2 de Noviembre de 2023
La abominable actuación de Israel
en Gaza está avivando una vieja polémica sobre el antisemitismo. Se trata de
una de las argucias más equívocas en el debate público sobre relaciones
internacionales.
Existe una base histórica real,
que no se limita a los crímenes espantosos del III Reich y otros regímenes
fascistas y autoritarios colaboracionistas con la Alemania nazi durante los
años treinta y cuarenta. La persecución de los judíos es una constante histórica
desde que el cristianismo se hizo hegemónico en Europa. La Iglesia católica no
sólo lo alentó y ejecutó en su ámbito de influencia y poder. El origen
religioso del antisemitismo vino acompañado desde muy pronto con otros factores
de carácter económico y social, lo que resultó de enorme efectividad para movilizar
a las masas no religiosas o paganizadas por los regímenes autoritarios. En el
III Reich la persecución de los judíos se sustentaba en supuestos abusos
cometidos contra el pueblo y la nación alemanes, pero el sustrato religioso
operó con gran eficacia.
La pasiva, lenta o tímida
reacción de las democracias liberales europeas ante la judeofobia respondió
a motivaciones similares, bajo la cobertura moralista de las manipulaciones
católicas. Cuando se hizo pública la monstruosidad de los crímenes nazis, se
generó una conciencia de culpa delegada y de malestar político que indujo al
liberalismo triunfante de la posguerra a efectuar gestos de disculpas hacia los
ciudadanos judíos y a respaldar reivindicaciones políticas, lideradas por el
sionismo, que no habían sido atendidas en décadas anteriores, salvo en
manifestaciones teóricas (Declaración Balfour, 1917), sin consecuencias
prácticas. En ese contexto histórico se promovió el Plan de partición de
Palestina, sancionado por la ONU en 1947.
En aquella decisión no sólo
influyó la mala conciencia ante la Shoa, sino la presión ejercida por una
vanguardia de militantes judíos sionistas en forma de acciones armadas
intimidatorias en Palestina. Organizaciones como la Haganah (Ejército
judío de liberación, conectado con el proyecto de Estado sionista) y otras más
irregulares o extremistas (Stern, Irgún) usaron el antisemitismo
histórico de la Europa colonial como argumento justificativo de su lucha
armada.
Una vez triunfante, el sionismo
se movió durante una década en un ambiguo terreno de neutralidad o evasión ante
las tensiones de la Guerra Fría. Israel mantuvo buenas relaciones con Estados
Unidos (debido al poder de la comunidad judía), pero también con la Unión
Soviética (que veía con muy buenos ojos la orientación socializante de los
dirigentes laboristas dominantes en esta primera etapa del nuevo Estado). No
tanto, en cambio, con las potencias europeas colonizadoras, que nunca
renunciaron a seguir ejerciendo en Oriente Medio el poder y la influencia de
que gozaban aún en África y Asia. Esta tensión subyacente desembocó en la
guerra de Suez (1956), que sancionó el declive del caduco neocolonialismo
europeo en la región, en gran parte por el apoyo de EE.UU a Israel y Egipto, en
detrimento de sus aliados europeos.
La equidistancia de las
superpotencias duró poco. El colectivismo israelí se orientó primero hacia
formas socialdemócratas y luego social-liberales, en todo caso ajenas al modelo
estatista ruso. La identidad judía de notables disidentes rusos facilitó que el
ateísmo marxista se impusiera como referencia culpabilizadora frente a Moscú.
La URSS pasó a ser considerada como una superpotencia antisemita. El apoyo
soviético a los árabes en las guerras de 1967 y 1973, cúspide de poder regional
de Israel, consolidó este relato rentable tanto en los ámbitos diplomáticos
como intelectuales y culturales.
