28 de Agosto de 2014
En
el panorama de las familias políticas europeas, quizás no haya un caso más
tormentoso de convivencia interna que el Partido Socialista francés. Sin
remontarnos a los tiempos de la escisión comunista, e incluso a los años más
reciente de fragmentación de la divisa socialista en varias formaciones
recelosas entre sí, el PSF post-Mitterrand arrastra un legado de
división, tensiones, desconfianzas internas y debilidad política endémicas.
CRISIS
DE PARTIDO, CRISIS DE GOBIERNO
El
último episodio, cuyo desenlace se ha vivido esta misma semana, no es más ni
menos grave que los anteriores (que no
enumeramos ahora, para no hacer indigerible al comentario con una letanía de líderes,
sublíderes, pseudolíderes y barones). El descontento de un
tercio de los diputados socialistas por
lo que consideran como rendición del
gobierno Hollande-Valls a los dictados de la austeridad se propagó de forma
pública y ruidosa al interior del gabinete con manifestaciones críticas
expresas y rotundas de dos de sus integrantes, el ministro de Economía, Arnaud Montebourg,
y de Educación, Benoît Hamon, y la aquiescencia más discreta pero inequívoca de
Aurélie Filippetti, responsable de la cartera de Cultura.
Estas
discrepancias en el seno del gobierno eran conocidas. Pero el triunvirato
disidente atravesó una línea roja al presentar estas discrepancias como
insuperables, con una intención que no podía ser otra cosa que rupturista.
Aunque
la entrevista que el siempre polémico y mercurial Montebourg le concedió el fin
de semana a LE MONDE estaba plagada de propósitos amables y de referencias personales hasta cálidas
hacia el primer ministro Valls, el tono adoptado al desarrollar sus posturas
sobre el fondo del debate no podía ser menos contemporizador.
Su
colega, correligionario y compañero de iniciativa rupturista, Benoît Hamon, tampoco
podía haber pretendido evitar una reacción como la que luego aconteció, al
proclamar que los críticos en el interior del gobierno no estaban muy alejados
de los 'frondeurs' (término que en la cultura política francesa indica
rebelión contra el poder establecido, pero también contra la autoridad en el
seno mismo de una clase, partido o institución).
Los
pronunciamientos de Montebourg y Hamon y la aquiescencia de Filippetti
constituían un desafío que Valls, por temperamento personal y talante político,
no podía pasar por alto. Ni siquiera el habitualmente flemático Hollande, que
era, en realidad, el verdadero objetivo de las críticas.
A
decir verdad, este pulso se había iniciado antes, cuando el jefe del gobierno
había dejado claro a propios y extraños que no iba a cambiar la política económica
del gobierno (bajo la eufemística fórmula de "programa de reformas").
Los críticos debieron entender con claridad que ni siquiera los decepcionantes
resultados recientes de la economía francesa (dos años de estancamiento,
desempleo masivo persistente, impacto insignificante de las "reformas")
iban a obligar a reconsiderar a Hollande y Valls sus decisiones, alineadas, lo
reconozcan o no, con las exigencias de austeridad del eje Berlín-Frankfurt-Bruselas.
ATRAPADO EN LA TRAMPA DE LA
AUSTERIDAD
Hollande
se ha convertido en un personaje 'corneliano', muy al gusto de la
tradición dramática francesa, desde su creador, Pierre Corneille. Esa opción
perversa entre dos opciones que inevitablemente van a causa un perjuicio al que
las adopte persigue Hollande desde su llegada al Eliseo, y se ha acentuado
ahora cuando sus políticas, su credibilidad y su imagen se encuentra en caída
libre.
La
austeridad, que Hollande prometió combatir como principio director en la Unión
Europea, ha terminado envolviéndolo, primero sutilmente y ahora de forma
descarada hasta el punto de aceptar asumir sus criterios aunque modificando el
lenguaje. Recuérdese cuando Valls, como flamante primer ministro, lanzó el
debate sobre diferenciar 'austeridad' de 'rigor'.
El
dilema 'corneliano' que Hollande ha arrastrado en estos dos años de
gobierno ha consistido en, o bien abandonar la austeridad y plantear un desafío
a los dogmas de la Unión para provocar una 'fronda' (sic) en los
miembros del club, algunos de ellos visiblemente incómodos con la situación, o
bien aceptar las reglas del juego y tratar de suavizar sus exigencias o de
complementarlas con medidas reactivadoras. Cualquiera de las dos comportaba
riesgos. La primera opción no garantizaba el respaldo de otros países, que se
encontraban con situaciones límites y no podían permitirse el lujo de sanciones
inclementes. La segunda tampoco garantizaba un resultado apetecible, porque los
sacrificios que comportaba aplazaban la introducción de decisiones
compensatorias. Hollande optó, en todo caso, por la segunda, a sabiendas de que arrastraría fuertes inconvenientes,
como en el caso de la primero, pero al menos evitaría el riesgo mayor.
No
sabremos hubiera pasado si Hollande hubiera tomado el primer camino y si el
escenario pesadilla hubiera adquirido la misma dimensión que ha provocado el
segundo. El caso es que, al intentar afrontar el fracaso de una adaptación a la
austeridad sin perder la identidad política e ideológica que debe caracterizar
a una opción política, Hollande se ha visto abocado a otro dilema 'corneliano',
en esta ocasión de orden interno. O
atendía a la mayoría de su base social, que le reclama un alejamiento claro y
sustantivo de las políticas de austeridad y descarga el gobierno en figuras
prominentes de su partido en quienes su instinto político no le otorga
confianza (cuando no una auténtica desconfianza), o se decidía por una suerte
de huida hacia adelante, descansando el timón en una "mano fuerte",
como la que se jacta continuamente de ser Manuel Valls, aunque eso provocara
una ruptura aún más acentuada en las filas socialistas y, lo que es aún más
preocupante, una desafección más resentida de sus militantes, seguidores,
simpatizante y votantes.
Hollande
ha elegido lo último, con lo cual tranquiliza a sus socios europeos más
severos, con Merkel a la cabeza, pero decepciona a Renzi, el italiano, que sigue
haciendo equilibrios en el alambre, ahora más solo que nunca. El PSF se
fragmentará aún más, aumentando el riesgo de otra debacle electoral, éste
siguiente con consecuencias más traumáticas.
Conociendo a Valls, no deben esperarse muestras de debilidad. Al
contrario. Primero, pretende reducir la protesta a los tres señalados, limitando
al mínimo la remodelación gubernamental.
Segundo, promueve una declaración expresa de apoyo de la mayoría del grupo
parlamentario socialista al Presidente y al Gobierno. Seguirán otras más, que
tratarán de reducir a cenizas mediáticas y políticas a los 'frondeurs'.
No hay comentarios:
Publicar un comentario