13 de noviembre de 2019
El fantasma del golpe de Estado
vuelve a América Latina, cuando ya se creía un recurso conjurado, anacrónico,
grosero. Bolivia acaba de vivir una alteración de la vida democrática por la fuerza,
o por la amenaza de la fuerza, después de tres semanas de confusión, caos
inducido, provocaciones evidentes e interferencia exterior más o menos
disimulada. Las discretas pero decisivas presiones militares zanjaron una oscura
riña poselectoral.
UN
RECUENTO CUESTIONADO
La
secuencia de los acontecimientos es conocida. El recuento de las elecciones celebradas
el 20 de octubre se interrumpe bruscamente cuando los resultados arrojaban una
ventaja de Evo Morales sobre su competidor de centro derecha, Carlos Mesa, de
unos 9 puntos, por debajo de los 10 que hubiera significado la reelección
automática del actual presidente. Al cabo de cuatro días, al publicarse la actualización
de los datos, la ventaja de Morales ya era de 10 puntos y medio, lo que hacía
innecesaria la segunda vuelta.
La
oposición estalla en cólera y denuncia irregularidades masivas y fraude. Evo
Morales dice primero que sus adversarios
no aceptan los resultados y se niega a negociar, pero ante la extensión de la
protesta en la calle, pone la solución en manos de los observadores de la Organización
de Estados Americanos. Antes de que esta entidad, controlada por Estados Unidos
y decididamente hostil al líder indígena y su Movimiento al Socialismo (MAS), emita
su dictamen, se agravan los disturbios en la calle. Se producen enfrentamientos
entre seguidores de ambos bandos. Grupos armados asaltan sedes partidarias,
domicilios particulares de familiares y correligionarios y representaciones diplomáticas
(venezolanas, cubanas y mexicanas). Un sector de la policía, con el beneplácito
del mando, se alinea con la oposición y manifiesta su voluntad de no
intervenir. Hasta que se produce otra vuelta de tuerca.
El
pasado domingo, el jefe del Ejército, el general Kaliman, proclama que Morales debe dimitir para
evitar una confrontación incontrolable entre bolivianos. El presidente cree
haber perdido la partida y anuncia su dimisión. Sus colaboradores más próximos en
el Ejecutivo y Legislativo hacen lo propio. Se origina un vacío de poder y la vicepresidenta
del Senado, Jeanine Áñez, una política conservadora de la oposición, se
autoproclama presidenta interina y anuncia la celebración de nuevas elecciones
en enero.
Todavía
resulta difícil saber lo que en verdad ha ocurrido estas tres semanas de disturbios
en Bolivia. El proceso de escrutinio levanta razonables sospechas. Ciertamente,
la orografía del país, el desperdigamiento de la población y los pobres recursos
electorales no permiten la agilidad deseada. Pero el cambio de escenario tan
brusco abona la desconfianza. Los observadores de la OEA han afirmado en un
informe escrito que no hay base estadística que sostenga ese salto en el
recuento. Pero, como ha puesto de manifiesto el corresponsal de LA VANGUARDIA, este
organismo internacional ha sido poco transparente en sus pesquisas y arrastra
una trayectoria de servilismo a los dictados norteamericanos (1). Otro factor
decisivo en la valoración de lo ocurrido es la violencia y la precipitación con
que la oposición ha actuado en la denuncia de fraude, sin esperar siquiera al
dictamen de los observadores internacionales.
HOSTILIDAD
PERMANENTE
La
desconfianza de estos sectores de centro-derecha hacia el movimiento indigenista
socialista no comienza con esta polémica electoral. Ni con el cumplimiento de
la provisión constitucional que impide aspirar a más de dos mandatos consecutivos.
Tampoco tras la primera elección del exdirigente sindicalista cocalero, en 2006.
Ya antes de llegar al poder, Morales era visto como un enemigo peligroso al que
había que cerrar el camino a toda costa.
En
2005 viajé a Bolivia para elaborar un reportaje de EN PORTADA (TVE). En ese
momento, el actual candidato del centro-derecha, Carlos Mesa, era presidente,
tras la renuncia de Gonzalo Sánchez de Lozada, en 2003, debido a unas protestas
populares por los programas de recortes impuestos por el Fondo Monetario
Internacional.
