25 de julio de 2013
La
administración Obama parece renunciar a jugar un papel decisivo en la evolución
de las crisis egipcia y siria –al menos públicamente- y decide afrontar el
desafío pendiente desde hace medio siglo para la diplomacia norteamericano: el
contencioso palestino-israelí.
El
primer mandato del presidente demócrata se había cerrado con la frustración
apenas disimulada de un atasco general en las conversaciones de paz. No debe
achacársele a Obama esta ausencia de avances, sino a la intransigencia de
Israel; y. en concreto, a las presiones de los elementos más extremistas del
paisaje político en aquel país. Pero también del sector más abiertamente hostil
del Congreso norteamericano, empeñado no sólo en sabotear la mínima iniciativa
de la Casa Blanca, sino también en debilitar a su presidente jaleando al primer
ministro Netanyahu.
Hillary
Clinton, a la que sólo un malintencionado puede discutirle su compromiso sin
fisuras con la causa israelí, entendió enseguida que sus rivales políticos en
Washington no iban a facilitar su tarea y aconsejó a Obama una prudente
distancia. El presidente, al comienzo tan entusiasta como cualquiera de sus
antecesores –y más los demócratas- hizo calculados amagos, pero terminó
declinando una implicación más personal y marginó el intratable dossier en el
catálogo de sus prioridades internacionales.
Ahora,
con un nuevo Secretario de Estado, se vuelve con fuerza a afrontar la aparente
misión imposible de tantas y tantas administraciones. Los demócratas pueden presumir
de haber conseguido los mejores resultados: la paz entre Egipto e Israel (con
Carter) y un principio de acuerdo entre palestinos e israelíes (con Clinton).
Veinte años después de los acuerdos firmados en Washington por Rabin, Peres y
Arafat, las ilusiones de una paz negociada se han ido esfumando.
LA
APUESTA DE KERRY
John Kerry,
candidato presidencial demócrata en 2004, líder de su partido en el Comité de
exteriores del Senado durante muchos años y experimentado político en las lides
diplomáticas, no ha querido agotar su posible último servicio al país sin
quemar las naves en este asunto intratable de la política internacional.
De
momento, ha conseguido que se reanuden las negociaciones sin que se interpongan
condiciones previas. Lo cual no quiere decir que tales obstáculos hayan
desaparecido o incluso se hayan relajado. Los palestinos quieren que Israel
detenga la colonización de los territorios ocupados, que se produzca la
liberación de un importante número de prisioneros en una fase inmediata y que se
negocie el asunto territorial sobre la base de las fronteras de 1967, es decir
antes de la ocupación israelí de Cisjordania. Sin olvidar, claro, que se ponga
un plazo para concluir las negociaciones.
Israel, que
pese al pobre entendimiento de Netanyahu con Obama sabe que nunca será
abandonado por Washington, se niega a atender estas reclamaciones palestinas.
Si el primer ministro se ha avenido a no hacer un desplante a Kerry es porque
seguramente no cree que tenga nada que perder.
Kerry
ha pedido discreción. Lo ha conseguido más o menos, pero no rigurosamente. El
mayor ruido se ha escuchado en el bando israelí. En la coalición conservadora
se han dejado oír las voces intransigentes que exageran el riesgo de las
negociaciones para presionar a Netanyahu, pero también para mantener activa la
propaganda republicana en el Congreso.
La
liberación de prisioneros es el primer escollo. Ministros israelíes del sector
duro ya están advirtiendo que puede ponerse en libertad a condenados por
delitos de sangre. Netanyahu puede intentar el consenso con los principales
exponentes del gobierno y orillar a otros más recalcitrantes. Pero también
puede utilizar la oposición de éstos para dejar que el proceso se bloquee a las
primeras de cambio. No en vano, en uno de sus comentarios sobre la iniciativa
de Kerry, ha desdeñado las aspiraciones palestinas.
EGIPTO
Y SIRIA, ASUNTOS RELEGADOS
Si al final
las negociaciones arrancan, la administración Obama dejará atrás –o eso podría
pretender- el mal sabor de boca por la falta de decisión en la guerra siria y
el ambiguo papel desempeñado en la crisis política egipcia.
En
Siria, el jefe del mando militar ha presentado estos días todas las opciones
barajadas por la Casa Blanca, con sus posibilidades y riesgos. En resumidas
cuentas, el Pentágono cree que una implicación norteamericana más directa puede
tener una influencia importante en el curso de la guerra, pero deja claro los
riesgos de una campaña larga y costosa, en vidas en y dinero. El general Martin
Dempsey, azuzado por el republicano McCain para que comprometiera opiniones
personales, fue muy cauto en su informe y se limitó a delinear con mucha
claridad las valoraciones técnicas de las políticas. El asunto sigue abierto,
pero será difícil que Obama, aún por cerrar la retirada de Afganistán el año
próximo, se arriesgue a otro Irak para culminar su paso por la Casa Blanca. Que
el presidente Assad haya ganado terreno no parece a día de hoy argumento
suficiente. Al menos mientras no se disipen los temores sobre una influencia
indeseada de elementos islámicos radicales en la oposición. Se les armará, con
mucho tiento y controles rigurosos, y poco más.
En
Egipto, el delicado equilibrio entre golpistas e islamistas se ha traducido en
una postura muy ambigua. Ni condena ni respaldo del golpe de estado.
Pronunciamientos generales sobre el deseable restablecimiento del proceso
democrático, perfil bajo en las apariciones diplomáticas públicas y pies de
plomo en las declaraciones de los portavoces.
Esta
selección de prioridades de la administración Obama no es caprichosa. Un revelador
estudio de Shibley Telhami, resumido en FOREIGN POLICY, demuestra, una vez más,
que el conflicto palestino-israelí es el elemento de mayor impacto para el
mundo árabe en la percepción de la política de Washington. Ni su actitud ante
las revoluciones de los últimos años, ni siquiera la ayuda económica importan
más que la satisfacción de los derechos de los palestinos. Tampoco la
desactivación de la amenaza nuclear iraní.
Paz justa antes
que pan, libertad o seguridad. Esto quiere la mayoría de las masas árabes. O,
al menos, eso es lo que declaran. Obama lo sabe y, de conseguirlo, su
presidencia será un éxito indiscutible. Un papel más activo en Egipto, Siria o
Irán, aunque se cerrara con éxito, no tendría el mismo valor emocional y
político. El riesgo bien vale doblar la apuesta.
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