SUDÁN: TEORÍA Y PRAXIS DE LOS GOLPES DE ESTADO EN ÁFRICA

27 de octubre de 2021

El proceso de transición a la democracia en Sudán se ha visto alterado por un golpe militar. En realidad, lo ocurrido ha sido, en realidad, un autogolpe. El teniente general Abdel Fatah Al-Burhan, jefe del movimiento militar, era el líder del llamado Consejo Soberano, el máximo órgano de poder cívico-militar establecido en el país en abril de 2019, tras un movimiento cívico-militar (más lo segundo que lo primero) que derrocó al también general y presidente islamista Omar Al-Bashir. Ese Consejo Soberano tenía la misión de supervisar las tareas del gobierno interino, encabezado por Abdallah Hamdok y convocar elecciones en 2022, en un proceso de paulatina desmilitarización.

A pocos ha sorprendido. El golpe llevaba tiempo madurándose. Se habían producido bloqueos en carreteras y puertos, en las semanas previas. Hasta un ensayo general hubo, hace un mes, aunque no nunca se supo bien quienes fueron los protagonistas de aquella sonada y cuáles eran sus propósito, aunque se creyó que se trató de un intento de los leales a Bashir (2).

Ahora, Hamdok ha sido destituido, detenido y, según las últimas informaciones, colocado en “vigilancia domiciliaria reforzada” (3). En todo caso, Burhan ha prometido cumplir con el proceso de institucionalización, respetar el compromiso electoral y continuar con el mandato de abril de 2019, aunque no ha aclarado si facilitará la entrega de Bashir al Tribunal Internacional de crímenes de guerra, como estaba programado. Los sectores civiles que impulsaron el derrocamiento de Bashir dudaron de la sinceridad del general y convocaron una protesta, que fue severamente reprimida: al menos 7 muertos y 150 heridos.

Un día antes del golpe, un emisario especial norteamericano, Jeffrey Feltman, se había entrevistado con los principales mandatarios sudaneses. ¿Fue puesto al corriente de lo que iba a suceder? No lo parece. La reacción internacional no se ha hecho esperar (4). Se exige a Burhan que restituya a Hamdock en su puesto y vuelva a la senda iniciada en abril. Washington ha anunciado la suspensión de la ayuda. El Consejo de Seguridad de la ONU celebró sesión de urgencia. En toda la crisis se observan unos comportamientos de manual. Un proceso político como el sudanés, que nace de un golpe, se conduce con criterios que poco tienen que ver con las normas democráticas liberales. Occidente recibió con alivio y alborozo el derrocamiento de Bachir porque este dirigente se había alineado con el islamismo más militante, protector en su momento de Al Qaeda e integrante del sector más antioccidental del mundo islámico.

No es que Burhan fuera precisamente un demócrata. Se puso al frente de la rebelión, porque era el militar de más alto grado. Se le atribuía una afinidad más que profesional con Bachir. Pero probablemente desaprobaba alguna de sus posiciones más extremas. Al cambiar de bando o abandonar a su jefe, Burhan se ganó automáticamente la legitimidad que se le negaba. Es probable que ese cambio de lealtades obedecería a la necesidad de controlar un movimiento contestatario popular que se había hecho demasiado grande y vigoroso para eliminarlo. Burhan vuelve a ser villano “desenmascarado”, según un antiguo jefe de misión norteamericana en Sudán (5).

Hamdok presentaba unas credenciales para conducir un proceso político del agrado de Occidente. Es un tecnócrata que ha desempeñado varios trabajos para la ONU; el último antes de convertirse el primer ministro de Sudán fue el de vicesecretario ejecutivo de la Comisión Económica para África. Un perfil idóneo y tranquilizador para las potencias occidentales.

Pero para comprender mejor lo ocurrido hay que superar la perspectiva ideológica. No parece que el golpe se trate de una reorientación o una vuelta al bashirismo. Hay señales claras de que los militares actúan por interés corporativo. El autogolpe puede haber conjurado el riesgo de disensiones militares que ya habían aflorado y de tensiones étnicas en el este del país, quizás manipuladas. Lo ocurrido en Sudán es habitual en África, donde los militares gobiernan directamente o de forma vicaria en la mayoría de los países.  Y con el beneplácito occidental, si se avienen a sus intereses y prioridades. La democracia siempre ha sido secundaria.

