19 de Diciembre de 2013
La
democracia chilena y las víctimas de la ominosa dictadura del General Pinochet
han tenido una simbólica satisfacción en el cuadragésimo aniversario del golpe
militar que derrocó a Salvador Allende. La socialista Michelle Bachelet, hija
de un general constitucional que se opuso al designio criminal, volverá a La
Moneda en marzo. Es imposible no sentir cierto alborozo por este guiño
favorable de la historia.
El
segundo triunfo electoral de Bachelet, por su amplitud y oportunidad, despierta
un caudal de expectativas en el país. En Chile, la izquierda habría participado
en el gobierno más que en cualquier otro país de América Latina, desde el doble
ciclo calamitoso padecido por la región en las últimas cuatro décadas: los sangrientos golpes militares y el
costoso experimento económico conocido como "consenso de Washington".
Y, sin embargo, la deuda social de la recobrada democracia chilena es enorme.
LA
TAREA PENDIENTE DE LA DEMOCRACIA
Para
superar las fuerzas de la dictadura, la izquierda tuvo que forjar un consenso
llamado Concertación, que implicaba la colaboración con el centro-derecha.
Pero, ante todo, aceptó una buena parte del modelo socio-económico
pinochetista. Durante buena parte de los noventa, mientras otros países
iberoamericanos permanecían atascados por la terrible herencia de la 'década
pérdida', Chile parecía un elemento extraño en la región. Las ventajosas
condiciones con que fueron atraídos los inversores privados, nacionales y
extranjeros, propiciaron resultados macroeconómicos muy positivos.
Sin
embargo, incluso en plena cresta de la ola del crecimiento, no fueron pocas las
voces que alertaron contra el escaso impacto social de la prosperidad. O
incluso algo peor: el perverso efecto que el crecimiento económico tan alabado
fuera del país (y dentro: por los portavoces y propagandistas de sus
beneficiarios) estaba teniendo para la gran mayoría de la población. Los
gobiernos de centro-izquierda, aún conocedores de esta situación, no quisieron
o no pudieron revertir la tendencia.
En
2010, acabado el primer mandato de Bachelet, la coalición que había asegurado
el final de la dictadura no presentó un candidato con suficiente crédito para
rectificar el rumbo. Las bases progresistas dejaron de confiar en una fórmula
agotada. El voto giró a la derecha. Caló el mensaje de Sebastián Piñera, un
hombre de negocios que prometía eficacia, gestión empresarial. Política
mediática, sin llegar al 'berlusconismo' que algunos temían. Al cabo,
esta corta experiencia de una derecha supuestamente moderna y alejada de los
fantasmas de la dictadura ha confirmado y consolidado el gran lastre del modelo
chileno: la desigualdad.
La
renta per cápita del país se ha multiplicado casi por cinco desde el final de
la dictadura, hasta alcanzar los 20.000 dólares. Pero, como se ha repetido
estos días hasta la saciedad, Chile es el país más desigual de los 34 que
componen la OCDE. Hay muchos indicadores que lo atestiguan. El más utilizado
internacional es el coeficiente de Gini. Este marcador refleja una mayor
desigualdad cuanto más se aleja de cero. El 0,4 constituye ya una cifra
inadmisible. En Chile alcanza el 0,52; eso, oficialmente, porque otros estudios
lo elevan al 0,57. Según un estudio
reciente de la Universidad de Chile, el 1% por ciento de los más ricos
concentra casi la tercera parte (31%) de las rentas. Es un índice pavoroso, si
tenemos en cuenta que en Estados Unidos, paraíso de la desigualdad entre los
más países desarrollados, ese club famoso de 'unocentistas' no acumula
más que una quinta parte de los ingresos (21%). Los asalariados chilenos no han
visto mejorada notablemente su condición por el supuesto éxito del celebrado
modelo nacional. La mitad de ellos gana menos de 400 euros.
EDUCACIÓN,
PRIMERO
Durante
sus cuatro años en La Moneda (2006-2010), Bachelet hizo un esfuerzo muy
meritorio para corregir estas perversiones sociales y mejoró el sistema de
salud (que ella conocía bien por su profesión médica) y los programas sociales,
lo que le granjeó una gran popularidad. Pero no modificó sustancialmente el desequilibrio
social. Consciente de que la clave para lograrlo es la formación de las clases más desfavorecidas,
ha edificado el programa de gobierno de su segundo mandato en torno al pivote
de la educación.
