LAS BURBUJAS MUNDIALES DEL VERANO

30 de julio de 2024

En puertas del parón (figurado) de agosto, se acumulan las burbujas de la política internacional. Se trata de asuntos que se encuentran en suspensión: están a punto de estallar, de quedar en nada o de resolverse en otras burbujas de diferente naturaleza. Estas son las más destacadas:

1. Kamala Harris. 

Es la burbuja mayor del momento. La Kamalamanía, como alguien ya ha definido el nuevo clima. Se trata de un fenómeno bizarro. La actual Vicepresidenta ha pasado de una posición política cercana a la irrelevancia a convertirse en la gran esperanza para detener lo que hasta el 20 de julio parecía inevitable: el regreso del gran perturbador Trump a la Casa Blanca. Hay varias explicaciones para ello. En primer lugar, el anuncio de la retirada de Biden se produjo cuando muchos demócratas ya se habían resignado al empecinamiento continuista del Presidente. Su decisión liberó energías y creó cierta euforia inicial, que no podía más que canalizarse en favor de Kamala, ya que ella fue la ungida por el autosacrificado líder. Ya que había cedido en su pretensión de seguir, hubiera sido poco elegante discutirle su derecho a designar el potencial sucesor. 

Tan importante o más que esto, ha resultado decisivo en el impulso de Harris la percepción menos publicitada pero más intensa de que sigue siendo improbable -ya no imposible- que se puedan ganar las elecciones. Ninguno de los posibles candidatos demócratas alternativos a la Vicepresidente siquiera han insinuado su teórica disponibilidad; por el contrario, más bien han dejado claro que no tenían intención alguna de considerarlo.

En tercer lugar, los pesos pesados del partido se apresuraron a aferrarse a la opción Harris para evitar que una Convención abierta dejara en evidencia unas costuras internas más abiertas que nunca. Solo los Obama se hicieron querer: tardaron seis días en mostrar su apoyo a la candidata in pectore; y, aunque se mostraron efusivos, no pasó desapercibida su impostado entusiasmo. El expresidente prefería, y lo dejó claro antes de la rectificación de Biden, una contienda abierta. Pero incluso los sectores más a la izquierda del Partido lo dejaron solo y se decantaron por la consigna de la unidad. 

Finalmente, la propia Harris se ha mostrado muy asertiva en su nuevo papel. Como documentaba esta misma semana el WASHINGTON POST, en pocos días la candidata ha sabido hacerse con el control de la maquinaria del Partido. Evidentemente, no ha sido difícil, ya que nadie le ha opuesto resistencia. Al cabo, los optimistas, los pesimistas y los neutros coinciden en que, llegados a este punto, Kamala es la única opción, tanto para ganar (apoyados en unos sondeos demasiado coyunturales, pero resultones), como para perder (derrota que puede ser terrible para el país, pero deja indemnes a todos los aspirantes presentidos para 2028).

La burbuja Kamala seguirá creciendo hasta llegar al apoteosis en la Convención de Chicago, la tercera semana de agosto. Luego, se verá. Como se sabe, la hora de la verdad en las elecciones norteamericanas empieza después del receso del día del Trabajo, el primer fin de semana de septiembre. En esos dos meses decisivos suele decantarse la balanza. La agresividad del tándem republicano -en su línea de los últimos años- no será tan decisiva cuanto la habilidad de la candidata demócrata para evitar tropiezos y errores. La línea a seguir ya está marcada: prioridad en señalar el carácter delincuencial de Trump y eludir clarificaciones sobre su propio programa.

Los conservadores que le imputan un progresismo radical exageran o leen muy mal a su adversaria. Harris puede perfectamente ser considerada una demócrata centrista; y, en algunos asuntos de seguridad y orden, bastante escorada a la derecha. En política exterior, no se le conocen posiciones rupturistas con la línea de Biden. Su pretendida mayor sensibilidad hacia el asunto palestino y la relativa frialdad que exhibió en su entrevista con el primer ministro israelí es solo aparente. Las diferencias con el Presidente pueden ser de estilo, no de sustancia. Lo mismo cabe decir en política económica. Se guiará por el pragmatismo no por las convicciones. Y por el imperativo de no cometer un desliz que le prive del voto de los indecisos o de los no partidistas.

2. El alto el fuego en Gaza

Durante semanas, la administración Biden ha anunciado la inminencia de una tregua en las operaciones militares israelíes en Gaza, para favorecer la normalización de la ayuda humanitaria y, sobre todo, la liberación de los rehenes vivos y la entrega de los muertos. Lo que ha ocurrido es lo contrario. La campaña israelí sigue con la crueldad acostumbrada, el sufrimiento de la población civil es cada vez mayor y la atención internacional disminuye día a día, por la “fatiga de la compasión” y por la perversa dinámica informativa habitual. 

La burbuja del alto el fuego se diluye ante el peligro cierto de la apertura de un nuevo frente bélico en la frontera israelo-libanesa. Desde el 7 de octubre ese riesgo no ha hecho sino crecer, con escaramuzas constantes, lanzamiento de cohetes de Hezbollah contra objetivos en Israel y, en sentido contrario, represalias israelíes y asesinatos selectivos de líderes de la milicia chií. El episodio del Golán (muerte de doce personas de la comunidad colona drusa residente en un poblado del territorio sirio ocupado por Israel desde 1967) constituye un casus belli para el actual gobierno y para el mando militar. Se da por segura una represalia contundente. Pero sin que sobrepase el umbral de la escalada militar que, al parecer, nadie quiere: Israel, para no comprometer la fase final de su operación en Gaza; Hezbollah, para evitar que su milicia y su arsenal se vean seriamente diezmados; Washington, para no complicar la campaña electoral con un asunto que divide cada vez más a los demócratas; e Irán, para que la narrativa israelí de guerra total entre “barbarie y civilización” no se imponga como inevitable.

3. La pausa olímpica en la crisis política francesa

Los Juegos facilitaron a Macron la congelación de las consecuencias electorales. En nombre de la eficacia obligada en tal acontecimiento de repercusión planetaria, el Presidente se ha enrocado en el tablero del poder político. La izquierda, tras largas y penosas negociaciones, le presentó una candidata para dirigir el Gobierno: Lucie Castets, independiente y “técnica”. Macron rechazó con desdén la iniciativa. 

