16 de noviembre de 2022
Empieza este fin de semana el
mayor espectáculo deportivo del mundo, sólo comparable a los Juegos Olímpicos. El
planeta se viste de fútbol de norte a sur y de Este a Oeste. Por su alcance
social y económico, el Mundial trasciende lo deportivo. En realidad, el fútbol
hace tiempo que ha dejado de ser sólo un deporte o, si se quiere, no es
fundamentalmente un deporte: es un enorme negocio y, por lo mismo, una fuente
de poder y un terreno de conflicto.
El Mundial es el escaparate de
ese entramado de intereses, en los que el juego es sólo una adormecedera que
cautiva a miles de millones de personas. La pasión arrastra a las masas,
secuestra a los medios y atrae a los políticos, empresarios y banqueros con una
fuerza sin par. Ante tal energía, no comparable con cualquier otro fenómeno de
masas, el mecanismo fieramente humano de la corrupción se activa de manera
incontrolable.
Este año el Mundial es distinto.
Porque se juega en otoño y porque se desplaza a una zona inédita y periférica,
lejos de las frecuencias de hegemonía futbolera: Oriente Medio. Pero como el
fútbol es poder y es dinero y es tráfico de influencias y corrupción, el lugar escogido
es emblemático de todo eso: el Golfo de los petrodólares, de las monarquías absolutas,
de la exhibición obscena de la riqueza y el despilfarro. En la última deriva
del planeta fútbol en su búsqueda de mercados, el giro final ha llevado a
Qatar, un minúsculo país de apenas dos millones de habitantes, cuyos naturales duermen
cada noche sobre la tercera reserva mundial de gas natural. Un lujo sin disputa.
Este es un emirato con ínfulas,
que se ha atrevido a cuestionar el dominio regional de Arabia Saudí y de
ensayar iniciativas diplomáticas propias, lo que ha generado tensiones regionales.
La dinastía Al Thani se ha sentido lo suficientemente fuerte como para flirtear
con Irán o molestar de cuando en cuando a los regímenes más conservadores, para
hacerse notar. Qatar ha jugado a ser el joven terrible de Jequelandia.
Lo hizo en los noventa con la creación de Al Jazira, que sacudió la
molicie informativa de Oriente Medio con una independencia desusada en la zona
y llegó a poner en evidencia los sesgos y falacias mediáticas occidentales.
Al despuntar la segunda década de
este siglo, encontró un nuevo desafío que acometer: posicionarse con fuera
descarada y provocadora en el planeta fútbol. Desde la nada se lanzó a la
conquista de las fortalezas balompédicas mundiales, con arrogancia y sin complejos,
con la firme voluntad de triunfar y la munición suficiente para conseguirlo. El
emirato movilizó todas sus capacidades financieras y, por ende, políticas. Y el
ojo del huracán fue París, uno de los templos del Dios fútbol. Desde esa plaza creyó
poder conseguir la certificación de su poderío, que pasaba por obtener la
concesión del Mundial de 2022. No se buscó apoyos menores para el empeño. Picó en
lo más alto: el presidente de Francia, Nicolás Sarkozy.
La consecución del Mundial,
complicada con la venta del PSG a los jeques qataríes, es uno de los asuntos irresueltos de la última
década: en calles, despachos y tribunales. Las causas por supuestos delitos de corrupción,
tráfico de influencias y blanqueo de dinero siguen abiertas y salpican a lo más
alto (el Eliseo de aquella época), al poder intermedio de los negocios (grupo
Lagardère, Cadena hotelera ACCOR, etc) y a caballeros de la Mesa redonda
deportiva, (oscuros ejecutivos como Blatter o brillantes viejas glorias como
Platini). La historia de la concesión del Mundial es un culebrón gigantesco, a
la medida de ambiciones y desvergüenzas de sus protagonistas acreditados y/o
presentidos. Un reflejo de la deriva del fútbol como fenómeno global en las
últimas tres o cuatro décadas, pináculo de la especulación capitalista y de la
extensión del poder por todas las terminaciones nerviosas de la actividad
humana. Para los interesados en los detalles, léase el documentado y metódico
informe de LE MONDE (1).
Este Mundial estaba condenado a
ser “carne de escándalo”. Algunas críticas pretenden ser éticas, debido a la
evidente falta de respeto del país (como todos los de la zona) por los derechos
humanos básicos y la especial saña con la que se trata a las minorías por esos
pagos. O a las mayorías, véase mujeres, al menos la mitad de la población. Otros
reproches están orientados por lo social: la construcción de estadios e
infraestructuras ha puesto en evidencia la sobreexplotación de las masas
inmigrantes, que son las que desempeñan las tareas más penosas en el emirato.
Algunas organizaciones ofrecen cifras pavorosas de siniestralidad laboral. Se habla
de 5.000 muertos en accidentes ocurridos durante las obras. Si tenemos en
cuenta que habrá como mínimo 5.670 minutos de juego (sin contar las más que previsibles
prórrogas o el tiempo de los posibles penalties), se puede decir que
cada minuto de fútbol habrá costado una vida humana. Los qataríes refutan esas
cifras y admiten sólo 34 muertes! Hay una investigación en marcha cuyo recorrido
y alcance son dudosos (2).
