21 de Abril de 2015
La
última gran tragedia migratoria en el Mediterráneo ha desencadenado la habitual
reacción mitad emocional, mitad política en los gobiernos europeos. Con un
millar de muertos en un solo naufragio llenando portadas de periódicos y
pantallas de televisión, aumenta la presión de hacer lo que no se ha hecho o
rectificar lo que nunca quizás se debió hacer.
Los líderes de los 28 se aprestan ahora a reintegrar fondos que se redujeron, reconducir misiones (más recursos para salvamento y socorrismo, sin desatender el control y la vigilancia) y, last but no least, la propagación de un mensaje compasivo que intente conjurar la impresión de impotencia cuando no de indiferencia.
Los líderes de los 28 se aprestan ahora a reintegrar fondos que se redujeron, reconducir misiones (más recursos para salvamento y socorrismo, sin desatender el control y la vigilancia) y, last but no least, la propagación de un mensaje compasivo que intente conjurar la impresión de impotencia cuando no de indiferencia.
Se
trata de una reacción política y humanitariamente 'correcta', pero se nos debe aceptar
cierto escepticismo sobre su eficacia. Llama la atención que quienes deben
arbitrar, ampliar y mejorar las medidas de prevención, rescate, socorro y
atención reclamen la adopción de tales decisiones, como si no fuera ellos los
encargados de hacerlo. Y si no han sido capaces de hacerlo, un millar de
muertos más -y los que vendrán- no serán suficiente para cambiar la tendencia.
Hay
un desacuerdo profundo entre los países de la Unión sobre el tratamiento de la
inmigración, como es bien conocido. Cada cual se centra en la dimensión del
problema que más le afecta: los países del sur (o de 'frontera') demandan ayuda
para absorber y gestionar la llegada de
desesperados en condiciones miserables; los del norte, destinatarios
preferentes de los 'afortunados' que superan el filtro terrible del tránsito,
reclaman más firmeza a sus socios meridional en el control de las mafias que se
lucran con el éxodo y una mayor disponibilidad de acogida estable.
Por
debajo de estas discrepancias nacionales, subyacen las dos razones principales
que aplazan el afrontamiento eficaz del problema. Uno, el malestar social por
el fenómeno de la inmigración, en un contexto de crisis resistente; y dos, la
imposibilidad de mitigar las causas del éxodo incontrolado de personas.
Decía
el otro día un editorialista de THE GUARDIAN que "es nuestra antipatía
hacia los inmigrantes lo que mata en el
Mediterráneo". Es difícil no estar de acuerdo.
¿Activarían
los gobiernos una movilización como la de enero en París, tras el asesinato de
los humoristas de Charlie Hebdo? ¿Podría replicarse el grito "Todos
somos Charlie en otro que proclame "Todos somos náufragos"? Muy
Improbable, teniendo en cuenta la tensión social que ha generado la
inmigración.
En
casi todos los países europeos, los gobiernos templados (de centro-derecha o
centro-izquierda) están sometidos al acoso de fuerzas populistas xenófobas que
consiguen drenar cada vez más votos en sectores sociales muy afectados por la
falta de trabajo y la dificultad en acceder a compensaciones sociales por los
recortes de fondos. Los partidos templados, a uno y otro lado del espectro
político, se ven a menudo superados por una demagogia vociferante que prende en
algunos sectores de la población, bien porque se siente agobiados por la
crisis, bien porque comparten unos valores de exclusión.
Las
fuerzas políticas moderadas tratan de combatir esta presión xenófoba con una
combinación estéril de medidas compensatorias y un discurso bienintencionado.
El resultado es insuficiente. La salida de la crisis es desesperadamente lenta,
por decir algo. El inmovilismo en la estrategia de la austeridad resulta
devastador.
Y
si Europa no ha acertado con las políticas superadoras de la crisis en su
interior, aún menos puede esperarse de su capacidad para propiciar mejores
condiciones de vida en los países de origen. La presión migratoria está provocada por la
pavorosa situación de millones de personas en África (ante todo), Oriente Medio
y la periferia oriental europea, debido a la miseria y a las distintas formas
con que podemos llamar a la guerra (violencia, terrorismo, insurgencia,
rebeliones, conflictos étnicos). Ciertamente, la Unión financia programas de
cooperación y desarrollo bienintencionados, pero completamente insuficientes
frente a la enorme dimensión de los problemas.
El
ciclo que arroja a millones de personas a la huida desesperada y casi suicida es
infernal. A la falta absoluta de oportunidades que degenera en pobreza, se une el
egoísmo descarnado de las élites. Cuando esa situación insoportable provoca
protestas sociales, se practica un autoritarismo brutal y una violencia desmedida. En ocasiones, se
responde a la miseria y a la represión
con distintas manifestaciones de violencia, espontánea u organizada, que puede
o no adoptar el comportamiento del terrorismo. Cuando esa respuesta amenaza
intereses occidentales, allá o acá, los dirigentes europeos se apoyan en las
élites periféricas para combatirlo. Esta lógica perversa hace que, no pocas
veces, Europa se vea apoyando a los que, con su comportamiento, originan las
causas profundas de la inmigración.
No hay comentarios:
Publicar un comentario