La
presidenta quiere destinar más de dos puntos del PIB en mejorar ese servicio
básico, crear más universidades públicas y pagar los estudios al 70% más pobre
de la población estudiantil. De alguna manera, es la retribución del dividendo
social que la democracia adeudaba a las clases más desfavorecidas. Bachelet
quiere sacar el dinero de elevar los impuestos más altos a las empresas más
potentes, hasta un 25 por ciento de
aumento, y acabar con el insólito
privilegio que suponía poder aplazar de forma continuada el pago de las
obligaciones fiscales de los beneficios reinvertidos. Chile presumía de ser un
país moderno, europeo decían allí algunos, excepto en las exigencias impuestas
al capital privado.
Bachelet
supera el 57% de la mayoría parlamentaria exigida por la Constitución para
introducir reformas educativas. Pero tendrá que afrontar resistencias
peliagudas. La derecha económica y social ya está advirtiendo que la presidenta
puede poner en peligro la inversión privada. Lo cual, en un ciclo económico que
parece declinante, augura un clima de alarmismo político. Chile seguirá
creciendo en 2014, pero a un ritmo inferior, en torno a un 4,2%, según la
previsión del Banco Central, entre uno y dos puntos menos que el año pasado
(5,6%). Algunos economistas chilenos que trabajan en instituciones
internacionales anticipan un importante repunte del desempleo. En gran medida,
estos nubarrones están motivados por el descenso del precio de la principal
materia prima del país, el cobre, que puede suponer una pérdida acusada de
ingresos: de 2.500 millones de dólares este año a sólo 600 millones en el
primer año del nuevo mandato de Bachelet.
OTROS
CAMBIOS SOCIALES Y POLÍTICOS
La
presidente electa ha prometido otros importantes cambios sociales. La mejora de
la condición femenina no es el menor. A
la desigualdad social, se une la de género. La mujer cobra, de media, la
tercera parte que el varón. Por su desarrollo económico, Chile es uno de los
países con menos mujeres a los mandos de empresas e instituciones. Muy espinoso
será el reconocimiento de los "derechos sexuales y reproductivos",
como gusta de decir Bachelet. No podrá dejar de abordar la relajación de las
condiciones para abortar. Chile tiene uno de los sistemas más restrictivos del
mundo, debido a la fuerte influencia de la Iglesia católica. Bachelet sabe que
se enfrentará a una resistencia tremenda y ha sido muy cauta durante la campaña
("una presidenta no puede imponer sus puntos de vista a la sociedad",
ha dicho). Pero, para ella, que viene de dirigir el organismo de la ONU
dedicado a la defensa de los derechos de la mujer, éste es otro objetivo
inexcusable.
La
reforma constitucional figura de forma destacada en el programa de Bachelet.
Chile necesita sacudirse todos los resabios políticos restrictivos, emboscados
en la Constitución diseñada por el pinochetismo. El sistema electoral binomial
fue un ardid de la dictadura decadente para dificultar los cambios. Para
acometer la modificación constitucional se necesitan las dos terceras partes de
los votos del legislativo. Bachelet ha obtenido un éxito importante que le
coloca al borde de esa mayoría. Podría complementarlo con los independientes,
pero tendrá que empeñarse. Las resistencias se prolongarán en los tribunales.
Los
medios conservadores -la inmensa mayoría, como en todas partes- ya anticipan
que las enormes expectativas del segundo mandato de Bachelet podrán convertirse
en un peligro. En Nueva Mayoría, la coalición que ha posibilitado el regreso de
la izquierda, está ahora el Partido Comunista, ausente de cualquier combinación
de gobierno desde la época de Allende. Está por ver si éste y otros sectores
más progresistas o radicales conceden tiempo y crédito a la renovada
presidenta. Por otro lado, no conviene olvidar que la gran mayoría de los
electores se quedaron en casa. La abstención superó el 60%, ahora que ya no era
obligatorio votar. Quizás porque el triunfo de Bachelet parecía asegurado. Pero
es evidente que la desafección se presenta como una amenaza.
Si
el camino se empina, las dificultades económicas se confirman y las presiones
de los más favorecidos arrecian, Bachelet tendrá que tirar de prestigio y
coraje para mantener compactas las filas de quienes consideran imprescindible
rendir cuentas con la mayoría social.
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