La burbuja olímpica es la única que tiene fecha de caducidad marcada (mediados de agosto). Luego vendrá una rentrée más envenenada que nunca. El Eliseo tendrá que mover ficha: o bien prolongando la vigencia del actual ejecutivo en funciones, con discutible legitimidad democrática, o presionando al sector moderado del Nuevo Frente Popular para que abandone su pretensión de gobernar en minoría. Macron pide la izquierda lo que no se exigió a sí mismo desde 2022 hasta la osada disolución de la Asamblea, tras las europeas: una mayoría parlamentaria suficiente. La burbuja del pulso político puede reventar con furia y ruido en un enrarecido otoño. 

4. Las “elecciones del cambio” en Venezuela.

Así las había presentado una oposición finalmente unida (o casi), haciendo de su victoria algo inevitable, que sólo el “robo” (cada vez más difícil) del chavismo podía evitar. La proclamación precipitada y dudosa de Maduro como vencedor confiere tensión a la burbuja del cambio, pero no la revienta. Las huestes de Corina Machado (Edmundo González es un candidato vicario) ya han proclamado que no van a aceptar un veredicto sobre el que pesan demasiadas objeciones, incluso en la izquierda regional. Si ha habido fraude o no es algo que llevará tiempo elucidar, de forma que la burbuja seguirá en el aire hasta que se evapore o se transforme en una peligrosa arma arrojadiza. Si la oposición, ante un cambio frustrado que creía tener a su alcance, opta por el ensayo de la vía insurreccional, esperando el apoyo exterior, Venezuela podría verse abocada a una guerra civil. El chavismo ya no es lo que fue: dividido y desvaído, apenas es una referencia para una minoría cívico-militar que se agarra a las prebendas acumuladas durante un cuarto de siglo convulso. Maduro cree tener el apoyo de Rusia y China para resistir, pero esa es otra burbuja enorme y vacía. La contienda será local, cada bando con sus bazas. Y sangrienta.





DEMASIADO TARDE

22 de julio de 2024

La retirada de Biden puede haber llegado demasiado tarde. La rendición final del candidato y presidente en ejercicio difícilmente conseguirá evitar la victoria de Trump en noviembre, aunque, como suele decirse, en política casi todo puede pasar. El giro radical de acontecimientos que se precisa es improbable. Por varios motivos:

1) Falta de tiempo. 

Los procesos políticos americanos requieren de maduración salvo en momento de alta tensión nacional e internacional. Ciertamente, el regreso a la Casa Blanca de un expresidente tan disruptivo como el candidato republicano puede ser merecedor de esa consideración. Pero más para los analistas que para el ciudadano no partidista que vota. Trump espanta a los moderados, desde luego a los progresistas, pero resulta indiferente o al menos no tan repugnante a amplias capas de las clases medias que se muestran más desinteresadas (o escépticas) por las rivalidades políticas.

2) Escasa capacidad movilizadora de la candidata alternativa favorita. Kamala Harris.

Aunque propuesta por el propio Biden en su carta de renuncia, no es aún ni siquiera candidata. A esta hora, se baraja incluso el mecanismo de “entronización”: o consulta exprés o ceremonia de designación en la Convención de agosto. 

Su principal baza es ser la “segunda”, la sucesora institucional y, como tal, depositaria legal de los millones acumulados por la campaña demócrata. No es posible conocer con detalle el ánimo de los donantes, aunque algunos se hayan expresado a favor.

Harris no despierta entusiasmo alguno. Fue escogida por Biden por ser mujer y negra. Se trataba, en 2020, de ampliar la base electoral demócrata, es decir, de alcanzar los llamados públicos objetivo. La elección no fue muy audaz, ni despertó la ilusión de los sectores progresistas en auge dentro del Partido. Kamala Harris es una representante del establishment demócrata, aunque en segunda línea. Su trayectoria como Fiscal General en California y luego como Senadora de ese Estado así lo avalan. Fue una gris candidata en 2020. Si destacó por algo fue por lanzar un acerado ataque contra Biden en el primero de los debates entre los candidatos demócratas, no tanto por motivos ideológicos o políticos, sino por tacticismo: ya se transparentaba la debilidad de reflejos del entonces exvicepresidente. Después de aquella arremetida, Harris se disolvió. Que Biden la escogiera precisamente a ella como compañera de candidatura se interpretó como un gesto cínico más de la política norteamericana, basado en el cálculo más que en la afinidad o la confianza.

El desempeño de Kamala como Vicepresidente ha sido también pálido. En la posición en que se ha colocado a lo largo de su vida política: una moderación a prueba de riesgos, celosa de obtener el apoyo de los ajenos sin molestar demasiado a los propios más moderados difícilmente puede despertar adhesiones de una base que suele movilizarse en torno a figuras más audaces, como ocurrió en 2008 con Obama. Harris está muy lejos de representar ese papel. 

3) La torpeza del liderazgo del Partido Demócrata. 

Se daba por seguro anoche que los “pesos pesados” del partido apoyarían a Kamala Harris, no tanto por su estatura política, cuanto por las razones institucionales y económicas que arrastra. Al ya mencionado peaje de las donaciones de campaña, se une un ligero sentimiento de culpa por haber empujado a Biden hacia la puerta de salida y la hipocresía tradicional de fingir lealtad hacia los compañeros de partido mientras se participa en todo tipo de maniobras para propiciar su caída si ello resulta conveniente para el grupo o para uno mismo. Sin embargo, los endorsements (apoyos) se están produciendo con cuentagotas. Han dado ya el paso los Clinton, pero, a la hora de escribir estas líneas, faltan por pronunciarse figuras tan influyentes como Barack Obama o Nancy Pelosi o la plétora de aspirantes señalados. 

Por lo demás, muchos de esos “grandes electores” demócratas querrán apuntarse el tanto de haber “convencido” a Biden de que se retirara. Pero lo hicieron demasiado tarde. Han mantenido un doble lenguaje basado en la recurrente corrección política. Debieron haberse expresado mucho antes, cuando se inició la carrera electoral. Quizás entonces pensaron que Trump se hundiría bajo el peso de la justicia. O de sus errores. Craso error. Los líderes demócratas han llegado demasiado tarde a casi todo.

