiguo jugador de cricket. Su celebridad y su
discurso anticorrupción le llegaron a atribuir la capacidad de quebrar ese
bipartidismo político tradicional. No ha sido así. Sus 28 diputados no
constituyen un factor de oposición serio para Sharif.
AMIGO
DE ESTADOS UNIDOS, CON MATICES
De
Sharif se espera un mandato moderado. La supuesta hostilidad que le reservan
los militares parece aminorada. El propio interesado se ha encargado de matizar
en la campaña que sus problemas eran con el general Musharraf, quien por
cierto, desde su regreso al país, se enfrenta a la amenaza de la pena de
muerte. Sharif ha insistido en mensajes conciliatorios, aunque la tensión puede
reanudarse en cuanto se pongan en evidencia discrepancias serias.
Una
de ellas puede ser la forma en que el futuro primer ministro conduzca las
relaciones con los sectores más radicales del mundo político-religioso. Sharif
se ha mostrado partidario de negociar con los `talibanes’. No se trata
de una cuestión de principios, ya que los propios militares han jugado a dos
barajas con los radicales, a través de las oscuras maniobras de infiltración y
manipulación del poderoso servicio de inteligencia, el ISI. Pero hay un cierto
resquemor militar por las concesiones o los términos de un ‘armisticio’ de
Sharif con los militares. En realidad, sería la pérdida de control de ese pacto
lo que motivaría la inquietud de los generales.
La
casta armada pakistaní ha querido conservar a los `talibanes’ como
elemento de presión, con la vista puesta en la neutralización de la India.
Todas las estrategias del estamento militar pakistaní están dominadas por el
empeño de controlar al poderoso vecino, y el acercamiento entre Estados Unidos
y la India en las últimas dos décadas no ha hecho sino reforzar esa obsesión.
Que Sharif quiera ahora avanzar en una política de entendimiento con el vecino rival
y haya prometido que los extremistas no gozarán de impunidad para atacar
territorio indio acrecienta la desconfianza militar.
También
se seguirán con lupa las relaciones con Estados Unidos. Los militares
pakistaníes han jugado al caliente y al
frío con Washington, tanto en la gestión del dossier afgano, como en el control
de los elementos radicales internos. Sharif debe entenderse con Estados Unidos,
pero no sin obtener un precio razonable por su colaboración y lealtad, según estiman
los analistas del NEW YORK TIMES. Su estancia en Arabia Saudí le ha
proporcionado una experiencia muy interesante de cómo obtener réditos políticos
en Washington. Sharif ya ha dicho que quiere acabar con la práctica de los ‘drones’, como arma preferente de
persecución y aniquilamiento de radicales a uno y otro lado de la frontera
afgano-pakistaní.
Los desafíos
exteriores y de seguridad pueden resultar de menor envergadura en comparación
con el reto de la prosperidad del país. Aunque el país mantiene una tasa de
crecimiento cercana al 4%, lo cierto es que Pakistán vive en debilidad
estructural insoportable. La deuda supera el 60% del PIB y las reservas en
divisas apenas dan para un mes y medio de importaciones. El sistema eléctrico
del país se encuentra al borde del colapso.
Se espera de Sharif un programa
liberal, como corresponde a su trayectoria empresarial. Los medios de negocios
extranjeros lo reciben con entusiasmo, pero sectores críticos citados por el
analista local Ali Shah para FOREIGN AFFAIRS temen que los principales
beneficiarios de esta política sean sus aliados económicos del Punjab. Las
contrapartidas sociales de una interesada liberalización pueden ser muy
gravosas. La pobreza puede resultar un factor enorme de inestabilidad social.
En
definitiva, el tercer mandato de Sharif al frente de Pakistán no está carente
de oportunidades pero presenta riesgos de enorme envergadura.
No hay comentarios:
Publicar un comentario