6 de octubre de 2021
El
destape de cuentas secretas y esquemas de inversión bajo el blindaje de la
opacidad fiscal han originado el habitual revuelo, ya conocido en ediciones
anteriores de estas iniciativas de investigación periodística y social. Pero el
interés mediático se ha puesto más en la notoriedad de los evasores
protagonistas o en los mecanismos de ejecución de las trampas que en la
naturaleza del sistema. Cada vez que salen a la luz estas informaciones hay
protestas de gobiernos y responsables públicos sobre la necesidad de combatir
el fraude fiscal, de mejorar los sistemas de vigilancia y de endurecer las
sanciones a los defraudadores. Pocas consideraciones, en cambio, sobre la base
que sustenta, favorece y alienta estas y otras prácticas. Se pone más el foco
en el delito y en la peripecia particular que en el contexto.
La
lógica del sistema capitalista engendra vergüenzas como ésta, que resultan muy
atractiva para los medios, por la notoriedad de los personajes implicados:
reyes, políticos destacados (en ejercicio o en situación de retiro dorado),
artistas, escritores, deportistas y celebridades de todo tipo y condición. Pero
hay multimillonarios, o millonarios a secas, que escapan a la exposición vergonzante
simplemente porque son poco conocidos, más discretos o muy hábiles para
permanecer a resguardo del conocimiento público.
Hace
unos meses, los máximos responsables del orden liberal internacional acordaron
preliminarmente establecer un tipo fiscal mínimo global para las grandes
empresas, que llevan años (desde siempre, en realidad) evadiendo obligaciones contributivo
de las que difícilmente pueden escapar negocios medios y la mayoría de los
particulares (que no todos, como es bien sabido). Se ha avanzado notablemente,
pero ni el umbral del peso impositivo es agobiante, ni está garantizado que vaya
a ser eficaz, si es que llega a implementarse.
EE.
UU.: LA ENÉSIMA BATALLA FISCAL
Mientras
todo esto ocurre, en el epicentro nacional del sistema, los Estados Unidos, se
está debatiendo en el legislativo la adopción de dos programas de desarrollo
tecnológico e inversión social presentados por la Casa Blanca, sustentados en
el incremento de la presión fiscal sobre las grandes fortunas y los intereses
corporativos mayores. El interés mediático se ha centrado, por lo general, en
las disputas políticas habituales entre los dos grandes partidos y, sobre todo,
en las divisiones acentuadas en el seno de los demócratas, donde conviven
varios partidos, si nos atenemos a sus principios y posiciones ideológicas.
Sólo el bipartidismo alentado por el sistema electoral mayoritario y la inercia
de un sistema esclerotizado, impide que las opciones políticas se expresen en
una estructura política más plural y fiel a las sensibilidades ciudadanas.
Hemos
vuelto a asistir a una nueva edición de la “guerra presupuestaria” o el obsceno
chantaje republicano sobre el techo de deuda son repeticiones más o menos
calcadas de las vividas durante las presidencias de Clinton y Obama. Igualmente
puede decirse de las fracturas demócratas, entre un ala llamada “moderada” y
otra etiquetada como “radical” por los medios liberales (centristas) , que
asumen la interesada terminología de sus pares derechistas.
En
realidad, los “moderados” son demócratas que han obtenido su escaño en
territorios electorales muy disputados y temen perderlo de nuevo a favor de los
republicanos. Son partidarios de la llamada “disciplina fiscal”, que equivale
en la práctica, a gastar poco y preservar los intereses de quienes, en muchos
casos, financian sus campañas. Entre los “radicales” hay diferencias
importantes, aunque en la última década se han ido agrupando bajo un difusa
orientación que podríamos considerar socialdemócrata (allí se dice socialista,
a secas), en favor de una decidida inversión en programas sociales y ecológicos
, mayor presión fiscal a los más ricos y reducción de los gastos militares,
entre otros.
Este
año, el drama tiene un componente personal más acentuado, debido al precario
equilibrio en el Senado. El empate a 50 senadores de uno y otro bando puede ser
resuelto por el voto puntual de la Vicepresidenta Harris, es su condición de
presidenta de la Cámara. Pero la posición del senador demócrata por Virginia
Occidental Joe Manchin en contra de lo que él considera como un excesivo gasto social
pone en peligro el doble paquete Biden. Manchin, apoyado ahora por la
senadora Sinema, de Arizona, quiere se apruebe primero el plan de modernización
de las infraestructuras (1 billón de $) y que se negocie luego a la baja el
montante ecológico y social (de los 3,5 billones propuestos a no más de 2,3). Los
demócratas progresistas han logrado forzado una tregua (hasta el 18 de
octubre), dejando claro que si no se asegura el programa eco-social no votarán
a favor de la renovación de infraestructuras.