Desde el mundo del fútbol, se han
escuchado ronroneos de reproche de figuras ya retiradas o despliegue de pancartas
en algún estadio. El malestar detectable no es ético, sino funcional (3). En
Europa, núcleo hegemónico del Planeta Fútbol, no gusta que el Mundial se juega
a mitad de temporada, convirtiendo las competiciones nacionales y la adorada
Champions League continental en una suerte de coitus interruptus. Los
jugadores, piezas financieras tanto o más que deportivas, se ven sometidas a un
riesgo de lesión, de fractura; es decir, pueden devenir inversiones ruinosas. Cuando
algún gobierno como el alemán se ha sumado a la crítica, ha encontrado
respuesta. El jefe de la diplomacia qatarí replicó que el gobierno germano no
ha tenido empacho en solicitar cooperación energética al emirato.
Para muchos hinchas, el Mundial,
centro de peregrinación cuatrienal futbolística, requiere un templo
reconocible, y Qatar no es ni puede serlo. Peor aún: es casi un lugar herético,
una encarnación diabólica de los poderes malignos que se han hecho con el
control de la maquinaria futbolística europea. Los jeques son amos y señores de
viejos clubes de toda la vida. Han comprado las marcas, han puesto nombres a
sus estadios, han hecho de los equipos el objeto de capricho de nuevos ricos,
ajenos y extraños. Han generado los clubes-estado: el París St. Germain,
el Manchester City, el Nottingham Forest, etc...
Pero la xenofobia o el racismo
subyacente, que opera de lo lindo en esta corriente de malestar difuso y
contradictorio, no empece para que los petrodólares sean muy bien venidos
cuando se trata de consolidar, mejorar y ennoblecer las plantillas de
jugadores. La locura de los fichajes es una enfermedad senil del fútbol que
mina los fundamentos sociales de este deporte, quizás el más popular de todos,
el más auténticamente conectado con las raíces más modestas de las sociedades
europeas. El deporte de las clases trabajadoras en sus orígenes es hoy un
monstruo del desclasamiento deportivo. El llamado fútbol base languidece en las
profundidades de zonas vaciadas o en la sordidez de la marginación social,
económica y deportiva. Las luces de los estadios futuristas donde, cuando no se
juega al balón, se acuerdan tratos millonarios y se ejercen influencias
políticas sin cuento, contrastan con la oscuridad de un vivero del que sólo
sobreviven los llamados a ser estrellas, dígase activos financieros.
Se ha recordado estos días, con visible
oportunismo, que el Mundial anterior se celebró en Rusia, cuatro años después
de la ocupación de Crimea, cuando todavía Putin era un socio útil, con el que
se podía y quería negociar, pese a su controvertido papel en la guerra de
Siria. Algún ruido hubo, pero algún que otro oligarca ruso era el dueño del
histórico Chelsea en Londongrado. Por las tribunas de los estadios de
Moscú y San Petersburgo pasaron los dirigentes europeos sin demostrar demasiado
incomodo. Como habían hecho años antes por el Pekín de las galas olímpicas, antes
de que el discurso oficial hiciera de China el rival sistémico y de Rusia el
enemigo prioritario. Las condenas internacionales en los tráfagos deportivos son
enormes operaciones de propaganda temporal, que el vértigo de las competiciones
reduce a basura y olvido.
En esta hojarasca de críticas,
algunas bienintencionadas, otras simplemente hipócritas y la mayoría mal
informadas, parecen quedar fuera de focos otros actores emergentes en el
Planeta Fútbol con ambiciones similares sino mayores. EEUU se quiere sumar al
negocio, tras unos inicios vacilantes y dificultosos, en los que las inercias
deportivas y empresariales poco ayudaron.
La concesión del Mundial a Qatar
en 2010 provocó una enorme irritación entre quienes habían apostado fuerte para
llevarse la competición al otro lado del Atlántico, con Bill Clinton como
agente visible de la operación de relaciones públicas. Se dice que desde
Washington se han movido no pocas palancas para perseguir hasta el final a los
protagonistas de la trama que otorgó al emirato el premio gordo. A la espera de
las resoluciones judiciales en marcha, el país más poderoso del mundo ya obtuvo
su compensación: Estados Unidos organizará el Mundial siguiente (2026), junto
con Canadá y México, en una especie de joint-venture, que engrasará esa
enorme zona de libre cambio diseñada en el NAFTA (Tratado de Libre Cambio en el
Norte de América), precisamente cuando Clinton moraba en la Casa Blanca.
De Qatar a Estados Unidos-Canadá-México
(éste último país como legitimador de la esencia futbolera frente a la
condición de los otros dos socios neófitos del triunvirato), el Planeta Fútbol
gravitará en una órbita inacostumbrada en casi una década. Pero sólo para las
masas fieles y descuidadas de este deporte, no para su verdadero motor actual,
el que condiciona su realidad cotidiana y secuestra su futuro: el dinero y el
poder.
NOTAS
(1) “Attribution du Mondial au Qatar: Nicolas Sarkozy, Michel
Platini et le rachat del PSG au coeur de l’enquête de la justice française”. RÉMI
DUPRÉ y SAMUEL LAURENT. LE MONDE, 14 de noviembre.
(2) “The political
debate swirling around the World Cup in Qatar”. ISHAAN THAROOR. THE
WASHINGTON POST, 14 de noviembre”
(3) “The
World Cup is tarnished. Should fans enjoy it anyway? THE ECONOMIST, 12 de
noviembre.
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