3 de enero de 2023
El azar ha querido que en apenas
unas horas hayan tenido lugar en Brasil dos eventos de solemnidad: la despedida
de Pelé y la toma de posesión de Lula como Presidente de la República por
tercera vez. Nuevamente, fútbol y deporte convergen. O mejor dicho: se vuelve a
visibilizar una convergencia permanente, pese a lo que a veces se sostiene con
descuido.
La agonía y muerte de Pelé han constituido
un fenómeno de identificación nacional, en un país atravesado por la incertidumbre,
que afronta una nueva etapa de su trayectoria colectiva, encomendado a Lula, un
político que surge del Brasil profundamente pobre y representa la ambición de lo improbable: la
superación, o al menos la reducción de la fractura social.
Pelé y Lula no son lo mismo,
precisamente. Ni por condición, ni por vocación. Pero, pese a ello, sus designios coinciden. Durante las exequias
fúnebres, el mejor futbolista de la historia brasileña ha sido elevado a
categoría divina ahora que ya no es de esta tierra. En vida, ya fue investido
con el tratamiento real. ‘O Rei’ no era sólo un apelativo futbolístico: indicaba
la necesidad de amplios sectores sociales de crear una autoridad indiscutible,
solemnemente respetada, venerada sin conflictos. Una sublimación, una ilusión,
como tantas otras con las que se construye el ideario nacional.
Lula representó originariamente
lo opuesto: la emergencia del Brasil sometido, marginado, explotado y escondido
a los ojos del mundo. La carrera política de este trabajador metalúrgico procedente
de las oscuridades marginales del paupérrimo nordeste nacional es un trasunto
de la aplastante estructura clasista del país. Una tenacidad envidiable le
permitió superar dos fracasos consecutivos antes de conquistar la cúspide
formal del poder. El Lula que llega a Planalto en 2003 no era un revolucionario,
ni siquiera un disruptor. Su proyecto fue siempre más mesiánico que
subversivo. Lula se postuló como sanador, no como cirujano. El objetivo conductor
de sus primeros mandatos fue reducir la pobreza con programas paliativos, no extirpar
las causas profundas que la originan y perpetúan. Los programas sociales en los
que se apoya su legado fueron rectificativos, pero también fácilmente reversibles,
como la realidad se ha encargado de demostrar: hoy la desigualdad en Brasil es
mayor que hace veinte años.
No todo debe imputarse al villano
Bolsonaro. Al no abordar las causas estructurales de la fractura social, los gobiernos
del PT dejaron indefensas las mejoras aparentes. Esta debilidad es un rasgo que
se replica en los mandatos reformistas de la primera década de siglo en la
región. En realidad, fue la alta demanda de materias primas nacionales por
parte de las potencias emergentes, singularmente China, lo que propició la eclosión
de algo parecido al Estado de Bienestar en una zona que nunca había conocido
algo semejante, si exceptuamos el periodo del primer peronismo (asimismo bendecido
por un fenómeno similar durante la posguerra mundial).
Lula vuelve a un Brasil que es
básicamente el mismo con que se encontró al acceder por primera vez al poder,
no al que él dejó. Si acaso, las condiciones son peores que entonces. Los
efectos de la COVID y la crisis internacional derivada de la guerra de Ucrania
han dejado las arcas del Estado en situación exangüe. Las cifras oficiales de
crecimiento son engañosas: están dopadas por las medidas electoralistas del presidente
saliente, en un esfuerzo oportunista pero inútil por impedir su derrota. El
crecimiento real este año no se prevé mayor del 1%, a la espera de lo que haga
el ejecutivo entrante, sobre lo que hay más dudas que certezas, debido a la
incertidumbre reinante (1).
Los observadores esperan un arranque
prudente de Lula, similar a lo que ocurrido en su segundo mandato. Medidas más
mediáticas como el refuerzo de la protección ecológica (freno de la deforestación
de la Amazonía) y promulgaciones de derechos sociales ayudarán a visibilizar la
superación del oscuro periodo ultraderechista.