4) El impulso aparentemente irrefrenable de Trump

Favorece a Harris que ninguno de sus potenciales rivales parezca animado a dar un paso percibido como una inmolación. Aunque no lo admitan en público, la mayoría, si no todos, considera pérdida la elección. O, en el mejor de los casos, difícilmente ganable. Haría falta una conjunción muy favorable de factores. La parcialidad con que la mayoría del Supremo ha fallado en su favor, blindándolo de la responsabilidad sobre los actos de dudosa legalidad cometidos durante su mandato, lo exonera de someterse a la justicia. Y a ello se suma el regalo de victimismo propiciado por el fallido atentado de Pensilvania. La derecha religiosa ya tiene la unción divina que siempre persigue en la justificación de sus opciones políticas. Y los conservadores menos atrevidos no osan cuestionar semejante guiño de la providencia. El propio Trump se regodea en la figura.

5) La indiferencia inalterable de una gran parte de la población

Por mucho que los líderes de opinión cercanos a los demócratas se empeñen en proclamar el peligro que Trump 2.0 representa para la democracia, es dudoso que millones de ciudadanos ajenos al círculo de intereses políticos rompan con su indiferencia. Consciente de que poco o nada cambiarán sus vidas gane quien gane, los abstencionistas contemplan con desdén este circo de la democracia americana. Incluso los que se resisten a participar por motivos críticos, es decir, por considerar, y con razón, que el sistema es escasamente representativo y está secuestrado por intereses minoritarios, difícilmente se alinearán detrás de una candidata como Harris o por cualquier otro/a que pertenezca a la misma nómina restringida. 

El Partido Demócrata tiene una base plural, en términos económicos, sociales, raciales y culturales. Esa es su fuerza, pero también su debilidad. No es posible contentar o satisfacer a todos. Hace tiempo que se viene evocando la necesidad de un tercer partido que defienda de verdad, y no solo con propósitos electoralistas de bajo vuelo, un proyecto más ambicioso de justicia social. No son pocos quienes piensan que esa es la tarea de los demócratas de izquierda, y no empeñarse en seguir atrapados en la dialéctica binaria de la política americana. 

 


EL PARTIDO ESPARADRAPO

 19 de julio de 2024

Ya está Trump ungido de nuevo como candidato presidencial, y ahora, según él mismo ha dicho, por la gracia de Dios. Una conversión oportunista más en una trayectoria de pronunciamientos convenientes según sopla el viento. En la convención de Milwaukee, el histórico Partido Republicano, el más antiguo de la Nación, completó su ominosa entrega a un líder sin escrúpulos, en el sentido más exacto del término: nada le molesta, incomoda o repugna si ello le sirve para saciar su ambición. Y su vanidad: es perfectamente adivinable la satisfacción que debe haberle producido contemplar a tantos devotos seguidores ataviados con el esparadrapo en la oreja, en mimetismo con su jefe, herido en un atentado tan rentable.

Pocos analistas y expertos se aventuran a pronosticar otra cosa que no sea la victoria del Partido esparadrapo en noviembre. Algunos incluso predicen un landslide (barrida, que se diría en castellano). Hay poco interesante que contar de la simplona liturgia de la Convención, salvo las escenificaciones demasiado previsibles de los líderes, de los antiguos rivales ahora sumisos y obsequiosos, de unos delegados autómatas y tan entregados como cualquier fanático ante su estrella preferida en el escenario. Estos espectáculos cuatrianuales son el reflejo de un sistema político decadente que se protege detrás de una insustancial y tramposa puesta en escena permanente. Este año el confeti dejado paso al esparadrapo en la oreja, símbolo de una herida impotente que no impedirá la recuperación de una Nación debilitada, dicen los exégetas del líder, por la conspiración de las élites, sus enemigos externos y hasta sus aprovechados falsos amigos de fuera. 

Trump prepara su regreso al Despacho Oval que deshonró durante cuatro años, según la valoración de los críticos más acervos. Sólo un imprevisible giro del destino puede privarle de la victoria, se repite cada vez con más frecuencia. Las encuestas, ese arma que cargan los miles de diablos del sistema, así lo avalan. Ese giro podría ser, por qué no, un atentado más certero o, confían sus adversarios de la otra acera política, una última y convincente apelación al buen juicio del votante americano. 

La “sorpresa de octubre” es cómo se conoce a ese fenómeno que, de cuando en cuando, cambia la tendencia de voto en unas elecciones presidenciales.  Suele tomar la forma de un acontecimiento transformador, un escándalo desvelado o un error garrafal de un candidato. En esta ocasión, la “sorpresa” debería producirse antes, durante el verano a ser posible. Y, a la vista de la situación, no puede ser otra cosa que la retirada del actual Presidente en favor de un aspirante más joven, con mejor salud. De tanto repetirlo, de tanto insistirle, el anciano Biden empieza a dar muestras de cierta flexibilidad, de “considerar” la idea. Hasta ahora se ha resistido con obcecación, blindado por su núcleo familiar y su círculos de leales. Autoconfinado por un nuevo brote de Covid en su residencia familiar de Delaware, el incumbent (presidente en ejercicio) medita. Seguramente debe estar valorando qué es más humillante: una retirada ahora o una derrota aplastante en noviembre. 

Los pesos pesados del Partido Demócratas han sido muy lentos en su reacción. O tal vez han respondido como aconseja el manual de la hipócrita política norteamericana: pensar una cosa y decir otra; o mejor, decir una cosa en privado y otra en público; o también, decir algo sotto voce con el propósito de que se termine enterando todo el mundo sin que se pueda identificar del todo la fuente, para satisfacer a quienes piden un pronunciamiento claro, pero sin molestar al destinatario del juicio sumarísimo. 

Después del venturoso atentado fallido de Pensilvania, las cautelas se han esfumado. Se ha impuesto la vía de la emergencia en el Partido Demócrata. Hasta ese momento, las debilidades del Presidente estaban acentuadas por decisiones judiciales (Tribunal Supremo) que tan escandalosamente han favorecido al adversario. Las grandes togas ya han votado, conforme a lo que se esperaba (o se temía) de ellas: conforme a la lealtad política hacia quienes les habían puesto en el cargo. Pero ahora, hay que responder nada menos que a la providencia divina, tal y como el Partido del elefante (en adelante, del esparadrapo) presenta la supervivencia de su líder.

