21 de diciembre de 2022
Minutos después de ganar la Copa
del Mundo de fútbol con Argentina, Leo Messi subió al escenario montado para
recibir el trofeo, como capitán de la selección albiceleste, de manos del Emir
de Qatar, Al Thani. El soberano qatari se le acercó en actitud de camaradería y
complicidad, le pasó el brazo por el hombro y le musitó unas palabras. Luego
hizo una indicación a uno de sus asistentes, que acto seguido colocó al astro
argentino una túnica sobre su camiseta. Ataviado de esta guisa, Messi tomó la
estatuilla que ha perseguido desde que era un niño y se fue a cumplir con el
rito de levantarla al cielo junto a sus compañeros. La foto que será testimonio
imperecedero de la hazaña deportiva nos deja a un Messi extravagantemente dispuesto
para la posteridad, casi disfrazado, alienado en una vestimenta que, por lo
demás, ocultaba parcialmente la prenda que encarna por excelencia la
pertenencia, el compromiso, la identidad del futbolista: su camiseta. Messi
protagonizó el momento climático de la noche velado por un capricho de su nuevo
dueño, el jeque que lo fichó para el Paris St. Germain, club que adquirió sobre
un fondo de sospechas, en una operación aun subjudice, que facilitó la
concesión a Qatar de esta magna cita deportiva.
Este Campeonato ha sido pródigo
en conexiones y consecuencias políticas, ya comentadas aquí. Las polémicas
previas sobre las condiciones laborales o el desconocimiento de derechos de las
minorías propiciaron un clima enrarecido e incómodo, que la FIFA manejó con
torpeza. Para remate, en los últimos días de competición saltó el escándalo de
corrupción en el Parlamento europeo, aún por esclarecer, con Qatar (y
Marruecos) como inductor.
A Messi, extrañeza pasajera
aparte, no pareció importarle demasiado que le colocaran esa túnica. Estaba en
la nube, cumplía el sueño que ha tenido desde que se escapaba de la escuela
para jugar a la pelota en su Rosario natal y confirmaba su condición de Dios
del fútbol, como lo jalea hiperbólicamente la prensa deportiva. Hace mucho
tiempo que ha dejado de ser un simple jugador. Es ya una marca, una mercancía.
Lo sabe y lo acepta. Ayuda mucho la lluvia dorada que cae sin cesar sobre él. A
primeros de año suscribió un contrato para promocionar el turismo en Arabia
Saudí y hacer lobby para que este país organice el Mundial de 2030. Por este “partido”
cobrará 30 millones de dólares anuales (1).
Messi sucede ya sin discusión a
Maradona. Es algo más que un cambio de corona en el Reino del fútbol. Se trata
de la consagración ceremonial del tránsito desde un deporte originario de las
clases populares al fabuloso negocio de estos tiempos, capricho y/o promoción
de millonarios sin escrúpulos y oportunistas descarados, que han convertido el
juego en espectáculo y a los futbolistas más deseados en una especie de mercenarios.
Uno de los compañeros de Messi en
el equipo campeón, el portero Divu Martínez, héroe de la noche con sus paradas
agónicas al final del partido contra Francia y en la decisiva tanda de penaltis,
recordaba con lágrimas en los ojos cómo tuvo que salir de su país cuando era un
jovencito pobre, para buscarse la vida en Inglaterra. En pocas palabras este
jugador resumía su destino y el de tantos como él. De la pobreza a la riqueza,
del olvido a la fama. Un sueño personal que a duras penas, forzadamente, se
quiere compartir con unos compatriotas enfervorecidos en un empeño sublimado de
gesta nacional.
Como era de esperar, en Argentina
se ha desatado la locura. El fútbol ofrece satisfacciones de las que carece
pese a sus inmensos recursos naturales y humanos. Se sacraliza el fútbol, se
diviniza a sus figuras y se viven sus éxitos como tesoros colectivos. No es de
extrañar: ha sido útil compañero de viaje del peronismo, de la dictadura
militar, de la débil democracia recobrada y, ahora, de esta República post-peronista
, de nuevo endeudada y empobrecida.
Estos héroes de infancia mísera y
presente millonario juegan lejos del solar patrio. El año en que Argentina ganó
el primer Mundial, el organizado bajo la Junta Militar, todos los jugadores
pertenecían a clubes nacionales, menos uno (la superestrella Mario Kempes, que
militaba en el Valencia). En el segundo triunfo mundial (1986), ya eran cinco
los integrantes de la selección que hacían fortuna lejos del país, con Maradona
a la cabeza. En Qatar sólo uno de los 26 futbolistas del plantel juega en
Argentina (el tercer portero que, dicho sea de paso, no ha disputado ni un solo
segundo); el resto tiene contratos sustanciosos con clubes europeos (uno con un
norteamericano). El sentimiento patriótico tan exageradamente exhibido queda ahogado
en un patrioterismo retórico que apenas trasciende el canto colectivo del himno
nacional antes de cada partido.