Las políticas de nivelación social
serán más dificultosas. El equipo de Lula está negociando con la miríada de
partidos de centro y derecha que dominarán el Parlamento una modificación de la
enmienda constitucional que estableció un techo de gasto público indexado a la
inflación del ejercicio anterior. Esta medida fue impuesta durante el golpe blando
que acabó con el mandato de Dilma Rousseff, sucesora y correligionaria de Lula
tras la pavorosa crisis financiera de mediados de la década anterior. La suerte
de Lula III se moverá entre el pacto y el chantaje. La aparente bonanza de
estos tres meses, desde la elección presidencial, no deber ser interpretada
como un signo de cooperación razonable, al menos de momento, sino como una
ambigua velada de armas.
La ambigüedad es un estilo muy
propio de las élites brasileñas. Bolsonaro ha sido un ejemplo de lo contrario y
por eso ha fracasado en gran medida. Frente a la violencia brutal de las estructuras
sociales, el poder real ha solido imponer una representación engañosa de la
realidad. Eso lo interpretó muy bien Lula, después de sus primeros fracasos
políticos, y todo indica que se atendrá a ese libreto también ahora.
Lo hizo también Pelé, cuando ya
empezaba a perfilarse su estatura de héroe nacional. En las vísperas del
Mundial de México de 1970, la dictadura militar brasileña vivía momentos de
zozobra, con revueltas sindicales y sociales. El gobierno del general Medici
necesitaba un éxito deportivo de gran calibre para anestesiar el malestar, o
para desviarlo hacia la sublimación nacional. Sin embargo, el previsible equipo
brasileño no parecía dotado para esa tarea. Y, además, el régimen militar tenía
un enemigo interior que derrotar: el seleccionador, Joao Saldanha, era un militante
público del Partido Comunista. Tres meses antes del Campeonato fue destituido y
reemplazado por el más acomodaticio Mario Zagalo.
Pero las esperanzas de los
militares brasileños estaban puestas en Pelé, ya campeón mundial en 1958 y
1962. La coronación definitiva e incontestable del astro brasileño pasaba por
ganar en México. Se confiaba en que la suerte deportiva ayudaría a superar, al
menos durante un tiempo, las dificultades del régimen (como ocurriría años después
en Argentina).
Pelé no se desmarcó de esta
utilización grosera del fútbol como palanca política. No lo tenía fácil, pero
otros compañeros de éxitos deportivos, como Garrincha, tuvieron una actitud mucho
más comprometida y combativa. El número 10 se abonó a la ambigüedad brasileña.
O más bien se plegó a la utilización discreta del triunfo, compareciendo con
los generales en actos masivos de celebración. Arrepentido o avergonzado, Pelé
se fue alejando del régimen militar, hasta el punto de ser considerado un “traidor”
por no querer participar en el Mundial de 1974, en el que Brasil fracasó. Más tarde
confesaría que “mentiría si dijera que en 1970 yo ignoraba que entonces se torturaba
en Brasil”. El corresponsal de LE MONDE en Brasil recoge éstos y otros
testimonios en una crónica espléndida sobre el doble juego del futbolista, que
contrasta con los tontorrones excesos elogiosos propios de las despedidas
acríticas (2).
Después de su etapa como jugador
en activo (con etapa final en el Cosmos, el primer intento de Estados Unidos
por introducirse en el mercado futbolístico mundial), Pelé insistió en esa
conducta indefinida o contradictoria, que consistía en evadirse de los
pronunciamientos más comprometidos y apuntarse a fáciles denuncias del racismo
(sin señalar a los responsables de quienes lo propician). Aceptó el Ministerio
de Deportes que le ofreció el Presidente Fernando Henrique Cardoso, un centrista
que acabó escorado claramente a la derecha.
Al cabo, Pelé ha sido despedido
en el fervor popular, reflejo de la memoria volátil de las masas fácilmente manejables,
y Lula ha sido saludado con más entusiasmo fuera que dentro, no tanto como
exponente de un cambio social profundo sino como héroe de una restauración
democrática, que importa más a los medios y académicos occidentales que a los
millones de brasileños atrapados en la pobreza y la desesperación. La banalidad
de los éxitos deportivos sigue movilizando más que las promesas racionales de una
lenta mejora de las condiciones de vida. Lo primero es efímero pero palpable.
Lo segundo suele ser resuelto en la decepción.
NOTAS
(1) “Brazil’s new President faces a fiscal
crunch and a fickle Congress”. THE ECONOMIST, 31 de diciembre.
(2) “Mort de Pelé: les ambigüetés
politiques du ‘roi’ du football, loin des terrains”. BRUNO MEYERFELD. LE
MONDE, 31 de diciembre.
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