Los ensayos de paz en Oriente
Medio desde finales de la década de los 70 fueron frustrantes, debido en gran
parte a la negativa reiterada de Israel a ceder territorio conquistado por la
armas. La percepción de la inseguridad fue aducida para justificar su
inflexibilidad diplomática. Israel se militarizó y asumió con entusiasmo su
papel de gendarme occidental en la región, en connivencia con Estados Unidos,
aunque en Washington fueron siempre conscientes de la necesidad de adoptar una
apariencia de equilibrio para debilitar una contradictoria y equívoca relación entre
la URSS y los derrotados países árabes. Egipto fue el primer país árabe que se
dio cuenta de que el tutelaje de Moscú no conducía a parte venturosa alguna y
arriesgó un giro político que a las masas, tanto tiempo manipuladas, les costó aceptar.
Sadat pagó ese cambio con su vida.
Cuando la inserción del conflicto
árabe-israelí en la dinámica bipolar de la Guerra fría empezó a debilitarse,
Europa adoptó una posición de cierto equilibrio, no tanto por convicción cuando
por necesidad. Los dos shocks petroleros provocados por el boicot árabe tras la
“guerra del Yom Kippur” (1973) y los efectos de la revolución en Irán (1979) arruinaron
la prosperidad europea trabajosamente construida durante los años 50 y 60. La
nueva “sensibilidad” hacia la “causa árabe”, y en particular hacia el drama
palestino, provocó otra respuesta hostil en Israel, que sacó de nuevo el
argumentario del antisemitismo, cada vez que en foros diplomáticos, políticos o
culturales se reclamaba una revisión del status quo territorial en la región.
Tras la desaparición de la URSS,
Europa reforzó ese papel de equilibrador aparente en el conflicto regional. El
eje franco-británico se había roto de manera definitiva en los ochenta, con el
triunfo del conservadurismo extremista en Londres y la llegada al poder de los
socialistas (que intentaron conjugar el apoyo a las dos causas) y comunistas
(aliados románticos de la resistencia armada palestina), en París. Alemania se
desgarraba entre el complejo de culpa por el nazismo y su alta dependencia del
petróleo árabe como motor de su industria hegemónica en Europa. Israel
aprovechó las debilidades económicas y estratégicas europeas para hurgar en las
ulceradas conciencias y deslegitimar cualquier posicionamiento político y
diplomático que tendiera a respaldar las reclamaciones de sus vecinos.
El fracaso de la posguerra fría y
del nuevo orden internacional alentó la emergencia de una corriente política
que parecía superada: el nacionalismo identitario, anclado en el racismo y en
la visión más reaccionaria de la civilización cristiana.
Si en estas últimas décadas se ha
podido detectar antisemitismo real ha sido con la eclosión de este neonacionalismo.
Pero, contrariamente a épocas anteriores, esta corriente política no se ha
posicionado en contra de los intereses estratégicos de Israel, ni siquiera de
los judíos en general. Antes al contrario, el antisemitismo se ha orientado
hacia la islamofobia. Al cabo, semitas son tanto los israelíes como los
palestinos, conviene recordar. Por tanto, cuando Israel y sus protectores
airean el fantasma del antisemitismo señalan al el que les agrede, pero callan
ante el que les favorece. El antisemitismo verdadero dirigido hacia los judíos
en Europa es marginal.
El ataque de Hamas contra Israel
del pasado 7 de octubre se ha convertido en una ocasión oportunista para
rescatar el antisemitismo en su orientación antijudaísta, debido a que,
después de muchos años, Israel puede presentarse como víctima ante una
confundida opinión pública internacional. La brutal ejecución de ciudadanos
civiles y desarmados autorizan a dirigentes políticos y grupos mediáticos a
calificar esos actos de terrorismo, lo que conecta con unas sociedades
traumatizadas por la oleada violenta del islamismo extremista de la década
pasada. Pero se omite o mínima (según los casos) que la brutalidad de Hamas se
produce tras una ocupación prolongada y sofocante, debido a su impunidad
blindada, ante la que la mal llamada Comunidad Internacional no ha tenido más
que palabras inanes e hipócritas.