Evo
Morales, entonces ya líder del MAS, movilizó a sus seguidores en La Paz y en
las regiones andinas y desafió a Mesa con un movimiento casi insurreccional. Las
carreteras y vías de acceso fueron bloqueadas y algunos servicios públicos
interrumpidos. En Santa Cruz, la capital económica del país y feudo de los
sectores más conservadores de Bolivia, Morales era considerado como un
peligroso líder izquierdista que iba a provocar la ruina del país. El Comité de
Santa Cruz, una coordinadora de entidades empresariales, profesionales y
ciudadanas de corte claramente corporativista y discurso abiertamente
reaccionario, se erigió en estado mayor de resistencia ante un inminente triunfo
electoral del MAS. Evo declaró a TVE que los criollos bolivianos harían todo lo
posible para evitar que “ganara el indio”.
Cuando
se consumó la victoria electoral del MAS de Morales, esa hostilidad se agudizó.
El periodo de bonanza económica por el alza de los precios del petróleo y el
gas permitió que el dirigente aimara pusiera en marcha programas de reducción
de la pobreza, como los de Chaves en Venezuela, Lula en Brasil y los Kirchner
en Argentina. Fue la “oleada rosa” que cubrió buena parte de América Latina en
la segunda mitad de la primera década del siglo.
La
coyuntura cambió con el bajón de la demanda de materias primas provocada por la
Gran Recesión de 2008-2012. El derrumbamiento de las bases que sostenían el régimen
bolivariano en Venezuela, los escándalos y las manipulaciones de los asuntos de
corrupción en Brasil, las contradicciones, el autoritarismo y los embustes del
neoperonismo en Argentina y la falta de tiempo y coherencia estratégica de los distintos
proyectos de transformación prepararon el terreno para la involución política
en la región registrada en los últimos años.
COMPARACIONES
FORZADAS CON VENEZUELA
Si
Bolivia aguantó con un líder izquierdista al frente fue por las peculiares
condiciones del país y la polarización extrema de la realidad social y las
propuestas políticas. La oposición boliviana sostiene que se venía viviendo un
proceso autoritario similar al venezolano. Las acusaciones, descalificaciones y
deslegitimación general de las autoridades suenan muy parecidas. Es cierto que
Evo ha dado muestras de atrincherarse en el poder, con el argumento de que es
necesario mucho más tiempo para revertir dos siglos de oligarquía política e
injusticia social, por no hablar de los siglos coloniales. Su empeño en forzar
la Constitución para tener la oportunidad de rebasar la limitación os mandatos
electorales no hizo más que confirmar las sospechas opositoras. Desde 2014 se
acusa a Evo de querer convertir a Bolivia en otra Venezuela . U otra Cuba.
Los
avances sociales de estos tres lustros de gobierno están acreditados por organismos
externos poco sospechosos de complicidad con el socialismo bolivariano. El
índice de pobreza ha pasado del 38% al 15%.
Los sectores más pudientes de la sociedad boliviana, sin embargo, ponen
el acento en la incompetencia, el burocratismo y la arrogancia del aparato
estatal y denuncian los síntomas del hundimiento económico, que llevan
prediciendo desde el comienzo de la era Morales.
Evo
ya ha sido derribado, aunque ganara sin discusión en la primera vuelta
electoral. Ha encontrado exilio en México, país refugio tradicional, gobernando
ahora por un dirigente izquierdista-populista, por primera vez desde Lázaro Cárdenas
en los años treinta. El líder indígena ha prometido que volverá con más energía.
Esta derrota producto de un golpe blando coincide con la puesta en libertad provisional
de Lula en Brasil, los movimientos populares de protesta en Chile y Ecuador y
el triunfo electoral de la izquierda populista en Argentina. Es pronto para predecir
el curso de los acontecimientos, pero parece evidente que algo se mueve, aunque
sea en zig-zag, en América Latina.
NOTAS
(1) “La incógnita boliviana”.
ANDY ROBINSON. LA VANGUARDIA, 13 de noviembre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario