18 de Agosto de 2015
Las
manifestaciones de este fin de semana pasado en un centenar de ciudades de Brasil
contra la presidenta, Dilma Rousseff, reflejan un clima de malestar social,
pero también de manipulación política innegable.
Dilma
Rousseff fue reelegida el año pasado, por un estrecho margen de votos, después
de una dura campaña, en la que tuvo que superar primero la defección de una
ministra ecologista con Lula, Marina Silva, y luego un acoso durísimo de su
principal competidor, el "socialdemócrata" (sólo de nombre, en
realidad liberal y patricio) Aecio Neves.
Desde
su segundo triunfo electoral, la aceptación popular (medida por encuestas de
discutible fiabilidad) ha ido cayendo en picado hasta derrumbarse por debajo
del 10% de la población (un 8%, según el último muestreo). Nunca desde 1985,
tras el restablecimiento de la democracia, un presidente había tenido un nivel
tan bajo de popularidad en las encuestas.
Dos
son los factores que movilizan a los descontentos: la persistencia de una
crisis económica que ha acabado con la prosperidad de los últimos años y
anuncia tiempos aún más duros y la incapacidad del sistema político para atajar
y sancionar de forma convincente la corrupción, el gran cáncer político del
país.
Empeoramiento
de la vida e insatisfacción con la gestión de los bienes públicos son motores
poderosos que, por sí solos, impulsan a muchos brasileños a echarse a la calle.
Pero por detrás de este impulso sano y legítimo planea una motivación política
de acabar con el primer periodo de gobierno de izquierdas en el país. Algunas iniciativas
como el Vem Pra Rua, Brasil
Libre o Revoltados in Line tienen
motivaciones ideológicas tanto o más que sociales.
EL
FIN DE LOS BUENOS DÍAS
La
situación económica no deja deteriorarse, como consecuencia del descenso en el
precio del petróleo y las materias primas, provocado por el descenso de la
demanda internacional. La inflación alcanza ya los dos dígitos. La economía se encuentra
al borde de la recesión. La divisa nacional se ha depreciado fuertemente con
respecto al dólar. Rousseff se ha visto obligado a adoptar fuertes medidas de
austeridad ante la reducción de los ingresos públicos, a pesar de que prometió
resistirse a ello durante la campaña.
Esta
política de retracción del gasto público, ahora obligada por los efectos de la
crisis internacional en la estructura económica interna, contrasta con el
despilfarro imperdonable ligado al Mundial de fútbol del año pasado y a los
Juegos Olímpicos del año próximo.
Las
propias bases sociales que respaldaban a la Presidenta y al Partido del
Trabajo, su grupo político, empiezan a volverle la espalda, como ha ocurrido en
otros países donde la izquierda moderada no ha sido capaz de dar una respuesta
a la crisis con recetas diferentes a las dominadas por la austeridad. Dilma Rousseff
soporta un desgaste de su propio electorado más fiel, mientras se ve
crecientemente acosadas por sectores de las clases medias y altas, que han atisbado
la oportunidad de poner a la Presidenta contra las cuerdas. Algunos eslóganes,
como la asimilación de la Presidente al "chavismo" o al
"comunismo" son ridículos.
EL
DOBLE JUEGO SUCIO DE LA CORRUPCIÓN
El
segundo motor del debilitamiento político de Dilma Rousseff es la corrupción.
Se trata de una plaga endémica en Brasil, consustancial a un sistema político
perverso, por sus fundamentos y reglas de funcionamiento. Ya lastró y ensució
el mandato de Lula, con su principal asesor, políticamente eliminado, y ahora amenaza con hundir a Rousseff.
El
escándalo que ahora concita la mayor parte de la indignación, el relacionado
con el desvío de fondos y el pago de comisiones ilegales a ejecutivos de la
compañía petrolera estatal Petrobrás, cuando Dilma era su máxima responsable. A
ella no se la acusa de haberse lucrado personalmente.
Pero circulan acusaciones no probadas de financiación ilegal de su primera campaña
electoral presidencial.
Algunos
sectores políticos se basan en estas acusaciones para promover el impeachment,
es decir el procedimiento de destitución de la Presidenta. Rousseff se ha
resistido firmemente a esta iniciativa, que considera sin fundamento legal y
jurídico y exclusivamente motivada por oscuros intereses.
La
clase política se muestra dividida ante el movimiento pro-destitución. En
parte, debido a que el escándalo salpica a figuras políticas tanto relacionadas
con los dos partidos que componen la coalición
de gobierno (el PT de Lula y Rousseff y el PMDB (Partido del Movimiento de la
Democracia Brasileiro), de centro-derecha) como de la oposición.
En
algunos casos, parece haber una motivación personal de revancha. El Presidente
de la Cámara de Diputados, Eduardo Cunha, aunque pertenece al aliado
PMDB, está imputado en el escándalo y se declara a favor de abrir el proceso de
destitución. Igual que un ex-presidente, Fernando Collor de Melo, que fue
precisamente destituido por corrupción en 1992, luego pudo rehabilitarse y
ahora es senador derechista. Sin embargo, otras prominentes figuras de la
oposición, como el Presidente del Senado, René Caldeiros, que está siendo
también investigado en la misma causa, se ha declarado contrario a la
persecución de la presidenta.
A
medio camino entre estas dos posiciones, se sitúa el propio rival de Rousseff
en las últimas elecciones, Aecio Neves, y su correligionario, el actual
gobernador del Estado de Sao Paulo, el más rico y poderoso del país, Geraldo
Alckmin, quienes han preferido inhibirse en el debate público, con el evasivo
argumento de que "no les corresponde a ellos" resolver la crisis
política, aunque, en el caso de Neves, no se cansa de fomentar las protestas
callejeras contra la Presidenta.
Para
interpretar este juego político, abierto y subterráneo, es preciso conocer las
reglas y mecanismos de un sistema electoral y unos mecanismos de representación
bastante perversos, ligado al dinero,
familias e influencias. Aunque la izquierda lleva gobernando casi una década,
desde diciembre de 2006, los grandes poderes económicos conservan una capacidad
de decisión, bloqueo y condicionamiento muy temibles.
Por
otro lado, la crisis económica ha erosionado los avances sociales ya iniciados
durante el gobierno de Fernando Henrique Cardoso (ahora en posiciones
centristas, pero claramente enfrentado al PT) y profundizados en los años de
prosperidad y abundancia del gobierno de Lula, favorecido por una coyuntura
económica internacional positiva.
Con
el agotamiento de este modelo, la derecha se sintió fuerte para presionar en
despachos y salones, redacciones y platós, pero sobre todo en la calle. Ya
había conseguido imponerse en el legislativo con la mayoría política más amplia
de los últimos años. El PT sólo dispone de un 14% de los diputados y otro tanto
de los senadores. Este escenario es aún más hostil que el soportado por Obama
en Estados Unidos.
Dilma
Rousseff, ex-guerrillera y de naturaleza combativa, parece decidida a resistir.
Es una mujer y una política de fuerte carácter. Pero quizás no pueda resistir
el abandono de los suyos. Hay una corriente de desencanto en las bases
sindicales, comunitarias y políticas que ya se avistaban en los últimos años de
la presidencia de Lula. Si la derecha consigue mantener y alentar el clima de
frustración social, no es descartable incluso un movimiento de fuerza. Lo
reconocía hace poco la propia Presidenta: "hay una cultura de golpe en el
país, aunque no existen las condiciones para que se produzca".
No hay comentarios:
Publicar un comentario