EL PARTIDO ESPARADRAPO

 19 de julio de 2024

Ya está Trump ungido de nuevo como candidato presidencial, y ahora, según él mismo ha dicho, por la gracia de Dios. Una conversión oportunista más en una trayectoria de pronunciamientos convenientes según sopla el viento. En la convención de Milwaukee, el histórico Partido Republicano, el más antiguo de la Nación, completó su ominosa entrega a un líder sin escrúpulos, en el sentido más exacto del término: nada le molesta, incomoda o repugna si ello le sirve para saciar su ambición. Y su vanidad: es perfectamente adivinable la satisfacción que debe haberle producido contemplar a tantos devotos seguidores ataviados con el esparadrapo en la oreja, en mimetismo con su jefe, herido en un atentado tan rentable.

Pocos analistas y expertos se aventuran a pronosticar otra cosa que no sea la victoria del Partido esparadrapo en noviembre. Algunos incluso predicen un landslide (barrida, que se diría en castellano). Hay poco interesante que contar de la simplona liturgia de la Convención, salvo las escenificaciones demasiado previsibles de los líderes, de los antiguos rivales ahora sumisos y obsequiosos, de unos delegados autómatas y tan entregados como cualquier fanático ante su estrella preferida en el escenario. Estos espectáculos cuatrianuales son el reflejo de un sistema político decadente que se protege detrás de una insustancial y tramposa puesta en escena permanente. Este año el confeti dejado paso al esparadrapo en la oreja, símbolo de una herida impotente que no impedirá la recuperación de una Nación debilitada, dicen los exégetas del líder, por la conspiración de las élites, sus enemigos externos y hasta sus aprovechados falsos amigos de fuera. 

Trump prepara su regreso al Despacho Oval que deshonró durante cuatro años, según la valoración de los críticos más acervos. Sólo un imprevisible giro del destino puede privarle de la victoria, se repite cada vez con más frecuencia. Las encuestas, ese arma que cargan los miles de diablos del sistema, así lo avalan. Ese giro podría ser, por qué no, un atentado más certero o, confían sus adversarios de la otra acera política, una última y convincente apelación al buen juicio del votante americano. 

La “sorpresa de octubre” es cómo se conoce a ese fenómeno que, de cuando en cuando, cambia la tendencia de voto en unas elecciones presidenciales.  Suele tomar la forma de un acontecimiento transformador, un escándalo desvelado o un error garrafal de un candidato. En esta ocasión, la “sorpresa” debería producirse antes, durante el verano a ser posible. Y, a la vista de la situación, no puede ser otra cosa que la retirada del actual Presidente en favor de un aspirante más joven, con mejor salud. De tanto repetirlo, de tanto insistirle, el anciano Biden empieza a dar muestras de cierta flexibilidad, de “considerar” la idea. Hasta ahora se ha resistido con obcecación, blindado por su núcleo familiar y su círculos de leales. Autoconfinado por un nuevo brote de Covid en su residencia familiar de Delaware, el incumbent (presidente en ejercicio) medita. Seguramente debe estar valorando qué es más humillante: una retirada ahora o una derrota aplastante en noviembre. 

Los pesos pesados del Partido Demócratas han sido muy lentos en su reacción. O tal vez han respondido como aconseja el manual de la hipócrita política norteamericana: pensar una cosa y decir otra; o mejor, decir una cosa en privado y otra en público; o también, decir algo sotto voce con el propósito de que se termine enterando todo el mundo sin que se pueda identificar del todo la fuente, para satisfacer a quienes piden un pronunciamiento claro, pero sin molestar al destinatario del juicio sumarísimo. 

Después del venturoso atentado fallido de Pensilvania, las cautelas se han esfumado. Se ha impuesto la vía de la emergencia en el Partido Demócrata. Hasta ese momento, las debilidades del Presidente estaban acentuadas por decisiones judiciales (Tribunal Supremo) que tan escandalosamente han favorecido al adversario. Las grandes togas ya han votado, conforme a lo que se esperaba (o se temía) de ellas: conforme a la lealtad política hacia quienes les habían puesto en el cargo. Pero ahora, hay que responder nada menos que a la providencia divina, tal y como el Partido del elefante (en adelante, del esparadrapo) presenta la supervivencia de su líder.

“Se supone que no debería estar aquí, porque tendría que estar muerto”, dijo Trump regodeándose en su suerte, antes y durante la Convención. Explotará este “guiño del Creador” hasta noviembre, puede darse como seguro, con el entusiasmo del converso.

De momento, ha elegido a un radical de derecho como compañero de ticket. Uno de sus más entusiastas admiradores, pero converso a su vez: en su día llamó a Trump el “Hitler de América”, para luego rendirse a sus designios MAGA (Hacer a América grande otra vez). J.D. Vance es un joven político de procedencia popular, criado en una familia desestructurada (como ahora se dice en los ámbitos tecnocráticos de la asistencia social). Con experiencia militar (en Irak) y mucha demagogia populista, Vance representa a esa nueva derecha que tantas inquietudes despierta en Europa. El sector “moderado” del Partido Republicano, el que no se pone el esparadrapo en la oreja, se ha colocado hace tiempo una venda en los ojos y prefiere no ver, no oír, no hablar. Todo merece la pena para recuperar todo el poder: no sólo la Casa Blanca, también el Capitolio. 

Desde el entorno aliado de Europa y Asia se contempla todo más que con inquietud con el cinismo activo de la resignación. De este lado del Atlántico se gestiona el desafío de la ultraderecha con la experiencia de siglos: retórica de combate, uso experto de los mecanismos de control y política de compromisos. En la esfera supraestatal hubo un amago de pacto del Partido Popular con la extrema derecha más razonable, para cubrir un improbable pero no imposible desfondamiento del consenso centrista. Al tándem Von der Leyen-Weber le ha salido bien la jugada. Ambos han conseguido mantener la división ultra con sus promesas y guiños seductores. La italiana Meloni ha pagado cara su bisoñez. Se ha quedado compuesta y sin cargos de importancia en la maquinaria europea (jugosa en poder y en prebendas). El berrinche apenas le sirvió para darse el gusto de no prestar sus votos para la investidura de su efímera socia política.

Pero nada de lo ocurrido estos días, incluido el frenazo de la ultraderecha en Francia, gracias al concurso imprescindible de la izquierda, disuelve la amenaza. Los tres grupos ultras en Estrasburgo suman 187 eurodiputados. A los que hay que sumar más de una decena de los no inscritos que han preferido mantener su margen de autonomía pero que mantienen posiciones también extrema. Eso convierte a la familia ultra en las más numerosa del Parlamento Europeo, aunque tal fortalezca se traduzca en resultados prácticos escasos.

A la ultraderecha europea le falta un esparadrapo, un acontecimiento providencial que les brinde un impulso suplementario. El triunfo de Trump en noviembre será un regalo esperado, pero no suficiente, y quizás envenenado. Al cabo, el líder republicano se muestra un poco áspero con sus aliados atlánticos, a los que considera unos gorrones. La ultraderecha europea racanea con la OTAN, pero no conviene engañarse: en ningún caso se enfrentará al complejo industrial-militar que asegura puestos de trabajo tanto directos como indirectos. La supuesta putinofilia tiene el vuelo muy corto.


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