“Se supone que no debería estar aquí, porque tendría que estar muerto”, dijo Trump regodeándose en su suerte, antes y durante la Convención. Explotará este “guiño del Creador” hasta noviembre, puede darse como seguro, con el entusiasmo del converso.

De momento, ha elegido a un radical de derecho como compañero de ticket. Uno de sus más entusiastas admiradores, pero converso a su vez: en su día llamó a Trump el “Hitler de América”, para luego rendirse a sus designios MAGA (Hacer a América grande otra vez). J.D. Vance es un joven político de procedencia popular, criado en una familia desestructurada (como ahora se dice en los ámbitos tecnocráticos de la asistencia social). Con experiencia militar (en Irak) y mucha demagogia populista, Vance representa a esa nueva derecha que tantas inquietudes despierta en Europa. El sector “moderado” del Partido Republicano, el que no se pone el esparadrapo en la oreja, se ha colocado hace tiempo una venda en los ojos y prefiere no ver, no oír, no hablar. Todo merece la pena para recuperar todo el poder: no sólo la Casa Blanca, también el Capitolio. 

Desde el entorno aliado de Europa y Asia se contempla todo más que con inquietud con el cinismo activo de la resignación. De este lado del Atlántico se gestiona el desafío de la ultraderecha con la experiencia de siglos: retórica de combate, uso experto de los mecanismos de control y política de compromisos. En la esfera supraestatal hubo un amago de pacto del Partido Popular con la extrema derecha más razonable, para cubrir un improbable pero no imposible desfondamiento del consenso centrista. Al tándem Von der Leyen-Weber le ha salido bien la jugada. Ambos han conseguido mantener la división ultra con sus promesas y guiños seductores. La italiana Meloni ha pagado cara su bisoñez. Se ha quedado compuesta y sin cargos de importancia en la maquinaria europea (jugosa en poder y en prebendas). El berrinche apenas le sirvió para darse el gusto de no prestar sus votos para la investidura de su efímera socia política.

Pero nada de lo ocurrido estos días, incluido el frenazo de la ultraderecha en Francia, gracias al concurso imprescindible de la izquierda, disuelve la amenaza. Los tres grupos ultras en Estrasburgo suman 187 eurodiputados. A los que hay que sumar más de una decena de los no inscritos que han preferido mantener su margen de autonomía pero que mantienen posiciones también extrema. Eso convierte a la familia ultra en las más numerosa del Parlamento Europeo, aunque tal fortalezca se traduzca en resultados prácticos escasos.

A la ultraderecha europea le falta un esparadrapo, un acontecimiento providencial que les brinde un impulso suplementario. El triunfo de Trump en noviembre será un regalo esperado, pero no suficiente, y quizás envenenado. Al cabo, el líder republicano se muestra un poco áspero con sus aliados atlánticos, a los que considera unos gorrones. La ultraderecha europea racanea con la OTAN, pero no conviene engañarse: en ningún caso se enfrentará al complejo industrial-militar que asegura puestos de trabajo tanto directos como indirectos. La supuesta putinofilia tiene el vuelo muy corto.


EL DESORDEN FRANCÉS

10 de julio de 2024

Hay una expresión en francés que define la situación política en el país vecino: gâchis. Se puede traducir como “lío” o, si se prefiere algo no tan coloquial, “desorden”. Otros diccionarios sugieren “derroche” o “despilfarro”.

Cualquiera de esas acepciones vale para explicar lo que está ocurriendo en Francia después de las elecciones legislativas anticipadas por el Presidente Macron, sobre cuya intencionalidad se siguen cruzando interpretaciones de todo tipo.

El pánico ante un triunfo mayoritario del Reagrupamiento Nacional (RN) propició el compromiso del desistimiento entre el Nuevo Frente Popular y los partidos de la “mayoría presidencial”, con algunas excepciones determinadas por la realidad local de las circunscripciones en cuestión. El sistema electoral francés propicia esta suerte de alianzas informales pero efímeras: tienen caducidad cuando hablan las urnas. Es un recurso para evitar que gane un adversario común, pero no necesariamente para preludiar un pacto poselectoral o de gobierno.

Así las cosas, la estrategia de “faire barrage” (poner una barrera) al RN funcionó, como estaba previsto. Contrariamente a lo que se está diciendo, el resultado del domingo no puede ser considerado una “sorpresa”. El pacto del disentimiento anunciaba el triunfo relativo del Nuevo Frente Popular y el rescate de Ensamble (la coalición presidencial) y el consiguiente desplazamiento del RN a la tercera posición.

El primer objetivo del pacto está conseguido: cerrar las puertas del poder a la extrema derecha. Pero el siguiente, forjar una mayoría que pueda gobernar y convivir con el Presidente de la República, se antoja mucho más complicado. Ninguna coalición dispone del número de diputados suficientes para garantizarse el voto favorable en la Asamblea Nacional. El NFP tiene 182 diputados; Ensamble; 168; RN, 143; Los Republicanos, 46. El resto de los electos pertenecen a diversos partidos de izquierda, derecha, centro y grupos locales o regionales que pueden adherirse o no a una eventual mayoría.


El Presidente de la República no tiene la obligación constitucional de encargar el gobierno a la fuerza más votada. Su opción es política, es decir, derivada de un juicio que es, al cabo, personal. En 2022, ante una situación política análoga, sin un bloque mayoritario en la Asamblea, optó por elegir a los suyos y gobernar en minoría. Fue quemando primeros ministros y ejecutivos y gobernando por decreto hasta que las elecciones europeas le propinaron una severa bofetada con el triunfo rotundo del RN. Se ignora que hará ahora Macron, porque de momento ha optado por el suspense. No ha aceptado la dimisión del primer ministro Attal (su presentido “delfin”), mientras no se clarifique la situación (o se resuelva el gâchis).