PERÚ: EL GRITO DE LA MISERIA
Mientras Argentina delira con el
éxtasis deportivo, en la no tan cercana Perú se viven días de agitación social.
Allí, ni siquiera se puede aplicar el bálsamo balompédico, porque la selección
nacional quedó fuera de la fase final y atraviesa por una larga decadencia
deportiva.
La destitución y encarcelamiento
del Presidente Castillo, tras un desesperado y todavía no explicado intento de
reconducirse en el poder frente a la hostilidad del Congreso, ha dado lugar una
enérgica protesta social en las regiones andinas más pobres. No está claro que los
protagonistas de la revuelta sean necesariamente partidarios o militantes próximo
a Castillo. Más bien parece que se trata de un pronunciamiento contra los
aparatos tradicionales de un poder elitista y desprestigiado hasta la náusea.
La corrupción o el abuso de poder han sido los instrumentos que la casta
gobernante ha esgrimido en sus internos ajustes de cuentas en los últimos años.
La pulcritud institucional, que el Presidente había vulnerado con la disolución
apresurada del Legislativo, no les dice nada a quienes deben luchar cada día
para sobrevivir.
La victoria de Castillo, hace poco
más de un año, se interpretó como una corriente de aire fresco, que se quedó en
soplo. Este profesor de primaria ha sido poco más que un aprendiz de iluminado
sin partido real, sin bases estructuradas, sin equipo coherente. Una presa fácil
para los lobos que habitan en los círculos de poder real en Lima. Sus gruesos
errores, las malas compañías y unos colaboradores sin un mínimo concepto de
lealtad han enterrado su quimera milenaria. Una muerte política anunciada.
La gobernante interina es la
hasta ahora Vicepresidenta, Lucia Boluarte, una funcionaria de cierta
consideración en el Estado peruano, que pasó de ser compañera de viaje a encarnar lo que los partidarios de Castillo
consideran como “traición”. En los primeros momentos de la crisis quiso estirar
su mandato hasta el límite que tenía asignado el presidente depuesto (2026),
pero la revuelta social le ha obligó a acortar los plazos electorales a 2024 (2).
Habrá que ver si es capaz de mantener los planes. De momento, la policía se
está empleando con una virulencia que ya ha sido denunciada como excesiva (3). Lo
de siempre.
En 2008 visité Perú para hacer un
programa sobre un país al que sus élites promovían como la nueva joya del
Pacífico. Con orgullo, se disponía a acoger la Cumbre anual de los países de la
APEC, una zona intercontinental de libre cambio. Gobernaba por entonces el APRA,
el partido más estable desde la independencia, adscrito confusamente a la
Internacional Socialista, pero en la práctica declaradamente liberal, como
tantos otros de la misma divisa, en América y en Europa. El primer ministro del
momento, Jorge del Castillo, me desgranó las venturosas cifras que sancionaban
los éxitos de su política económica. Pero no podía explicarme por qué el índice
de pobreza, marginación y atraso se reducía tan despacio, apenas imperceptiblemente.
Tuve ocasión de visitar entonces precisamente algunas de las zonas que ahora se
revuelven contra una operación política de la que desconfían profundamente,
aunque no tomen un partido definido en la reciente disputa. La inmensa mayoría
de la población de esas regiones eran entonces completamente ajenas a la
satisfacción de su jefe de gobierno. Como tampoco entienden o les importan los
remilgos de unos legisladores más preocupados de salvaguardar sus intereses que
de ofrecer soluciones para los más desfavorecidos del país.
El estallido social de estos días
en Perú es la expresión, quizás efímera, de un hartazgo social, de algo
fieramente opuesto a ese orgullo deportivo que enardece estos días a los
argentinos. Messi se deja enfundar en la túnica de quien le paga, pero el
misero campesinado peruano del otro lado del subcontinente vive aplastado debajo
el poncho (al cabo, una túnica andina) que ha sido el emblema de una miseria de
siglos.
NOTAS
(1) “What
Lionel Messi reveals about geopolitics”. CATHERINE OSBORN. FOREIGN POLICY, 2
de diciembre.
(2)
“Castillo’s ouster is not the end of Peru’s political crisis”. SIMEON
TEGEL (periodista británico residente en Lima), FOREIGN POLICY, 16 de
diciembre.
(3) “Deriva autoritaria en la crisis institucional del
Perú”. IPS, 19 de diciembre.
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