11 de enero de 2023
Es pronto aún para conocer el
origen, alcance y responsabilidades de los acontecimientos del 8 de enero en Brasilia.
El impacto escénico de miles de personas irrumpiendo en los edificios (vacíos)
de los tres poderes del Estado sitos en la explanada mayor de la otrora futurista
capital de la República se asemeja tanto al ocurrido hace dos años en el
Capitolio de Washington que resulta imposible desvincularlos, aunque haya notables
elementos diferenciadores.
En ambos casos, se trató de una
exhibición de elementos extremistas de derechas convencidos de que se había
producido un fraude electoral. O autoconvencidos, a partir de las denuncias
infundadas del candidato perdedor. En uno y otro lado, una aparente acción espontánea
generó sospechas confusas sobre su organización y el respaldo de fuerzas
maniobrando en la sombra. En ambos casos, se evidenció una falta de previsión,
primero, y luego de pronta respuesta por parte de los efectivos policiales,
desbordados por completo ante el empuje de los asaltantes. Los dos supuestos
inspiradores de las turbamultas se mantuvieron a resguardo: Trump, atrincherado
en la Casa Blanca; y Bolsonaro, oportunamente alejado en los aledaños de
Disneylandia, muy cerca de la residencia de su “amigo”, en Florida). Ni uno ni
otro se decidió a encabezar la revuelta pero los dos evitaron condenar expresamente
a sus participantes.
DISFUNCIONALIDAD EN WASHINGTON
Dos años después, en Washington
aún están por depurar las responsabilidades, tras una larga y excitante investigación
parlamentaria que ha puesto en evidencia la deriva antidemocrática del Partido
Republicano. No sólo eso: lejos de la triunfalista aseveración de la victoria
de la democracia, realizada por el Presidente Biden en su toma de posesión, dos
semanas después del asalto al Capitolio, se han reforzado las crecientes disfuncionalidades
del sistema político.
Los decepcionantes resultados del
Partido Republicano en las legislativas de noviembre lejos de contener han
alentado aún más a las facciones ultraconservadoras. El espectáculo de la
elección hasta catorce veces fallida del Presidente de la Cámara de
Representantes, este mismo mes, refleja el clima de escisión y revuelta en el GOP (Great Old Party). Las amplias
concesiones que Kevin Mc Carthy ha tenido que hacer para obtener finalmente el
puesto anuncia otro periodo de combate por el control del partido y contra la
Casa Blanca (1). La derecha norteamericana es rehén de un grupo extremista (con
o sin Trump) decidido a obstruir la democracia y a reforzar el control que
ejercen las minorías en el tejido político nacional (2).
Más allá del turbio mundo de
Washington, en estos dos años se han multiplicado las iniciativas en numerosos
estados para discriminar los derechos de elección de los ciudadanos. Y
mientras, en la calle, han aumentado los casos de violencia policial y las medidas
adoptadas para prevenir muertes provocadas por el uso privado de armas de fuego
han resultado insuficientes. Por no hablar de las nuevas brechas de desigualdad
generadas por los efectos de la COVID y por la espiral inflacionista derivada de
las decisiones adoptadas tras la invasión rusa de Ucrania.
Sostenía hace unos días la historiadora
Anne Applebaum que Estados Unidos se ha convertido en ejemplo de lo peor, para
el resto del mundo, y en particular para el hemisferio occidental (3). En parecidos
términos se expresaba un comentario editorial de LOS ANGELES TIMES, uno de los
principales diarios norteamericanos (4). Son valoraciones coincidentes con
otros medios liberales, que han sido, durante décadas, bastante complacientes
con el sistema, imputando los defectos a los individuos, a dirigentes desviados,
pocos o muchos, o en todo caso a las burocracias o aparatos de poder, y menos a
la naturaleza y fundamento del orden político.
EL ECO DISTORSIONADO DE BRASILIA
En los acontecimientos de
Brasilia hay una imitación del 6 de enero norteamericano, por una evidente
simpatía entre Trump y Bolsonaro, los dos presidentes populistas derrotados en
las urnas, elementos extraviados del sistema pero productos ambos del mismo. Entre
los white trash asaltantes del Capitolio y las masas mayoritariamente
evangélicas e interclasistas que tomaron los edificios de Planalto hay
concomitancias ideológicas más o menos difusas y abismales diferencias sociales
y culturales. Les une, eso sí, una supina ignorancia del mundo en el que viven,
una intoxicación axiológica perversa y una frustración social peligrosa, como
apunta el periodista norteamericano Jack Nicas, buen conocedor de Brasil (5).
No terminan de entenderse muy
bien las pretensiones reales de ambas masas supuestamente manipuladas. Parece
muy evidente que las posibilidades de forzar una alteración en los procesos
institucionales de transmisión del poder eran remotas, salvo un desfondamiento general
de los mecanismos del Estado. El alejamiento de la realidad se antoja insuficiente
para explicar un comportamiento tan errático. ¿Creían, unos y otros, que su actos
de heroísmo serían suficientes para generar un vuelco político que revirtiera
el robo electoral que, a su juicio, se había producido? ¿O, más allá del
resultado de sus acciones, se daban por recompensados sólo con la denuncia ejemplarizante
de su sacrificio?