Parece que se está lejos de un acuerdo análogo al del desistimiento entre Ensemble y el NFP. Una cosa es frenar a la ultraderecha y otra sentarse a gobernar. En uno y otro bloque, sin embargo, hay partidarios de esta opción. En el NFP, la derecha del Partido Socialista, en concreto la plataforma Place Publique, liderada por Raphaël Glucksmann. En Ensemble, el puñado de diputados electos más progresistas. La lógica de estos políticos es descartar el extremismo; es decir, reflotar el “consenso centrista”, la fórmula que ha dominado en Europa durante decenios y que sigue teniendo vigencia en el Parlamento Europeo, donde Glucksmann es diputado. Pero esa “solución” es ficticia y políticamente explosiva, porque supondría romper las dos coaliciones (la de la izquierda y la presidencial). No es imposible, pero sería costoso y arriesgado, porque la supuesta nueva mayoría seria endeble y sometida al designio de Macron.

La mayoría de la izquierda no está por la labor de dinamitar una coalición que ha devuelto la esperanza a millones de franceses. Pero las divisiones internas continúan amenazando un proyecto político cohesionado. El mayor problema se centra en la figura polémica de Jean-Luc Mélenchon, el líder de Francia Insumisa, que es el partido con más diputados (71) del bloque NFP, por delante del PSF (59), los ecologistas (28), el PCF (9), y escindidos o disidentes de los grandes partidos y regionalistas (12). 


Los insumisos reclaman que Mélenchon sea el candidato a primer ministro, pero el resto de los grupos, que juntos suman más que LFI, no parece dispuesto a aceptarlo. Se busca un candidato de consenso. El Secretario General de los socialistas, Olivier Faure, se ha ofrecido. También parece tener opciones Marine Tondelier, la dirigente de los ecologistas. Se discute mucho y, de momento, se aclara poco. Es muy dudoso que, incluso descartado Mélenchon, Ensemble acepte otro candidato del NFP. Y es que en la coalición presidencial se empiezan a detectar otras tendencias.

En efecto, en las 48 horas siguientes a la segunda vuelta hay una actividad febril en el campo macronista. Los distintos grupos y tendencias han celebrado reuniones formales e informales. El diario LE MONDE asegura que incluso Renaissance, el partido nuclear del Presidente, se encuentra “al borde de la dislocación”. Se habla ya de escisiones inminentes, con la fracción izquierdista dispuesta a desgajarse. Los otros dos partidos de Ensemble también andan revueltos. Horizons, liderado por Edouard Philippe, ex gaullista y exprimer ministro de Macron, ha defendido públicamente un acuerdo con sus antiguos compañeros (Los Republicanos). El tercer partido, MODEM, es de momento más discreto, desde una posición centrista que puede bascular hacia cualquier lado.

Nota: Después de escribir este comentario, Macron se ha pronunciado mediante una “carta a los franceses. Como se esperaba, Macron hace una lectura muy particular de las elecciones. Si bien no le falta razón al señalar que las tres coaliciones “son minoritarias”, afirma discutiblemente que “nadie ha ganado”. De esta forma, le regatea a la izquierda la prioridad que debe tener en el intento de formar gobierno. 
El Presidente propone forjar “compromisos” para lograr una “gran reagrupación (…) de las fuerzas políticas que se reconocen en las instituciones republicanas, el Estado de Derecho y el parlamentarismo, una orientación europea y la defensa de la independencia de Francia”. Sin mencionarlo, excluye a LFI y, por supuesto, a RN. Insiste pues en su interesada y falsa visión de los “dos extremos”. Es imposible no ver en esta nueva maniobra de Macron un intento de romper la unidad de la izquierda.


REINO UNIDO: FIN A TRES LUSTROS MISERABLES

 5 de julio de 2024

Los laboristas gobernarán el Reino Unido de Gran Bretaña los próximos años. Se pone fin a tres lustros de gobiernos inestables (cinco primeros ministros en catorce años), populistas, demagogos, irresponsables, ineficaces y profundamente dañinos para los menos favorecidos.

UN BLAIRISMO SIN BRILLO

El Partido Laborista consigue unos 411 escaños (resultados aún provisionales), la cifra más elevada desde el triunfo de Tony Blair en 2001. El Labour recupera la integridad del ‘muro rojo’ (el centro y norte industrial en torno a las aglomeraciones urbanas), que los tories le habían arrebatado en diciembre de 2019. Por el contrario, el Partido Conservador, con 129 diputados, ha sido severamente castigado, como cualquier perdedor en el Reino Unido. Ha cedido 19 puntos. Los liberales apenas han subido medio punto, pero se han visto premiado en asientos parlamentarios.

Gráfico 1: Evolución del voto a los tres principales partidos en porcentaje

Gráfico 2: Evolución de los escaños de los tres grandes partidos


Sin embargo, el sistema electoral británico (uninominal y mayoritario) distorsiona mucho la traducción de votos en representación parlamentaria. Como se aprecia en los gráfico 2 y 3, el Partido Laborista, aunque sólo haya subido 2 puntos porcentuales con respecto a 2019, ha ganado más de 200 escaños, el doble de los que obtuvo ese año. Los tories, en cambio, pagan su retroceso de casi 20 puntos con la pérdida de 244 escaños, las dos terceras partes de los que obtuvo en 2019, cuando dirigía el Partido el bombástico Boris Johnson.

Gráfico 3: Evolución del porcentaje de votos a cada partido (columna de la izquierda)
y del porcentaje de los escaños obtenidos (columnas de la derecha)


UN LABORISMO TIBIO

Tras la sustitución del izquierdista Jeremy Corbin y de sus colaboradores más próximos, la dirección del partido se ha ido desplazando al centro. El líder victorioso, Keir Starmer, es un hombre poco brillante. Fue fiscal general y luego portavoz de su partido para la política europea. No era un brexiter, pero tampoco un entusiasta europeísta. En lo que único en que ha mostrado pasión ha sido en purgar al Partido de sus dirigentes más a la izquierda. 

El programa laborista es “prudente”, es decir, no plantea transformaciones de peso. Se conforma con restablecer la eficacia de los servicios públicos, pone énfasis en la recuperación del maltratado sistema sanitario y otros servicios públicos. No plantea una presión fiscal mucho más severa a las rentas de capital. Por supuesto, no contempla revertir el Brexit, aunque promete una relación más constructiva con la UE. 

