LA ENÉSIMA GUERRA EN LÍBANO

24 de septiembre de 2024

Políticos, diplomáticos, analistas y medios llevan meses advirtiendo del “riesgo de escalada militar” entre Israel y la milicia libanesa de Hezbollah (Partido de Alá, de confesión chií). Todavía están en esa narrativa, pese a que lo ocurrido en estos últimos días permitiría hablar ya de guerra. Se puede incurrir en discusiones técnicas sobre la amplitud de las operaciones y, fijar una línea rebasada la cual se considere calificar la confrontación de “guerra”.

Este tipo de disquisiciones importan muy poco a la población que sufre los efectos de una hostilidad. Sólo en el pasado fin de semana han muerto casi cuatrocientas personas en el sur del Líbano y en Beirut; a las que hay que sumar un par de víctimas mortales en poblaciones del norte de Israel. Los intensos bombardeos israelíes de los últimos días difícilmente pueden escapar a la sensación de que el Líbano se encuentra atrapado de nuevo en la guerra. Una más.

Desde el pasado verano, se han venido haciendo intensas gestiones bajo control del gobierno norteamericano para que se mantuvieran las denominadas “reglas de confrontación” entre las dos partes, instauradas desde el final de la guerra que acabó en 2006 con la evacuación israelí del Líbano salvo algunas posiciones de seguridad y control. 

Desde octubre del año pasado, el liderazgo de la milicia chií se ha visto condicionado por las operaciones de Israel en Gaza y las interminables y falaces negociaciones para lograr treguas “humanitarias”. Mientras la campaña israelí continuase, era difícil que Hezbollah abandonara su política de solidaridad con Hamás y cesara en su hostigamiento intermitente contra las posiciones de Israel en la frontera o sobre núcleos dispersos de población. Todos los especialistas en este conflicto han venido coincidiendo en que ni Hezbollah ni Israel estaban interesados en una “escalada” que pudiera derivar en una “guerra total” (1).

La gran pregunta es si, para llegar a la situación en la que nos encontramos ahora, ha habido realmente voluntad de respetar esta actitud de restricción mutua o si uno o los dos bandos ha cambiado de estrategia y parece ahora más dispuesto a no frenar a toda costa la deriva militar. Hay opiniones para todos los gustos.

El ataque mediante la instalación de explosivos en buscas y walki-talkies empleados por operativos de Hezbollah ha sido jaleado como una muestra más de la “audacia” israelí en su combate contra sus enemigos. Se quiere dar la impresión de que Israel ha iniciado ya la “fase psicológica” de esa hipotética escalada, al infligir tamaña “humillación” a la milicia chií y enviarle el mensaje de que todas sus defensas y escondites son vulnerables (2).

Si se acepta este enfoque, parece claro que la decisión de la milicia chií no parece depender de su voluntad o designio estratégico, sino de su capacidad militar real para actuar sin perecer en el esfuerzo. Durante años se ha considerado a Hezbollah como el actor más sólido de la red de agentes proiraníes en Oriente Medio, de la que forman parte las milicias chiíes iraquíes, unidades especiales del ejército sirio, las milicias yemeníes de los hutíes y otros efectivos menores. Con un stock calculado de 100.000 mil cohetes, sistemas de detección e intercepción de misiles y un arsenal notable de drones, las capacidades bélicas de Hezbollah ha aumentado notablemente en los últimas décadas. A lo que hay que sumar la experiencia en combate reforzada por su participación en la guerra de Siria, donde fueron uno de los puntales del apoyo al régimen de Assad.

Pero dicho todo esto, la fortaleza de este partido-milicia palidece ante la superioridad abrumadora de Israel, que también es hoy mucho más fuerte que hace dieciocho años. La citada operación de los buscas no es, en realidad, más que un episodio más de una larga trayectoria de esfuerzo tecnológico por preservar la noción de invencibilidad israelí (3).

