3 de noviembre de 2021
La
primera fase de la cumbre medioambiental COP26 ha dejado dos compromisos de
relativo alcance: la reducción de emisiones de gas metano, uno de los más
activos en el calentamiento global, y la adopción de medidas para acabar con la
deforestación durante la próxima década. Glasgow ya tiene un resultado que
exhibir, aunque resulte insignificante en comparación con la magnitud de los
desafíos.
La
vigésimo sexta edición de estas conferencias para salvar el planeta seguirá
adelante ahora con la participación de activistas, científicos, negociantes y
funcionarios que trabajan a diario, desde intereses y perspectivas diferentes, en
el ilusorio empeño de evitar la catástrofe.
En
vísperas de la cumbre, el Panel científico de Naciones Unidas advirtió que el
objetivo de no superar los 2º C de calentamiento adicional en 2050 está más
lejos, y que es casi imposible conseguir el umbral del 1,5º C. Al ritmo de los
últimos años, el ecosistema terrestre se habrá calentado 2,7º C cuando se
llegue a la mitad del siglo (1).
Al cabo, Glasgow habrá sido un globo inflado más,
como los veinticinco anteriores. Los líderes mundiales asistentes han competido
por acaparar titulares con las frases más sonoras y formular las advertencias
más alarmantes, como si no dependiera en gran parte de ellos abordar radicalmente
la solución de los problemas que hacen la tierra cada vez más inhabitable.
Aparte
de la operación de relaciones públicas, estas cumbres climáticas son, en realidad,
una prolongación escénica de las rivalidades geoestratégicas (2). La ausencia
de los presidentes de China y Rusia ha servido para que los líderes
occidentales agiten el dedo acusador contra ellos, como irresponsables o al
menos insuficiente o no sinceramente comprometidos con la preservación de la casa
común.
La
hipocresía es un componente insustituible de las relaciones internacionales, en
tanto mecanismo equilibrador de las dinámicas de poder. El clima es un terreno
propicio, porque se mueve el terreno del futurismo catastrófico, avalado por síntomas
bien reales e inquietantes de la realidad presente: inundaciones, sequías,
incendios, desertización y otras manifestaciones extremas cada vez más extensas
y devastadoras (3).
La
lógica propagandística de las declaraciones grandilocuentes, por fundamentadas
que resulten, consiste en aceptar un grado aceptable de responsabilidad propia
(“tenemos que hacer más”, “no podemos conseguir frenar de golpe el
calentamiento, pero sí dar pequeños pasos”, etc.), al tiempo que se desplaza la
acusación más severa hacia los rivales, adversarios o competidores en la lucha
por la hegemonía planetaria. En el discurso oficial de las principales potencias
occidentales hay una recriminación hacia los países emergentes por su
pretendida ceguera desarrollista, acentuada por el impulso autoritario crudo
(casos de Rusia o China) o matizado (India, Brasil), cuya prosperidad se basa
en el consumo y/o explotación de recursos fósiles y altamente contaminantes (4).
Las
discusiones interminables sobre las medidas necesarias para frenar y/o revertir
el desastre futuro estas dominadas por datos y cifras de la contaminación atmosférica
presente, como si el calentamiento global fuera algo reciente, aunque se sabe
muy bien que se trata de fenómeno acumulado
durante más de dos siglos, desde el inicio de la Revolución industrial. Pero
incluso, si nos atenemos a las emisiones de ahora, China, el más señalado, contamina
menos per cápita que Estados Unidos, por ejemplo.
Los
países emergentes oponen una narrativa ambigua que defiende el porvenir del
planeta sin renunciar a su derecho al desarrollo, a la prosperidad, a la riqueza
material de los que han sido privados por siglos de colonialismo, explotación y
dependencia. Los países ricos admiten con la boca pequeña este argumento, de ahí
que acepten compensar a los pobres con promesas de financiación de la transición
ecológica. Pero este compromiso, como el de la reducción de emisiones de gases,
no se han cumplido. De los 100.000 millones anuales prometidos en el COP de
2009 en Copenhague con el entonces horizonte de 2020, apenas si se ha desembolsado
un 30%. En Glasgow se ha renovado el compromiso, pero a desembolsar a partir de
2023. Aunque se cumpliera esta vez, lo cual es más que dudoso, la apuesta está
lejos de ser generosa. Sólo por poner el ejemplo de Estados Unidos, primer
contribuyente potencial, la cantidad prometida (y no antes de 2024) es de 11.400
millones de $ (hasta la fecha sólo ha puesto la mitad). Como denuncia Mohamed
Adow, director de la ONG Power Shift Africa, en proporción a su PIB y
población, Estados Unidos debería aportar 45 mil millones y, si se tuviera en
cuenta las emisiones acumuladas esa cantidad se elevaría a más de 50 mil
millones (5).