Starmer se ha mostrado especialmente combativo contra el antisemitismo y muy reticente a criticar a Israel por su horrorosa campaña militar en Gaza. Esta complacencia ha provocado una cierta fractura interna. Tampoco se aparta la nueva dirección de la corriente atlantista en lo que respecta a la guerra de Ucrania. Se trata, por tanto de un laborismo centrista (o conservador, según su ala izquierda). Un blairismo sin brillo, como se ha dicho con acierto.

LA CALAMIDAD TORY

Este periodo conservador ha sido nefasto, pero la fase peor empezó con Boris Jonson: caos político y administrativo, escándalos continuos, insensibilidad social (agravada por el crítico contexto social y sanitario) y tensión permanente con sus aliados europeos por la errática aplicación del Brexit, etc. Las “fiestas” en Downing Street mientras la población sufría el látigo de la enfermedad y la presión del confinamiento, junto a otras chapuzas e irregularidades, terminó por costarle el liderazgo de Partido y de la Nación a Johnson.

Lo que vino fue peor o, al menos, más extravagante. El ala derechista tory propulsó a la jefatura del Gobierno a una ministra fanática de un neoliberalismo ya fracasado y caduco, sin el menor asomo de prudencia. Lizz Trust quiso emular y superar a la histórica Margaret Thatcher y terminó convertida en su caricatura patética y amarga. En sólo mes y medio de gobierno provocó el desfondamiento de la libra y a punto estuvo de crear un daño irreparable en la economía. El entonces Canciller del Exchequer (Hacienda) era Rishi Sunak, que hizo como si el desastre no fuera con él y se postuló como nuevo líder y, a la sazón, como primer ministro. Unos diputados desconcertados y sin rumbo depositaron su confianza en él. El Covid ya era historia y el rumbo se corrigió parcialmente. 

Con Sunak, los experimentos neoliberales se aparcaron, pero el daño social era ya irreversible. Los escándalos continuaron, como la deportación sin garantías de los solicitantes de asilo a Ruanda y, ya en plena campaña, las apuestas de altos cargos tories contra los posibles resultados de su propio Partido.

UNA INTERMINABLE LISTA DE DAÑOS

La lista de agravios de los conservadores en estos tres lustros es muy larga. Los trabajadores han sido los grandes perdedores de estos tres lustros devastadores. Han perdido, por término medio, 14.000 libras, es decir, 1.000 libras por año. El empobrecimiento de las capas populares ha sido creciente a lo largo de estos años, con especial incidencia en la población infantil. Los Trade Unions (sindicatos) han denunciado que los gobiernos tories han arrojado a la pobreza a 900.000 niños desde 2010. El uso de los bancos de alimentos en este periodo se ha incrementado en un 5.000%. Muy pocas personas eran atendidas en 2010 y en la actualidad son más de tres millones. El número de personas sin hogar se ha duplicado con creces: de menos de 2.000 a 4.000.

Los servicios públicos han empeorado severamente. El sistema de salud ha sido el que más se ha resentido. Siete millones y medios de personas se encuentran ya en las listas de espera de atención hospitalaria, un 210% más que al comienzo del periodo tory. En las enfermedades más graves, como los enfermos de cáncer, el porcentaje de pacientes que esperaban menos de dos meses para recibir tratamiento ha pasado del 80% a menos del 60%.

La deuda estudiantil, otro factor de nivelación social, se ha triplicado en estos tres lustros y el número de alumnos que esperan para ingresar en la Universidad ha aumentado un 20%.

La eficacia económica, presunción que los tories han atribuido durante décadas, es un mito que se ha hecho definitivamente añicos. En estos tres lustros ha bajado un 60% la productividad. La disminución de la presión fiscal, otra bandera tradicional conservadora, no se ha producido: los impuestos han subido un 12%: cuatro puntos más medios en porcentaje del PIB. Pero no este incremento no ha aectado de forma equitativa a todas la capas sociales. 

Ciertamente, el desempleo ha bajado en un 44%, debido a los fondos empleados para contrarrestar el efecto del Covid, como ha ocurrido en el resto de Europa.

El Pº Conservador, en su estrategia populista de consolidación en el poder, basado en el abandono de la UE (Brexit) para recuperar el control de determinadas políticas, prometió, entre otras cosas, reducir el nivel de inmigración en el país. Ha ocurrido todo lo contrario: en este periodo se incrementó en un 170%. En 2010, la inmigración neta estaba un poco por debajo de 300.000 personas. El año pasado había superado la cifra de 760.000, es decir casi se han multiplicado por tres. Las solicitudes de asilo se han multiplicado por 17. Llegaron a su pico el año pasado (por encima de 120.000) y en los últimos meses han ido descendiendo. Iniciativas que los tories han presentado como imaginativas, como el desvío de inmigrantes o demandantes de asilo a Ruanda han atravesado un agitado proceso judicial y concitado un gran rechazo entre las organizaciones humanitarias.

El otro pilar del reclamo electoralista era el de la seguridad ciudadana. Este es el único aspecto en el que las cifras son favorables a los tories. La criminalidad se ha reducido en un 54%. Los efectivos policiales se han mantenido por encima de los 170.000. Si bien fueron disminuyendo hasta 2019, en el último lustro se volvieron a incrementar hasta recuperar el nivel de 2010 (1).

EL SUEÑO ESCOCÉS, ROTO

El otro gran perdedor de las elecciones ha sido el Partido Nacionalista Escocés, que ha perdido 39 de los 48 diputados que tenía. La dimisión de Nicola Sturgeon por un confuso caso relacionado con su marido abrió un proceso de debilitamiento del Partido, que quemó al sucesor y, a la vista del resultado, puede hacerlo también con el actual líder.  La independencia dejó de ser avistable ya en el mandato de Sturgeon, debido al caos propiciado por la Covid y al reforzamiento del nacionalismo inglés. Los independentistas escoceses han vuelto al punto en el que estaban en 2010, con un porcentaje de votos similar y sólo 3 diputados más, pero con una sensación de derrota acumulada a sus espaldas.

