30 de noviembre de 2022
China vive momentos de agitación
social debido al impacto de las medidas oficiales de control del COVID. Hace
meses ya que la severidad de los confinamientos había provocado malestar social
y un perjuicio económico palpable. El rigor se había convertido en rigidez, según
la estimación de los segmentos sociales más afectados o más sensibles a la
privación del libre albedrio. Las protestas públicas y callejeras del último
fin de semana constituyen la cresta de una insatisfacción que de momento parece
contenida y limitada pero que puede derivar en una crisis mayor si la respuesta
oficial es demasiado brutal.
Contrariamente a lo que se
piensa, en China las protestas no son tan escasas. Pero suelen estar canalizadas
o restringidas a ámbitos locales o sectoriales. El poder incluso las ha
alentado para justificar correcciones internas, legitimar ajustes de cuentas o
encubrir luchas de poder. Esto no es nuevo; por el contrario, la “presión de
las masas” es un clásico en el manual político chino. En esta ocasión, sin
embargo, parece que el sobresalto es espontáneo y no obedece al interés de un
grupo o facción concreta (1).
El detonante, como se sabe, fue
la muerte de al menos una decena de personas (muchas más, según fuentes no
oficiales) en Urumqi, como consecuencia de un incendio. Al parecer, las
víctimas no pudieron salir del edificio donde se encontraban debido a las restricciones
de movilidad decretadas por las autoridades. Las versiones sobre lo ocurrido
difieren. En todo caso, el lugar de los hechos es significativo: la ciudad es
la capital de la región de Xinjiang, donde habita una mayoría de uigures, la
etnia de confesión musulmana que es objeto de acoso por parte de las autoridades,
en forma de internamientos en campos de reeducación y otras formas de represión,
generalmente bajo la acusación de terrorismo en diferentes grados.
La protesta local que siguió a la
tragedia se extendió muy pronto a los principales núcleos de población (no
menos de 30 o 40 ciudades) hasta convertirse en el movimiento social más
destacado desde la emblemática contestación de Tiananmen, en 1989. Lo relevante
es que los participantes en las manifestaciones no se limitaron a protestar por
la rigidez de las medidas de confinamiento, sino que vocalizaron su rechazo al
Partido Comunista y, en algunos casos, exigieron la dimisión de su máximo
dirigente, Xi Jinping, recientemente confirmado en el poder, más allá de los tradicionales dos mandatos y entronizado
como líder a la altura de Mao y Deng. En el pináculo de su autoridad política,
Xi ha sido desafiado desde la base social (2).
No obstante, conviene no exagerar
la dimensión y el alcance de las protestas. La mayoría de los participantes son
estudiantes o población joven, más reacia a aceptar las instrucciones oficiales
y, por lo general, más celosas de adoptar decisiones sobre su vida privada. Por
lo general, están más influenciados por las pautas occidentales sobre la libertad
individual. Ciertamente, en otras protestas menos ideologizadas de los últimos
meses también se han dejado escuchar segmentos sociales más afectados por la
consecuencias económicas de la suspensión de actividades económicas, pero sin derivar
en reclamaciones de orden político.
El mandato oficial de “cero COVID”
ha sido un empeño personal de Xi Jinping, y eso es lo que confiere a este estallido
contestario una significación de especial importancia. El liderazgo chino
consideró en su momento que los confinamientos estrictos eran el mejor método para
contener cuanto antes la pandemia y facilitar el regreso a la normalidad
económica y social. Además, se pretendía ofrecer al mundo un ejemplo de
disciplina y eficacia. Al principio, el método pareció funcionar. Pero a medida
que se desplegaron las mutaciones del virus y se manifestaron los fallos del sistema
sanitario, se perdió el control. ¿Qué es lo que ha ocurrido? La respuesta es
compleja, debido a la inmensidad del país y a las escasa transparencia oficial.
Antes de las protestas, el
experto chino en políticas sanitarias Yanzhong Huang analizaba la respuesta
china al COVID y señalaba cinco razones para explicar la obstinación oficial en
los confinamientos:
1) Al existir un alto porcentaje
de población no expuesta al virus, la relajación de las medidas de control
social podría provocar una infección masiva y desencadenar una crisis
sanitaria. Pese a la propaganda, la vacunación había resultado poco eficaz, debido
a los defectos de los antivirales nacionales, que no son del tipo mrn-mensajero.
La fragilidad del sistema sanitario en las áreas rurales ha hecho que menos de siete
de cada diez personas de la tercera edad hayan recibido la tercera dosis, lo
que les hace vulnerables a las variantes del virus.
2) Las autoridades no han percibido
resistencia social al confinamiento en las poblaciones más tradicionales y
aisladas del interior y creían poder controlar la inquietud creciente en las
regiones costeras más dinámicas.
