23 de Diciembre de 2015
La
mayoría de los análisis sobre el futuro inmediato de España tienden a resaltar
los factores políticos internos, a saber: impacto de la fórmula de gobierno en la
resolución de la crisis catalana, pulso por la conquista del relato social,
tensiones internas en los dos partidos hegemónicos, cálculos sobre la evolución
del bipartidismo vs. multipartidismo… y otros.
Sin
embargo, hay muchos motivos para creer que el factor decisivo de resolución del
bloqueo político español tras las elecciones del 20 de diciembre vendrá de
Europa. Así lo sugieren las reacciones, declaraciones y elocuentes silencios de
dirigentes y analistas del continente.
La
crisis griega ha marcado profundamente a la Unión Europea. Existe la convicción
unánime en el establishment europeo
(político, financiero, económico y mediático) de que el actual sistema no puede
permitirse un proceso de inestabilidad política en España, por el riesgo de nuevas
turbulencias en torno al euro y el efecto de contagio a otros países en
próximas citas electorales. Europa hará todo lo que pueda para España no se
convierta en una pesadilla al modo griego.
Europa
tiene un reto muy complicado que resolver en los próximos meses: el desafío de
Cameron. Aunque se confía en una resolución favorable del dilema británico y en
la permanencia del Reino Unido en la UE, las negociaciones atravesarán por
momentos muy difíciles y tensos. Nunca se podrá da por seguro que la ciudadanía
británica acepte la solución que se pacte. La alineación de posturas políticas en
Gran Bretaña en relación a Europa es muy volátil y difícil de prever. Los dos
extremos del espectro, euroescépticos
y euroentusiastas, son los únicos
estables en sus apreciaciones, pero son minoría. La cuestión se decidirá desde
el medio, según se decanten los euroresignados
y los europrácticos. Difícil
pronóstico.
Otro
factor de inquietud en Europa es la persistencia e incluso el reforzamiento de los partidos
populistas o rupturistas en sucesivas convocatorias electorales. El sobresalto
francés, con el triunfo del Frente Nacional en la primera vuelta de las regionales,
se conjuró con una fórmula como la deseada para España: la convergencia de las
dos grandes formaciones de gobierno. Pero
la clase política francesa es consciente de que el Frente Nacional conserva
intacta su capacidad de alteración del panorama político. Por esa razón, el desistimiento
de los socialistas franceses en favor de los republicanos en la segunda vuelta de
las regionales abre la vía a entendimientos inter-bloques, como el gran pacto
sobre el empleo que ha propuesto el exprimer ministro moderado, Jean-Pierre
Raffarin, acogido muy favorablemente por el primer ministro socialista, Manuel
Valls.
Nicolás Sarkozy
es muy reticente hacia estas aproximaciones en territorios centristas, porque
aspira a disputarle al Frente Nacional las canteras de votos más intolerantes.
Pero si se muestra intransigente en esta estrategia puede verse abocado a una
rebelión de los sectores más moderados de su formación. De hecho, ya ha tenido
que cesar a su número dos en el partido, Nathalie Kosciusko-Morizet, que había
criticado la derechización del partido. En esa línea contestaría se encuentran
el exprimer ministro François Fillon y uno de los pesos pesados de la derecha,
el exministro Alain Juppé, entre otros.
Si en Francia
se ha tratado de frenar a la derecha radical, populista y xenófoba, en España
se quiere evitar la consolidación de una Syriza
española (Podemos). Se intentará evitar a toda costa que en la quinta
economía del euro la alternativa a la opción conservadora sea una izquierda percibida en el Olimpo europeo como radicalizada
y rupturista. Se prefiere prevenir su triunfo antes que obligarla a claudicar
como se ha hizo con Tsipras, por el desgaste y el riesgo de inestabilidad que
ello supondría.
Los
grupos de presión europeos identifican estabilidad y continuidad. Esa visión de
la estabilidad significa mayoría parlamentaria sólida que pueda garantizar el
cumplimiento de los programas de austeridad (o de reformas como prefieren
denominar a este proceso en Bruselas, o en Madrid, para eludir el aurea de
antipatía y rechazo social).
Este objetivo
sólo puede alcanzarse con una Gran Coalición, al modo alemán. El silencio de
Merkel es elocuente. Con cierta ironía, la canciller ha dicho que todavía no
sabe a quién felicitar. Por experiencia propia sabe que una cosa es ganar unas
elecciones y otra es gobernar. Si ella se avino a una coalición con los
socialdemócratas después de lograr un triunfo electoral mucho más contundente
que el obtenido por el PP el 20-D, no es fácil adivinar el discreto consejo que
ha podido hacer llegar estos días a la Moncloa o a Génova.
Una versión
española de gran coalición no significa un gobierno PP-PSOE. Por los factores
políticos internos antes mencionados y por el efecto de combustión rápida que
una fórmula así puede provocar en las dos formaciones. La alternativa que se
maneja en varios círculos de reflexión y opinión en Europa pasa por un gobierno
apoyado por los dos grandes partidos, sin la presencia de sus líderes o cabezas
de cartel electoral y con predominio de figuras independientes, técnicas y
académicas, con el respaldo parlamentario desde el centro-derecha al
centro-izquierda. Lo cual, incluiría a Ciudadanos.
Desde la
izquierda socialista se teme que esta opción esté alentada por el propio
Partido Popular, ya que puede reforzar a Podemos como único referente de oposición
real y erosionar mucho más las bases sociales del PSOE, en particular en los
sectores juveniles azotados por el desempleo. Pero otros sectores socialistas,
en particular los que tienen ahora responsabilidades de gobierno o las han
tenido en el pasado, creen que un gobierno de gran coalición no strictu senso puede garantizar la
estabilidad, mejorar el clima de confianza, vigorizar una recuperación
económica demasiado tímida hasta la fecha y arrojar los primeros dividendos
sociales realmente visibles en un par de años.
En Bruselas, Berlín y otras capitales europeos están encantados con este
escenario.
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