20 de Abril de 2015
El
7 de mayo se celebran elecciones generales en Gran Bretaña. Los sondeos
señalan un empate técnico entre los dos partidos dominadores de la escena
política desde 1945, conservadores y laboristas. Pero, como ya ocurriera hace
cinco años, el bipartidismo como mecanismo de alternancia se antoja agotado. El
juego político deja de ser un match de tenis a dos. Se asemejará ahora
una partida de bridge, aunque con parejas intercambiables más que
estables. El panorama político se amplía. El pacto como instrumento
imprescindible para gobernar se incorpora a la cultura política británica.
Gran Bretaña
es el país europeo donde impera el sistema electoral mayoritario más rígido.
Para sumar asientos en el Parlamento hay que ganar, uno a uno, los 650
distritos en que se divide electoralmente el territorio. Ser el segundo da
igual a quedar el último: premio cero.
¿UN
SISTEMA ACABADO?
Es
clásico el debate que este sistema electoral ha suscitado durante décadas en
Europa: se trata de un sistema injusto, porque no refleja la composición
política real del país, pero es eficaz porque favorece mayorías de gobierno y,
por tanto, estabilidad.
Los británicos
no han tenido apenas interés en este debate, quizás porque el sistema
bipartidista parecía tan consolidado que las quejas de los perjudicados
encontraban poco eco en la ciudadanía. Pero una conjunción de crisis (económica,
social, institucional y política) ha corroído los fundamentos del bipartidismo,
no por la vía de un cambio de sistema electoral, sino del agotamiento del
contrato político vigente desde hace setenta años.
En
la época victoriana conservadores y liberales fueron los dueños del juego. Tras
la segunda guerra mundial, los laboristas sustituyeron a los desprestigiados
liberales en el duopolio político.
Tras la
victoria de Thatcher, un grupo de laboristas moderados se separó del partido
para formar otro al que llamaron Social-Demócrata. Para adquirir significación
decidieron, a finales de los ochenta, unirse a los liberales. De esa fusión surgió
el Partido Liberal Demócrata (lib-dem). Pareció que, por fin, los eternos
suplentes del juego político británico podrían saltar del banquillo y ocupar
la pista. El liderazgo enérgico de Paddy Ashdown mejoró sus expectativas
electorales. Pero uno de sus rivales reaccionó con viveza.
La emergencia de Tony Blair en el liderazgo
laborista propició un giro a la derecha en el partido. El Labour se
desprendió de viejos anclajes sindicalistas y de otros reflejos izquierdistas
más retóricos que reales. El discurso del miedo a las huelgas y
“chantajes” obreros dejó de engatusar a las clases medias cortejadas. La
victoria arrolladora de Blair en 1997 frenó el ascenso de esa nueva opción
centrista. Tuvieron que conjuntarse una serie de factores para que los
liberales-demócratas se encontraran con otra oportunidad, trece años después:
-El avance y la profundización de la integración europea.
El perpetuo dilema de los tories en su relación con el continente
terminó consumiendo muchas de sus energías, hasta abocarlos, en estos últimos
tiempos, a una crisis de hegemonía, por el ascenso del Partido de la
Independencia del Reino Unido (UKIP), populista, anti-europeísta y
anti-inmigración.
-La lenta pero inexorable crisis de
liderazgo conservador tras la fracasada sucesión de Margaret
Thatcher. John Mayor pasó con más pena que gloria por el 10 de Downing Street y los otros herederos de la
Dama de Hierro nunca consiguieron franquear esa puerta.
-El fiasco de la guerra de Irak y la
renuncia del laborismo a sus principios, en nombre de la confusa modernización
en que terminó disolviéndose el proyecto de Blair. La pérdida de
credibilidad del gran partido del centro izquierda británico provocó grietas
por las que se escurrieron millones de votos, que terminaron en distintos
remansos: liberales, en los barrios más acomodados de las grandes ciudades;
nacionalistas, en las tierras altas de Escocia; o en la tierra de nadie de la
abstención y el desengaño, en los degradados distritos obreros.
HACIA EL INEVITABLE
PACTO
Las elecciones
de 2010 confirmaron que el viejo mecanismo mayoritario (the first one takes all) no
era ya suficiente para asegurar el bipartidismo. Los
liberales-demócratas consiguieron los que se les escapó en los 80 y 90: ganar
en suficientes distritos para socavar el duopolio. En el pulso de líderes
bisoños que se libró en el centro-derecha, el liberal Clegg consiguió arañarle
suficientes votos al conservador Camerón para impedir que obtuviera la mayoría
absoluta.
Al final, los lib-dem
terminaron pactando con los conservadores por un cálculo de daños. Los
laboristas estaban más debilitados: la herencia de Blair manchaba más que la inexperiencia
de Cameron. Al cabo, esa apuesta no ha sido exitosa. La coalición ha terminando
desgastando más al partido minoritario. Los sondeos predicen la oxidación de la
bisagra política liberal el 7 de mayo,
en beneficio de la opción más derechista del espectro político. El UKIP puede
arrebatar a los lib-dem la tercera posición (en torno al 15%). Aunque el
sistema electoral reduzcan a los populistas a la marginación parlamentaria (no
se prevé que lleguen siquiera a 5 escaños), esta formación volverá a restar muchos
votos a los tories.
Por
la periferia, se confirma la emergencia del nacionalismo escocés, reforzado
pese a la derrota en el referéndum independentista de septiembre. No es
extraño: la casi totalidad de ese 45% que apoyó la secesión votarán al Scotish
National Party, mientras que el 55% que la rechazó se dividirá entre los
distintos partidos estatales. Si el SNP logra 40 escaños de los 59 que se
ventilan en Escocia, el laborismo está condenado a la oposición. El líder
laborista, Ed Milliban, insiste en que no pactará con los nacionalistas, pero la
nueva líder de éstos, Nicola Sturgeon, mantiene su mano tendida con cierta
condescendencia.
Por su parte, Cameron
no deja de proclamar que Milliban terminará cediendo a la tentación escocesa y
formará lo que él llama la "coalición del caos". Está estrategia del
miedo está orientada más a debilitar al rival principal que a fortalecer sus
improbables opciones. Ni siquiera con
una de por si contranatura operación a tres con liberales y populistas
(que tienen visiones opuestas en casi todo) parece que el actual premier pueda
sumar los 326 escaños que otorgan la mayoría en Westminster. No es de extrañar
que Cameron se haya escaqueado de los debates electorales todo lo que ha
podido. Cuánto más se exponga su debilidad, peores bazas tendrá, si al final la
lona cae sobre el Wimbledon político y la partida se traslada a una mesa de
bridge.
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