3) La presión de las compañías
que han florecido en la gestión del COVID (productoras de mascarillas, tests,
etc.), hasta lograr unos beneficios superiores a los 2 mil millones de euros.
4) El calendario político, con la
cercanía del XX Congreso del Partido Comunista, desaconsejaba adoptar medidas
de flexibilidad que podrían haber generado riesgos de masivos contagios (3).
UNA NORMALIZACIÓN FRENADA
Tras la confirmación ceremonial
del poder supremo de Xi Jinping, se esperaba una relajación gradual de los
confinamientos. Pero las cifras de infección de las últimas semanas activaron
de nuevo las alarmas. Con 40.000 casos nuevos al día, la pandemia volvió a
situarse en su pico de mayor impacto. La vuelta a la normalidad se hizo esperar,
y luego ocurrió la tragedia ya citada.
En un trabajo sobre la
metodología del embridaje social durante la gestión de la pandemia, la politóloga
china Lynette H. Ong, profesora de Ciencia Política en la Universidad de
Toronto, ha detallado los mecanismos de control político y los motivos de su
fracaso. El sistema, conocido como weiwen tizhi, se basó inicialmente en
la utilización masiva de voluntarios civiles en las tareas de toma de temperatura,
rastreo de movimientos, suministro de mascarillas y reparto de productos
básicos a domicilio. No se trató de una novedad. Mao ya ensayó mecanismos similares
de movilización social durante sus campañas del Gran Salto Adelante y la
Revolución Cultural. Pero, a medida que se prolongaban las restricciones
y se endurecían las condiciones de resistencia, el abordaje civil de la
pandemia se reforzó con la contratación temporal de agentes y guardias de
seguridad, cada vez más impopulares. Hasta que el entramado inicial de
consentimiento se convirtió en malestar y precipitó el rechazo en algunos núcleos
sociales (4).
¿Y AHORA QUÉ?
Tanto o más que la dimensión
política de la protesta, al liderazgo chino le preocupan las consecuencias
económicas. Las cifras son elocuentes (5). Los confinamientos han impactado de
lleno en regiones que generan la cuarta parte del producto nacional bruto. Las
previsiones de crecimiento de este año apenas superan el 3%, dos puntos menos
del objetivo oficial inicial. Los mercados bursátiles han caído a niveles no
conocidos en los últimos tres lustros. El paro aumenta y afecta ya a casi el
20% de la población joven. Por tanto, se impone una rectificación.
Las autoridades chinas confían en
que se agote el ciclo contestatario por una combinación de presión policial y de
aislamiento de los sectores más activos de la protesta. A las detenciones y sanciones
de los primeros días se sumarán las que se deriven de las inspección de teléfonos
móviles y otras diligencias de la investigación. En el mandato de Xi Jinping se
ha incrementado la inversión en dispositivos de vigilancia y control policial,
hasta superar incluso el presupuesto de las Fuerzas Armadas. Mientras se
desarrolla esta fase represiva, las autoridades esperan que se contenga el
actual brote de infección y se pueda recuperar el calendario de desescalada de
las restricciones (6). De otra forma, el poder se internaría en un territorio
desconocido que podría extender el malestar social y, muy probablemente, obligar
a endurecer la represión. Las corrientes internas de oposición al régimen,
ahora sofocadas bajo el dominio incontestable del líder supremo, encontrarían nuevos
espacios para prosperar.
Desde Occidente se contempla el
escenario con enorme cautela. Por mucha simpatía que haya ante las protestas,
el silencio oficial es muy elocuente. Washington ha intentado por enésima vez
un acercamiento interesado a Pekín, escenificado en la reciente cumbre Biden-Xi,
ante las urgencias de la guerra en Ucrania y la necesidad de solapar las dos
confrontaciones con Rusia y China (7). Occidente sigue confiando en erosionar
la aparente alianza entre Pekín y Moscú para fragilizar el régimen de Putin y
encuadrar la rivalidad con China en escenarios previsibles.
NOTAS
(1) “What
you need to know about China Covid protests” CHRISTIAN SHEPHERD.
(2) “En China, le pouvoir absolu de Xi Jinping défié”. FRÉDÉRIC
LEMAÎTRE. LE MONDE, 29 de noviembre.
(3) “Can Xi
Jinping reopen China? YANZHONG HUANG. FOREIGN AFFAIRS, 7 de octubre.
(4) “China’s
massive protests are the end of a once-trusted governance model”. LYNETTE H. ONG.
FOREIGN POLICY, 28 de noviembre.
(5) “Ending
China’s Cero Covid policy coul unleash chaos. But keeping it ensures a grim
economic outlook for 2023”. THE ECONOMIST, 28 de noviembre.
(6) “Will
China’s protests survive”. JAMES PALMER (Editor de China Brief). FOREIGN
POLICY, 28 de noviembre.
(7) “White House
weights how forcefully to support protesters in China”. NEW YORK TIMES, 28 de
noviembre.
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