Gráfico 4: Evolución de votos y escaños del Partido Nacionalista escocés (2010-2024)


En definitiva, se abre un nuevo tiempo para el Reino Unido. Habrá que ver en qué se traduce el cambio y la capacidad de los laboristas para restañas las profundas heridas sociales provocados por tres lustros miserables protagonizados por el Partido Conservador más errático y agresivo desde el final de la Segunda Guerra mundial.



(1) Datos extraídos de la Oficina nacional de estadísticas , de la Oficina de Responsabilidad presupuestaria, de la Secretaría de Salud y de los Archivos del Parlamento


LA VEJEZ DEL SISTEMA

3 de julio de 2024

Para los exégetas del orden liberal, la semana ha sido un desastre. Biden protagonizó el peor debate electoral que se recuerda de un presidente norteamericano en ejercicio. En Francia, Macron fracasó en su desesperado e imprudente intento de movilizar a la ciudadanía contra una extrema derecha crecida. Hoy, ambos líderes occidentales están en la cuerda floja, amenazados por el auge impetuoso de un nacionalismo oportunista y xenófobo.

ÚLTIMA NOCHE EN ATLANTA

El calamitoso debate de Biden, organizado el pasado jueves por la CNN en su sede de Atlanta, ha generado “pánico” en el Partido Demócrata y en todos los medios y los editorialistas afines. Los dirigentes del Partido se han alarmado en privado, pero han sido más condescendientes en público. No se sabe sin por elegancia o por puro cálculo político. Esta prudencia contenida se ha reforzado al hacerse público que el Presidente no tenía la menor intención de dimitir y favorecer así la selección de un candidato alternativo. Durante el fin se semana se supo que familia y próximos a Biden son el motor activo de la resistencia. Biden está desnudo, pero ni él ni su séquito lo aceptan. La crisis apunta a convertirse en un tórrido serial político de verano, hasta la Convención de la tercera semana de agosto… y más allá, hasta el próximo debate, que está fijado para el 10 de septiembre. Fecha que se antoja demasiado alejada.

Que Biden, debido a su edad y a su estado mental, no estaba en condiciones de afrontar un duelo barriobajero y desagradable con Trump era algo de lo que se venía hablando ya desde su designación como candidato en 2020. Pero su triunfo diluyó artificialmente ese aprensión. Puede discutirse mucho sobre si la presidencia de Biden haya sido exitosa, como sostienen los demócratas y sus aliados y afines mediáticos, dentro y fuera de Estados Unidos. Pero los problemas derivados de su avanzada edad han persistido y se han agravado. El debate ha barrido con las estimaciones más positivas. Su semblante desconectado y boquiabierto, sus tropezones verbales, su lentitud en las respuestas a las mentiras incesantes de Trump resultaron una tortura para sus compañeros, seguidores, votantes y…. muchos de sus donantes (éstos se preguntan ya si tiene sentido seguir poniendo dólares en la cesta del Presidente).

Con la negativa del interesado y de su familia a retirarse se podía contar. Pero muchos se preguntan por qué los pesos pesados del Partido no son más sinceros o valientes. La respuesta oficial es que Biden puede esgrimir un balance muy positivo de su gobierno. Pero los ajenos a este cierre de filas no se lo creen ni por un segundo. La verdad reside en los reflejos de poder. Muchos dirigentes creen que, a estas alturas, las elecciones están perdidas, con Biden o con cualquier otro candidato, por mucho consenso que éste concitara (algo por lo demás dudoso). Por lo tanto, ¿qué sentido tiene quemar ese activo, que puede ser mejor empleado en 2028?  Ninguno, para los potenciales interesados; para la cohesión del Partido, poco o nada.

NO SÓLO ES LA EDAD

La edad es el factor pivotal de los apuros de Biden. Pero no es el único. Que pese a la evolución inquietante del Presidente, el Partido haya sido incapaz de explorar antes una solución alternativa es síntoma de la disfuncionalidad del sistema político, del que nos hemos ocupado reiteradamente. El mito de la democracia norteamericana no se sostiene. La gerontocracia en que se ha convertido el núcleo de poder político es un fenómeno que se ha ido reforzando. Pero el auténtico factor distorsionador es la falta de representatividad del sistema político, con índices de participación por lo general pobres, una opción electoral caducamente binaria, el abrumador peso del dinero en la edificación de las carreras políticas y la endémica falta de soluciones a problemas sociales, económicos y culturales.

Hace cuatro años, Biden se aseguró la nominación por ser el candidato de todos los postulados que concitaba menos rechazo de los votantes republicanos. De lo que se trató, entonces, fue de impedir la reelección de Trump: una opción negativa (evitar), no positiva (proponer). El desánimo se profundizó al elegir Biden como compañera de candidatura a Kamala Harris, que había sido una de las peores aspirantes del elenco demócrata. Bastó con que fuera mujer, y negra, para ser seleccionada. 

La izquierda del Partido y los centristas más dinámicos se sintieron defraudados. En los sectores progresistas de las clases medias y en las minorías raciales desplazadas en los enfoques y prioridades oficialistas puede residir la revitalización del Partido Demócrata, aunque lleve tiempo. La urgencia tacticista no lo permite. Este estrechamiento sociológico está sofocando las opciones de futuro sin por ello garantizar los réditos del presente. La noche de Atlanta no sólo destruyó la ya dañada imagen del Presidente: también puede ser el punto de ruptura en la deriva del Partido. 

El debate impulsa el regreso de Trump, lo que abona el discurso de emergencia, que sofocará cualquier consideración crítica. La bochornosa decisión de la mayoría del Tribunal Supremo, que garantiza inmunidad a las actuaciones de los presidentes en el ejercicio de su cargo es un elemento más de descomposición de esos valores que se proclaman como ejemplares al resto del mundo. Unos jueces seleccionados por los presidentes a su conveniencia se convierten en la tercera pata del gobierno, como se ha dicho a veces. Por todo ello, Trump no es una amenaza para la democracia: en puridad, es un producto de una democracia decadente.

