5 de abril de 2017
Una nueva ceremonia de la
confusión está servida. Gobiernos occidentales, grupos de asistencia
humanitaria y medios han denunciado un supuesto ataque con armas químicas,
realizado por la aviación del gobierno sirio en Jan Sheijun, una localidad de
la provincia noroccidental de Idlib, bastión de los rebeldes desde el comienzo
de la guerra, hace seis años. La cifra de víctimas contabilizadas se acerca a
70, entre ellas una docena de menores. Pero las asistencias sobre el terreno
creen que podrían superar el centenar, o incluso más.
Muchos
datos cruciales sobre lo ocurrido están aún por confirmar y las versiones son
contradictorias, como suele ocurrir. Sin embargo, algunas de las potencias
occidentales ya han solicitado la convocatoria urgente del Consejo de Seguridad
de las Naciones Unidas y han señalado al régimen sirio como responsable de esta
última atrocidad. Se supone que se
dispone de datos para realizar tales afirmaciones. Pero lo único que se sabe
públicamente es que la aparición de síntomas de ataque con agentes químicos
surgió poco después de un ataque aéreo en la zona, y sólo el régimen y Rusia
disponen de ese armamento.
El
gobierno de Damasco ha negado rotundamente su autoría y dirigido las
acusaciones hacia los rebeldes. Rusia, por medio de su Ministerio de Defensa,
ha ofrecido otra explicación, que exculpa al gobierno sirio, su protegido en el
conflicto: los aviones del régimen habrían bombardeado una instalación en la
que los rebeldes yihadistas que
controlan Idlib producen y almacenan las armas químicas, provocando la liberación
de estas sustancias.
La
provincia de Idlib es un pandemónium en el que dominan las fuerzas yihadistas
vinculadas con la franquicia de Al Qaeda y otras autónomas de esta histórica
organización, pero también controlan ciertos sectores otros grupos sectores rebeldes
más “moderados”, es decir, lo que suele asimilarse a posiciones
pro-occidentales. El Daesh no tiene presencia
allí.
Hasta
aquí lo que sabe, o lo que se dice que se sabe, o lo que interesa que se sepa. La
experiencia nos enseña que en este tipo de guerras (en casi todas, en
realidad), la primera información que circula no es necesariamente certera,
imparcial u honesta. Siria es un ejemplo abrumador de esta constante. Pero mientras
esperamos confirmaciones fidedignas, hay otras consideraciones que resulta muy
oportuno no evitar. Empecemos por la “indignación” que este “episodio químico”
ha provocado.
Gran
Bretaña y Francia lideran la protesta occidental. Ya han dinamizado mecanismos
de la ONU para pergeñar una resolución del Consejo de Seguridad que condene en
términos muy duros al régimen sirio. Se espera que París y Londres aporten las
supuestas pruebas de su autoría. Ya puede anticiparse el destino de esa
resolución: no será aprobada, por el veto de Rusia, que opondrá una versión
distinta, expuesta más arriba, y seguramente el de China, que mantiene
posiciones ultraconservadoras en estos casos. Todo según el guion habitual.
Más
interés tiene la posición norteamericana. Naturalmente, Trump se ha sumado a la
denuncia, ha señalado al régimen de Assad como responsable de lo sucedido y ha
insinuado vagamente la exigencia de responsabilidades al manifestar que “el
mundo occidental no puede dejarlo pasar”. Pero el interés está en los detalles.