Biden
es un “centrista” (o sea, un “moderado” pero sin los excesos de los demócratas
con instintos republicanos) e intenta situarse por encima de esta pelea
interna, diciendo a cada bando lo que quiere oír, y así mantener vivas sus
opciones de maniobra y negociación. Como ya le ocurriera a Johnson en los sesenta,
un presidente demócrata no precisamente escorado a la izquierda puede dejar
como legado el programa social más ambicioso de su generación, frente a los
iconos renovadores como Kennedy y Obama, cuyos mandatos resultaron por debajo
de las expectativas (bien es verdad que truncado el primero por su asesinato).
A
grandes rasgos, éste el panorama que determina el fragor de la batalla. Pero lo
más decisivo es casi siempre lo que menos atención mediática acapara. El pulso
fiscal, en realidad, no estriba en gravar más o menos sobre el papel a los más
ricos, sino, de nuevo, en garantizar que las leyes se cumplan en la práctica.
Un medio tan poco sospechoso como el semanario liberal THE ECONOMIST llamaba
hace poco la atención sobre las brechas o agujeros (loopholes) que
impiden una recaudación eficaz en Estados Unidos (1). Los máximos beneficiarios
del capitalismo contemplan las batallas políticas con cierto desdén y se
concentran en asegurar que la letra pequeña de las disposiciones legislativas
no se vuelvan hostiles a sus intereses.
LA
HIPOCRESÍA DE LAS REDES SOCIALES
Otra
manifestación reciente de las “vergüenzas capitalistas” ha sido la denuncia de Frances
Heugen, antigua ingeniera de Facebook (primero en declaraciones públicas
y luego ante el Congreso) sobre la hipocresía de esta red social en el
manejo y control de contenidos. Que sus “revelaciones” coincidieran con el
apagón planetario de seis horas de los servicios de Facebook y sus filiales (Instagram
y What’s Up) añadieron picante a los titulares.
En
realidad, no escuchamos nada que no conociéramos o sospecháramos, pero el testimonio de Heugen ha tenido el valor de
alguien que sacude el tapete “desde dentro”. La priorización de los beneficios
económicos sobre valores sociales de justicia, tolerancia, educación, etc. es
palpable desde hace tiempo para quien se haya molestado en prestar atención a
la evolución de las redes sociales.
El
libro de Shoshana Zuboff, entre otros trabajos, ya desmontó con precisión y abundancia
de detalles las estrategias de los gigantes del “capitalismo de la vigilancia”
para subordinar el interés cívico y social al imperativo del beneficio
económico, sustentado en la predicción infatigable de hábitos y costumbres de
los consumidores. Las correcciones de las llamadas malas prácticas son
sólo temporales, hasta que amainen las críticas, y luego se vuelve al beneficio
por encima de todo, porque ésa es la lógica del sistema (2).
CHINA:
EL ESCÁNDALO DE LA DESIGUALDAD
Y para rematar este cuadro de prácticas mediáticamente bochornosas del capitalismo, no viene mal referir un caso que no se encuadra en la centralidad del sistema, sino en un deriva paradójica: las prácticas que podríamos denominar como capitalismo de Estado que practica China, una potencia solo nominalmente comunista. El modelo consiste, entre otras cosas, en consolidar aparentes gigantes sectoriales y favorecer dinámicas gravitatorias del capital privado. El colapso de Evergrande, la principal inmobiliaria del país ha hecho sonar todas las alarmas, dentro y fuera de China, aunque sólo sea la punta del iceberg: una de ellas.
Después de tres décadas de expansión interna y externa, el neocapitalismo chino exhibe perversiones similares a las occidentales, pero en su caso especialmente lacerantes en lo que atañe a la desigualdad. El 1% de la población acapara el 30% de la riqueza. O si se amplía la medida, el 20% más rico se come el 45% del pastel. El presidente Xi Jinping, un neocapitalista reticente según líderes y analistas occidentales, pretende, desde el inicio de su mandato, revertir estos “excesos” (vergonzosos, naturalmente) y favorecer una “prosperidad común”. (3) No están claras la intenciones de esta política, que coincide con un creciente autoritarismo político y una acción exterior más asertiva frente a lo que en Pekín se percibe como designio occidental para frenar el auge de China.
NOTAS
(1) “New taxes will hit America’s rich. Old
loopholes will protect them”. THE ECONOMIST, 2 de octubre.
(2) “La era del capitalismo de la
vigilancia. SHOSSHANA ZUBOFF. PAIDÓS, 2019.
(3) “Common prosperity under party
billionaires”. JAMES PALMER. FOREIGN POLICY (China brief), 25 de agosto; “The
Presidente [Xi Jinping] will be defined by his campaign against his country’s
capitalist excess”. THE ECONOMIST, 2 de octubre.
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