Casi nadie se ha atrevido, en
esos momentos dominados por la emotividad, a contextualizar debidamente los
últimos acontecimientos. Y cuando alguien lo ha hecho, incluso de forma
cautelosa y diplomática, como el Sº General de la ONU, Antonio Guterres, alarmado
por la dimensión injustificable de la venganza,
Israel ha reaccionado como suele: sin cortapisas diplomáticas, con amenazas explícitas y la
arrogancia de quien se sabe libre de cualquier sanción exterior efectiva. El
embajador israelí ante la ONU, Gilad Erdan, ha incurrido en el esperpento al prenderse en
la solapa una estrella amarilla, como la que se imponía a los judíos en los
campos nazis, con el lema “Nunca más”. Días antes, este diplomático,
perteneciente a la derecha dura israelí, había reclamado la dimisión de
Guterres con un destemplado lenguaje ajeno a su función. El gesto ha sido
condenado por el propio director del Museo del Holocausto de Israel (Yad
Vashem) por considerarlo una irrespetuosa manipulación de aquella tragedia.
El primer ministro Netanyahu, ha
sido más sibilino en la utilización del antisemitismo como arma propagandística.
En vez de un ataque directo, ha establecido analogías incómodas para los
occidentales que reprochan a Israel falta de humanidad. En su última rueda de
prensa, comparó los bombardeos incesantes de Gaza con los que realizaron los
aliados al final de la Segunda Guerra Mundial. Con ello no sólo pretendía
justificar la muerte de inocentes (incluso niños y enfermos), sino equiparar de
nuevo a los nazis con los islamistas de Hamas.
El arma del antisemitismo se
cuelga a todo aquel que no comulga con métodos impropios de un Estado
civilizado para conservar su control sobre territorios que sólo le pertenecen
en el imaginario bíblico. Resulta gratificante, entre tanta impostura, que
grupos judíos en Estados Unidos y otros países occidentales se hayan desmarcado
sonoramente de la masacre israelí de estas semanas, en coherencia con una línea
crítica que se viene manifestando desde la deriva extremista en Israel.
Igualmente positiva es la denuncia de la campaña de acoso, violencia y
expulsión de los palestinos de sus tierras que practican los colonos judíos
radicales, con la protección de unidades militares regulares.
En Europa, en cambio, el uso
propagandístico del antisemitismo ha correspondido a la derecha más
conservadora, otrora hostil al judaísmo y hoy cómplice intelectual de la
desproporcionada respuesta israelí a los atentados de Hamas. Los afectos a ese
rancio cristianismo que pintó a los judíos como los verdugos de Cristo son hoy
los más ardientes defensores de un Estado cuya mayoría de dirigentes quiere
convertir en “patria” exclusiva de los judíos, a hierro y fuego. Es el caso de los
evangelistas protestantes americanos (más pro-sionistas que los judíos
locales más jóvenes). O de los católicos españoles herederos sin desagrado de
un franquismo que combatía un fantasmal complot judeo-masónico y
defendía el arabismo más reaccionario. O los tributarios de los fascistas
italianos, nunca incómodos con un Vaticano evasivo (colaboracionista tácito, en
realidad) con los nazis. O el de tres generaciones de alemanes atormentados por
un pasado atroz, pero muy permisivos ante el reciclaje de nazis emboscados en los
partidos democristianos de la milagrosa posguerra.
La enorme falacia de cubrir con
el sambenito del antisemitismo a todo el que se resista aceptar el crimen de
guerra como instrumento de poder político y militar resulta preocupantemente
eficaz en una Europa asustadiza e incoherente en sus aspavientos moralizantes.
Es asombroso, por no decir otra cosa, que esa Europa se escandalice ante las
barbaridades rusas en Ucrania y mitigue la escalofriante actuación de Israel
con el “derecho legítimo a la defensa” . Al limitarse a pedir con notable
debilidad la apertura de “corredores humanitarios” en Gaza, oculta lo
importante (la violencia sistémica de la ocupación) detrás de lo urgente (el
alivio claramente insuficiente de la atormentada población palestina).
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