Decía Lula al día siguiente del
asalto a la explanada de los tres poderes que se había producido un intento
de “golpe de Estado”. Posiblemente sea así, aunque aún no se perciban por ahora
los contornos de una acción semejante. Que haya no solo irresponsabilidad, sino
más bien complicidad policial, que se aviste colusión más que negligencia política
del gobernador de la capital y de otras autoridades encargadas de proteger el
orden público, que se detecten líneas de financiamiento en el traslado y
encaminamiento de los asaltantes no quiere decir que hubiera un plan definido
de asalto del poder. Si así fuera, los cerebros han sido absolutamente incompetentes.
Es sabido que los golpes a veces fracasan, porque se rompe la cadena de
afecciones, por delación o por accidente. Pero en Brasilia no parece que se
trate de eso. Más bien da la sensación de que los asaltantes y/o sus inspiradores
pretendían crear un clima de insurrección, propiciar un shock colectivo
que generara una dinámica de revuelta general. En todo caso, una alucinación, más
que un plan político. Un deseo de golpe más que un golpe en sí.
Por todo ello, de momento parece
mas verosímil contemplar lo de Brasilia como un motín no necesariamente
espontáneo, puesto que hay pruebas y rastros de incitación, pero en todo caso
desestructurado. Ha abonado sospechas sombrías la tolerancia de la cúspide
militar ante la concentración de miles de seguidores bolsonaristas junto a cuarteles
distantes menos de diez kilómetros de los edificios institucionales. El excapitán
incorporó uniformados a su equipo de gobierno, prodigó elogios a los militares
y guiños a su condición de eventuales salvadores de la Patria. Encontró cierta
respuesta en estamentos castrenses, pero el espíritu de las asonadas militares
no es propio de estos tiempos. Washington no ampara, y menos secunda, financia
o propicia golpes de Estado de esa naturaleza, como en los años sesenta y
setenta, para proteger sus intereses en el Hemisferio. Ahora, el libreto es
otro, como señala el sociólogo portugués Boaventura de Sousa Santos, observador
atento de Brasil (6).
Las amenazas a la democracia
brasileña, por el contrario, no han cambiado. Proceden de los principales
sectores económicos, en particular, del agrobusiness, como también ha
denunciado Lula de manera genérica. Las palancas que esos intereses tienen para
forzar la mano del nuevo gobierno son más alambicadas que el puro cuartelazo. En
la práctica, el sistema electoral propicia la ingobernabilidad, y más ahora, cuando
la acción presidencial puede ser fácilmente cortocircuitada en el Congreso por
una mayoría derechista abrumadora. La coalición que sostuvo la candidatura de
Lula sólo tendrá a su favor, en principio, a 81 de los 513 diputados y a 9 de
los 81 senadores. Y el Partido Liberal, el de Bolsonaro, que está menos aislado
de lo que ahora parece, será la minoría más numerosa en ambas Cámaras. El MDB
(Movimiento de la Democracia Brasileña), el partido más estructurado de la
derecha brasileña, apoyó a Lula y no a Bolsonaro en la segunda vuelta de las
elecciones presidenciales, Pero, para que se entienda bien la “fluidez” de las
alianzas políticas en Brasil, el destituido gobernador de Brasilia, sobre el
que recaen gran parte de las sospechas de colusión o complicidad en los
acontecimientos del 8 de enero, pertenece al MDB, no al partido del expresidente
derrotado.
En estos momentos, Lula parece reforzado, porque sus adversarios de la derecha o del difuso centro no querrán dar la menor impresión de simpatía con lo ocurrido y se prodigarán en protestas democráticas. Pero casi nada es lo que parece en la política brasileña, donde priman la ambigüedad, la falsedad y la maniobra torticera como método preferente de acción política.
NOTAS
(1) “How Kevin
McCarthy survive the GOP revolt to become House speaker”. WASHINGTON POST, 8
de enero; “House narrowly approves
rule amid concerns about McCarthy’s concessions”. THE NEW YORK TIMES, 10 de
enero.
(2) “What
is the House Freedom House? THE ECONOMIST, 9 de enero.
(3) “What the
rioters of Brazil learned from Americans”. ANNE APPLEBAUM. THE ATLANTIC, 9
de enero.
(4) “The newest
U.S. export -antidemocratic insurrection”. Editorial. LOS ANGELES TIMES,
9 de enero.
(5) “What
droves a mass attack on Brazil’s capital? Mass Delussion. JACK NICKAS. THE
NEW YORK TIMES, 9 de enero.
(6) “Brasil: advertencia a la navegación democrática”.
BOAVENTURA DE SOUSA SANTOS. OTHER NEWS, 10 de enero.
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