FRANCIA: APUESTA FALLIDA

En Francia, asistimos al declive de otro líder político, para el cual no puede utilizarse el argumento de su avanzada edad. Al contrario, Emmanuel Macron es el alter ego de Joe Biden: un hombre joven, audaz, lleno de energía, dotado supuestamente de ideas transformadoras y capaz de aplicar reformas profundas, decían sus defensores.

Ni siquiera, en el caso de Francia, puede aducirse que el Partido también haya fallado, entre otras cosas, porque nunca ha cuajado del todo, desde que naciera como aparato de urgencia del emergente líder. En parte, es lógico. De Gaulle también se dotó de un partido instrumental que diera consistencia política e institucional a su liderazgo. Macron no ha tenido tiempo y ha cometido los mismo errores que el General, pero en muchos menos años.

La comparación, en todo caso, es equivocada. Vivimos momentos muy diferentes de la historia de Francia y en otro equilibrio geoestratégico. De Gaulle modeló un partido nacionalista conservador, no reivindicativo. Macron se ha enfrentado a un neonacionalismo rupturista, impulsado por reivindicaciones populistas e identitario que impugnan la estabilidad institucional de la V República. 

El joven Presidente francés no afrontó este desafío desde las viejas posiciones gaullistas, por considerarlas desfasadas, y con razón, sino de postulados liberales y aperturistas. Se quiso situar en un Centro imaginario: entre, de un lado, los dos nacionalismos (el conservador y el rupturista); y, de otro, las izquierdas moderada (reformista o socialdemócrata) y crítica (populista, poscomunista o radical, según se mire). Pero esta abstracción política, aparentemente muy clara para los analistas, no se ha correspondido con la orientación y el impacto de las medidas emprendidas. Macron, el centrista, no se ha comportado como el intérprete efectivo de las clases medias, frente a unas derechas defensoras de los ricos o de los más poderosos. La percepción general es que el Presidente ha gobernado en beneficio de los más favorecidos, esforzándose por no molestar demasiado a la clases medias y escasamente sensible a las necesidades de las capas populares.

Las desigualdades crecientes en Occidente desde los años ochenta, con el triunfo de la revolución política conservadora, primero, y del enfoque neoliberal socioeconómico subsiguiente, también sacudieron a Francia. Las capas medias han resultado perjudicadas y las populares se han quedado sin expresión política. Los socialistas se dividieron fatalmente tras su mala gestión de los efectos de la crisis financiera y social, entre 2012 y 2017. Macron se aprovechó del hundimiento del PSF, con el que colaboró en el Gobierno, y de la larga -pero profunda- decadencia de los posgaullistas, que fueron siendo cada vez menos nacionalistas y más neoliberales. La operación le alcanzó para cosechar un triunfo indiscutible en 2017. Pero el experimento reformista, al ritmo de un hiperliderazgo encantado con epatar, con presumir de adelantarse a los tiempos o de navegarlos con audacia, dentro y fuera de Francia, resultó extenuante y le dejó sin apenas margen de maniobra en 2022. 

Desde entonces, el deterioro social e internacional lo ha colocado contra las cuerdas. Estos últimos años, Macron ha ensayado muchas fórmulas para intentar corregir el rumbo. Ha sacrificado jefes de gobierno y ministros, ha jugado al progresismo ficticio y al conservadurismo ilustrado, a la exhibición de su inteligencia/competencia y a la corrección ulterior con dosis de paternalismo y condescendencia. A final, sólo le ha quedado “levantar una barrera contra la ultraderecha”, fórmula en absoluta novedosa que ya utilizaron en su día gaullistas y socialistas en sus distintos periodos de gobierno. 

Tras el varapalo anunciado de las elecciones europeas, Macron pareció jugarse el todo o nada para desactivar el desafío ultra, en otras de sus apuestas al límite. A pesar del incremento de veinte puntos en la participación, no lo ha conseguido, aunque el resultado de su partido (20,8%) haya sorteado la temida catástrofe terminal. Sólo dos candidatos macronistas han obtenido escaño en primera vuelta (frente a 39 el RN y 32 el Nuevo Frente Popular), y ninguno se encuentra en primer lugar en el ballotage del próximo domingo. Después de meter en el mismo saco del extremismo al RN y a la izquierda unificada, el presidente y su joven primer ministro (sedicente heredero), han tenido que solicitar la colaboración de ésta última para una formar la “unidad republicana” contra el RN. Un giro más en el discurso cambiante del Eliseo. Sus aliados más escorados a la derecha, como el exprimer ministro Philippe (un exgaullista), han discrepado de esta nueva consigna y no desistirán en favor de un “insumiso”. Los Republicanos (antiguo partido gaullista) se rebelaron contra la alianza de su derechista lider, Éric Ciotti, con el RN, pero tampoco se han unido al “frente republicano”.

La izquierda ha aceptado retirar a sus candidatos con menos posibilidades de ganar para apoyar al quien pueda competir mejor con el lepenista de turno. El líder de LFI, Jean-Luc Melenchon fue el primero en proponer ese “frente republicano”. Pero nadie se atreve asegurar que todos los votantes acepten disciplinadamente las consignas. Al final, se han registrado 221 desistimientos y se opondrán al RN 159 candidatos del NFP y 133 de la mayoría presidencial, según el diario LE MONDE.

HACIA OTRO CAPÍTULO DE LA CRISIS

El futuro es incierto. Aún si la izquierda consigue ser la principal minoría en la Asamblea Nacional, continuará la crisis en que se encuentra sumida Francia desde 2022. La cohabitación entre un presidente de centro que ha gobernado como hubiera hecho cualquiera de derechas y un jefe de gobierno de la izquierda reunificada pero no cohesionada se antoja conflictiva desde antes incluso de establecerse. No será fácil la designación del candidato para liderar el ejecutivo y mucho más complicada se prevé la aceptación de un Presidente que ha dado sobradas muestras de egolatría. 

La extrema derecha puede ser alejada de “las puertas del poder”, gracias en gran parte a un sistema electoral que le perjudica. Pero no le importa mucho. Es consciente de que sólo le vale el poder completo. Sus líderes ya han dicho que que no aceptarán dirigir el gobierno si no consiguen la mayoría absoluta el 7 de julio. Mientras tanto, asistirán al continuo desgaste de la V República, con la vista puesta en las presidenciales de 2027.