Vamos
acostumbrándonos a la cacofonía de la actual administración. Hasta el punto de
que ya no sorprende ni siquiera las contradicciones e inconsistencias, porque
han alcanzado un punto de aburrida cotidianeidad. El inefable presidente, obsesionado
por su antecesor, ha tuiteado un
mensaje en el que hace Obama responsable de que el régimen sirio se encuentre
en condiciones de realizar ataques de este tipo. Recuerda Trump el
incumplimiento del compromiso de la línea
roja, como era de esperar. Pero lo que no dice es que, en 2013, cuando el
anterior presidente estuvo considerando la respuesta tras el ataque con armas
químicas en las afueras de Damasco, él mismo, que entonces no era oficialmente
candidato a la Casa Blanca, recomendó al entonces presidente no intervenir,
porque esa opción sólo iba a complicar más las cosas. Entonces, la alineación
de Trump con las posiciones rusas era casi total; ahora, depende del momento: porque
lo esconde o lo disimula, o porque duda, o porque ni siquiera sabe cuál debe
ser su posición.
No
es ésta la única inconsistencia en Washington. El secretario de Estado, más afín
a las posiciones habituales de Estados Unidos, y sobre todo mucho, mucho más
prudente que su jefe en sus comportamientos, se ha sumado a la línea oficial franco-británica,
en fondo y forma, incluso en la culpabilización del Kremlin, al manifestar que “Rusia
e Irán tienen también una gran responsabilidad moral por estas muertes”. Pero
Tillerson no irá más allá. No será él quien de las instrucciones de actuación
en la ONU a la embajadora Haley, sino Trump, o tal vez sus subsidiarios
preferentes, el ideólogo Bannon o el yernísimo asesor, Kushner.
Se
intuye lo que, pasado el fragor de la indignación, pueda hacer la
administración. Hace unos días, el portavoz de la Casa Blanca admitió que “el
régimen sirio es una realidad que tenemos que aceptar” y reiteró que la
prioridad para Washington seguía siendo acabar con el Daesh y el terrorismo
islamista. Esta posición mantiene vivo el entendimiento con Moscú. Puede
pensarse que este zig-zag de
Washington es táctico u oportunista, pero quizás sea trate sólo de la
inconsistencia que caracteriza a la actual administración.
La
“indignación” europea tiene otras coordenadas y otras fragilidades. Los
europeos han sido más coherentes frente al conflicto sirio y han repartido
responsabilidades entre el régimen de Assad y los yihadistas que le combaten.
Pero han sido mucho más inconsecuentes en los paliativos de las consecuencias
de la guerra. No hace falta recordar aquí el vergonzoso fracaso de la
protección de los desplazados (mal llamados refugiados, porque la mayoría no lo
serán y nunca lo serán). La desunión, el “oportunismo humanitario”, los
cálculos electoralistas y otras plagas políticas y mediáticas han desautorizado
moralmente a la UE.
Este
último episodio atroz en Siria coincide con la Conferencia de donantes, que se
celebrará durante dos días en Bruselas. La ocasión servirá de altavoz a la
retórica solidaria, pero lo cierto es que Europa tendrá que rendir cuentas del incumplimiento
de compromisos anteriores. De los 4.000 millones prometidos en conferencias
anteriores, sólo se ha desembolsado una décima parte o poco más. Más de la
mitad de la población siria se ha visto obligada a abandonar sus hogares. La
mayoría, más de 13 millones, pena por territorio sirio arrasado. Los que han
huido del país y se acercan, más o menos, a nuestras fronteras europeas son menos
de la mitad que los anteriores, aunque concitan un mayor interés mediático. Cada
día más débil, por cierto: la fatiga de la compasión.
Una
última consideración. ¿Puede ser casualidad la coincidencia de este último
episodio químico con la Conferencia de Bruselas? ¿A quién beneficia más el
inevitable eco mediático? ¿Puede ser el régimen tan torpe como para atacar con
agentes químicas en vísperas de una cita internacional sobre Siria? ¿Hay
desavenencias o falta de control en Damasco? ¿Puede estar buscando la
oposición, y qué oposición, un nuevo repunte de la presión contra Assad? ¿Es
realista hacerlo? Muchas incógnitas, pocas respuestas, demasiada propaganda por
todas las partes. La indignación es fútil cuando la desinformación y la hipocresía
dominan la escena.
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