Hace unas semanas asistimos a una disputa verbal entre el presidente Macron y las nuevas autoridades golpistas en Mali, país crucial en la lucha que el Estado francés mantiene con las ramas locales del islamismo más combatiente, sea afecto al Daesh o a Al Qaeda. La discordia se produjo por unos reproches del nuevo primer ministro maliano a París, pero se agrandó luego al conocerse la presencia en Mali del grupo de mercenarios Wagner, controlados por Moscú. Durante años, Mali ha sido una pieza clave en el operativo antiterrorista francés en el Sahel. La dudosa calidad democrática del gobierno de turno importaba poco, mientras cumpliera con los imperativos estratégicos de París.

Otro caso que ejemplifica la hipocresía occidental es Túnez. El presidente Kaïs Saïed encabezó otro autogolpe el 25 de julio, aduciendo una situación de emergencia nacional de difícil identificación. Acumuló prácticamente todos los poderes del Estado, declaró el estado de excepción, disolvió la Asamblea Nacional y asumió el gobierno en solitario, más tarde apoyado por personas de su estricta confianza (acaba de designar a una primera ministra técnica). Las potencias occidentales hicieron mohínes de disensión y pidieron una vuelta a la normalidad constitucional, sin muchos aspavientos y, por supuesto, sin amenaza siquiera de sanciones.

Se dirá que el presidente tunecino contaba con apoyo popular y que trataba de superar el bloqueo de una clase política ineficiente. En realidad, Saïed quiso acabar con la hegemonía política de los islamistas moderados de Ennahda, a los que detesta. Lo cual suena muy bien en las cancillerías occidentales. Que el protagonista del autogolpe fuera un civil facilita la “comprensión” entre la opinión pública occidental. En realidad, Saïed no habría actuado como lo hizo sin el apoyo tácito de los militares tunecinos, cuya discreción política es tradicional, contrariamente a lo que ocurre en otros países árabes.

Egipto no ha ocultado su simpatía por el nuevo rumbo emprendido en Túnez. No en vano, allí se abortó la revolución ciudadana de 2011 con un golpe militar que ha llevado el país a cotas de represión mucho más severas que las existentes en los últimos años de Mubarak. El general Al-Sisi es ambicioso y audaz. No sólo se ha convertido en un gobernante absoluto, sino que pretende proyectar la condición de potencia regional de Egipto en los países próximos,  como Libia, Túnez y, por supuesto, Sudán, su vecino del sur.

Las conexiones de general sudanés Burhan con Al-Sisi vienen desde sus años de estudiantes en la Escuela Militar de El Cairo (6). Es aparentemente contradictorio que el actual hombre fuerte sudanés se entendiera bien con su exjefe Omar Bachir, un islamista radical, y con Al-Sisi, enemigo jurado de los Hermanos musulmanes en Egipto o de los islamistas en Libia y Túnez. Una vez más, las cuestiones ideológicas son secundarias, o puras excusas. Egipto mantiene buenas relaciones con los islamistas palestinos de Hamas, no por afinidad doctrinal, sino por conveniencia mutua. Al Sisi utiliza los utiliza para hacer valer su influencia regional ante EE.UU. y ante Israel. Hamas tiene en el presidente egipcio una válvula dudosa pero útil de seguridad y un mediador para salir de las crisis bélicas con Israel cuando se vuelven insoportables.

La conexión egipcio-sudanesa es mucho más profunda y antigua. Al cabo, son dictaduras militares, en la que el interés corporativo prevalece sobre todo lo demás. Se trata de castas que han amasado un importante poder económico, que controlan partes muy importantes de los presupuestos nacionales, con una enorme penetración en sectores productivos de sus países. En Sudán, los militares controlan, entre otras riquezas, el comercio del oro. Las adscripciones ideológicas (democracia, islamismo, panarabismo, etc.) son puros recursos legitimadores. Prevalece la lógica del poder. Eso lo comprende muy bien Occidente, pero también las monarquías ultraconservadoras del Golfo arábigo, que han guardado hasta ahora un silencio muy significativo ante los recientes acontecimientos en Sudán.

 

NOTAS

(1) “Sudan’s military seizes power, casting democratic transition into chaos”. THE NEW YORK TIMES, 25 de octubre; Sudan’s democratic transition is upended by a second coup in three years”. THE ECONOMIST, 25 de octubre.

(2) “Sudan’s leaders say they thwarted coup attempt by loyalists to former dictator”. THE NEW YORK TIMES, 21 de septiembre.

(3) COURRIER INTERNATIONAL, 27 de octubre.

(4) “Inquiétudes et condamnations internationals après le coup d’Etat au Soudan”. LE MONDE, 26 de octubre.

(5) “In Sudan, the masks come off after a military coup”. ALBERTO FERNÁNDEZ. WASHINGTON INSTITUTE, 26 de octubre

(6) https://www.middleeasteye.net/

 

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