30 de abril de 2015
Después
del enésimo estallido de violencia urbana por motivaciones policiales, raciales
y/o sociales, en este último caso en la
explosiva ciudad portuaria de Baltimore, el Presidente Obama pidió a
la nación un “examen de conciencia” sobre las causas profundas de esta lacra.
Tal
empeño nunca se cumplirá o, en el mejor de los casos, no valdrá para nada. Lo
más tremendo del asunto es que a nadie mínimamente informado le ha podido
sorprender ni mínimamente lo ocurrido.
Hay
cientos casos como el de Baltimore en los Estados Unidos, pero esta
ciudad del estado de Maryland tiene además sobre sí el haber sido
magistralmente expuesta en la serie THE WIRE, una de las favoritas del
Presidente, precisamente por todos esos factores que la han llevado estos días
a las portadas noticiosas. Esta producción televisiva presentaba un paraíso de estupefacientes,
de narcotraficantes arrogantes, de fortunas ilegales lavadas, de
policías corruptos o directamente criminales, de políticos pervertidos, de
periodistas descuidados o comprados, de ciudadanos desengañados y cínicos.
Para
que se produjera un estallido de violencia en la ciudad sólo hacía falta una
“chispa”, dice el corresponsal de LE MONDE (1). En realidad, chispas saltan a
diario. Lo que desencadena el infierno es que esa chispa sea transmitida. Y
para eso ya no es preciso una cámara profesional de televisión: con el video
escuálido de un teléfono móvil es más que suficiente.
Los
últimos disturbios con motivaciones policiales/raciales/ sociales (Ferguson, North
Charleston, Baltimore) pueden dar una sensación de que el problema se ha
agravado, que hay una degradación de las prácticas policiales, un empeoramiento
de la convivencia. No parece ser así. Obama lo dijo certeramente el otro día:
lo que ocurre no es “nuevo”, se ha estando gestando durante mucho tiempo, es
casi imposible que no enseñe la cara de vez en cuando. Una chispa propalada por
cualquier medio electrónico es el principio del caos.
Con
respecto a la brutalidad policial, los antecedentes de Baltimore son pavorosos.
THE WIRE no descubrió nada: lo enseñó al país y al mundo. Un diario
local, THE BALTIMORE SUN, publicó en otoño pasado unas cifras escalofriantes
sobre la conducta de las fuerzas locales de seguridad. En los últimos cuatro
años, se han producido un centenar de sentencias o resoluciones judiciales condenatorias
de la policía por malos tratos, brutalidad y violación de derechos
civiles. El catálogo de consecuencias es
pavoroso: huesos quebrados, órganos dañados, traumas cerebrales e incluso
fallecimientos (2).
Esta
realidad, apabullante en Baltimore, encuentra réplica en otros muchos lugares
de del país. El Departamento de Justicia
ha abierto 21 expedientes de investigación por presuntas conductas delictivas
de cuerpos de policía local y en quince de ellos se ha visto obligado a
establecer programas pactados de reformas. Pero como han denunciado numerosas
publicaciones progresistas e incluso moderadas en Estados Unidos, no existe la
voluntad política suficiente o los recursos no parecen los adecuados para
conseguir resultados de forma más rápida y contundente.
Para
entender lo ocurrido, conviene combinar la perspectiva racial con
la social. La realidad de estos suburbios urbanos norteamericanos no distan
mucho de la de algunos europeos donde se agolpan inmigrantes y marginales. La
capacidad (y en algunos casos, la voluntad) de las autoridades no son muy
diferentes a uno y otro lado del Atlántico. La cuestión racial es decisiva pero
no exclusiva. Como sostiene un periodista de la radio pública norteamericana,
de gran calidad, esta explosión de Baltimore es más un conflicto de clase que
un conflicto racial, porque la policía y el Ayuntamiento están dirigidos por
negros (3).
Muy cierto. No
obstante, un reciente estudio titulado “Beyond Discrimination: Racial
Inequality in a post-racist Era” (4) analiza el peso de las instituciones en la conformidad de una mentalidad
discriminatoria incluso sin pretenderlo directamente. Uno de autores es o ha sido
un alto responsable de la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad John
Hopkins, una de de los orgullos de Baltimore, de esas joyas que apenas si
aparecen citadas de pasada en el sórdido mundo real que magistralmente retrató THE
WIRE.
EL
PELIGRO ESTÁ EN CASA
En
un país durante años traumatizado por un atentado, cuya gravedad, indiscutible,
fue desproporcionadamente amplificada por un impacto visual directo y un
tratamiento mediático y político desbocado, la violencia cotidiana transcurre
con increíble normalidad.
El
principal enemigo de Estados Unidos no es exterior, en este momento, el
‘terrorismo yihadista”, como propalan políticos, especialistas y medios más o
menos cómplices de un sistema de propaganda engañoso. El terrorismo que vive
cada día el norteamericano medio (aunque ‘técnicamente’
no adquiera tal nombre) habla inglés, consume hamburguesas, se divierte en el
fútbol o en el béisbol y reza en las iglesias. Y, en muchos de los casos, viste
uniforme pagado por los contribuyentes.
La
apelación a la calma después de conocerse el último episodio de bestialidad policial en Baltimore (el joven
fallecido tenía rota el 80% de su columna, unos daños que no pueden ocasionarse
sin un maltrato descontrolado) es una reacción lógica, necesaria y sensata.
Pero no debe extrañarnos su futilidad. Los espasmos de revancha perjudican
sobre todo a la comunidad afro-americana más pobre porque consolida visiones
prejuiciosas no sólo sobre su conducta en un momento y un lugar concretos, sino
acerca de su “naturaleza” o "condición".
En lo visto estos días, hay
otros elementos secundarios pero también inquietantes. En particular, el
tratamiento de heroína que le he dado la prensa sensacionalista a la madre que
golpea a su hijo en público para llevarlo a casa, después de haberlo visto en
televisión participando en los disturbios. El diario NEW YORK POST, del magnate
Murdoch no tuvo empacho en titular que
mejor que la Guardia Nacional, lo que habría que desplegar son estas
madres. Al cabo, otra forma de hacer apología de una violencia familiar, de
baja intensidad. Se manipula sin escrúpulos el enfado o el nerviosismo de una
madre para presentarlo como un ejemplo de firmeza. Por supuesto, las causas que
originan los disturbios quedan minimizadas.
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