Las
cifras globales resultan apabullantes. Según la ministra surafricana de medio
ambiente, los países pobres necesitarían 750 millones de dólares anuales para protegerse
de los efectos del cambio climático (fase de mitigación) evadirse de los combustibles
fósiles (fase de adaptación). Sólo la India, otro gran emisor actual, necesitaría
2 billones y medio de $ (6).
No
obstante lo anterior, la voz de estos países emergentes que se escucha en
Occidente, no es la de sus habitantes más pobres, sino la de unas élites que exhiben
un discurso exterior victimista o reivindicativo mientras practican políticas
ferozmente antiigualitarias. La contaminación que propician no beneficia a la
mayoría, mientras los efectos inmediatos del calentamiento hacen la vida aún
más miserable a los que menos tienen.
LA REALIDAD COTIDIANA
Después de Glasgow cada cual se afanará en resolver los conflictos del presente más inmediato. El caso de Estados Unidos no es único, pero si uno de los más significativos, por su dimensión e influencia.
El
presidente Biden se excusó por las inconsistencias aparentes de su programa de transición
ecológica que combina la apuesta por la economía verde sin renunciar al fomento
de las actividades contaminantes, con el
aparente argumento racional de que no se puede cambiar de modelo productivo de
un año para otro, ni siquiera en el horizonte de una década. En el ejercicio de
las culpas derivadas, encontraba en su predecesor un villano indiscutible, por abjurar
de los compromisos de París 2015.
Pero
más que un horizonte planetario catastrófico, lo que quitará el sueño a Biden será
la resistencia interior al cambio. Puede agitar su dedo acusador contra chinos
y rusos, pero son los grupos de presión norteamericanos (multinacionales, en
realidad), los que obstaculizarán su empeño más o menos sincero de ponerse en
paz con el planeta. Los operadores políticos de estos intereses no son sólo sus
adversarios de la derecha republicana radicalizada. Los lobbies de las
industrias fósiles y de las grandes compañías farmacéuticas engrasan las campañas
del senador Manchin (Virginia Occidental) y la senadora Sinema (Arizona), ambos
demócratas, que bloquean el paquete socio-ecológico de Biden, aludiendo su
elevado coste presupuestario.
Esta pugna política interna ha debilitado notoriamente a la Casa Blanca. Pero, por si esto no fuera poco, la derrota del candidato demócrata en las elecciones a gobernador en el estado de Virginia, uno de los termómetros de la oscilación política estadounidense, confirma un empeoramiento de las perspectivas de Biden y proyecta sombras inquietantes para las elecciones legislativas de medio mandato de 2022. De nuevo, un presidente demócrata se atasca en el primer tramo de su recorrido, como ya les ocurriera a Obama y a Clinton. Estos reveses obligarán a Biden a seguir renegociando a la baja su paquete social y ecológico. A desinflar un poco más el globo de Glasgow.
NOTAS
(1) “World faces disastrous 2,7º C temperature
rise on current climate plans, UN warns. FIONA HARVEY, environment correspondant.
THE GUARDIAN, 26 de octubre.
(2) “Climat: à quoi servant les COP et comment
fonctionnet-elles? LE MONDE, 30 de octubre.
(3) “The International Order ins’t ready for
the climate crisis”. STEWART M. PATRICK. FOREIGN AFFAIRS, noviembre-diciembre.
(4) “Leaders warn of climate ‘doomsday’ as old
rifts divide summit’s firs day”. THE NEW YORK TIMES, 1 de noviembre.
(5) “The Clime debt keeps growing. Rich
countries still refuse to pay their share”. MOHAMED ADOW. FOREIGN AFFAIRS, 28 de
octubre.
(6) “Climate summit meets pandemic insulariry”.
ANTHONY FAIOLA. THE WASHINGTON POST, 2 de noviembre.
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