De lo anterior se deduce que el control de esa famosa “escalada” (o, para ser más fiel a la realidad, el freno de la misma antes de llegar al último escalón) sólo está en manos de Israel. No sólo el más fuerte militarmente dicta las normas y el ritmo de las guerras, por lo general. También el que posee las mejores bazas diplomáticas puede gestionar el alcance de los conflictos cuando ya se convierten en inevitables. Israel también domina ampliamente en este campo, pese a esa apariencia hipócrita de neutralidad de Estados Unidos y la impotencia habitual de los estados europeos más implicados. Una cosa es que se quiera frenar la escalada y otra que se esté dispuesto a controlar al bando más fuerte para impedir que imponga su ley o su estrategia. Washington no ha frenado significativamente a Israel en Gaza y no lo hará en Líbano, por mucho que los dirigentes norteamericanos afirmen lo contrario.

Hezbollah, sin duda, no está sólo o aislado. Sus socios del “eje de resistencia” pueden hostigar a Israel, abriendo frente simultáneos, pero es difícil que le ocasionen problemas insolubles. Además, no debe olvidarse que en el combate contra los hutíes yemeníes en el Mar Rojo participan fuerzas navales occidentales bajo el habitual liderazgo norteamericano.

En lo que respecta al gran patrón de la milicia libanesa, el régimen iraní, su capacidad de maniobra es también muy reducida. Las escaramuzas de confrontación directa entre Israel e Irán fueron abortadas hace unos meses no solo por la intervención de la administración Biden, sino también por la cautela dominante de ambas partes. Se juega siempre en la región con la noción de que, tarde o temprano, habrá una guerra entre estos enemigos irreconciliables. Pero ni eso está tan claro, ni ha llegado el momento, a pesar de las apariencias. La razón es simple: una guerra contra Israel podría significar el régimen de la teocracia chií, sometida a una presión social interna sin precedentes. Irán perdería esa guerra, sin apenas dudas. Israel podría verse muy afectada o sufrir daños difícilmente aceptables, pero prevalecería, aunque para ello tuviera que implicarse Estados Unidos, lo que haría, llegado el caso, sin reservas.

Esta dimensión de ”catástrofe” superaría los límites regionales y podría derivar en una guerra internacional sobre cuyas consecuencias se pueden hacer muchas especulaciones, pero no evaluaciones muy precisas. No estamos ya en los años setenta del pasado siglo, cuando EE.UU y la URSS pudieron controlar el desarrollo de la guerra del Yom Kippur. Pero basta con que la superpotencia norteamericana conserve casi intacto su poder de presión para decidir el curso de los acontecimientos. La cautela de China, que ha adquirido un perfil bajo en la crisis, y el silencio de Rusia, que apenas si ha condenado verbalmente la matanza de Gaza, hacen pensar en una estrategia deliberada de ambas potencias para depositar en Washington la carga del conflicto. Teherán ha desarrollado una diplomacia triangular con Pekín y Moscú, pero no le alcanza para apelar a un pacto de protección o defensa, en caso de un ataque masivo israelí. Lo que el régimen podría esperar de sus socios sería, tal vez, una intervención neutralizadora en las primeras fases del conflicto, antes de que la derrota y fin del régimen se hiciera inevitable.

Todas estas implicaciones operan en la mente de los dirigentes políticos y militares israelíes estos días en que la llamada “guerra total” se encuentran oscilando en el filo de la navaja.


NOTAS

(1) “Hezbollah doesn’t want a war with Israel”. MOHANAD HAGE ALI. FOREIGN AFFAIRS, 26 de julio.

(2) “The beeper balance sheet”. DANIEL BYMAN. FOREIGN POLICY, 19 de septiembre.

(3) “Attacks on Hezbollah alter balance of power in long-running fight”. BEN HUBBARD. THE NEW YORK TIMES, 21 de septiembre

EL DISCURSO DEL ODIO Y LOS CONFLICTOS INTERNACIONALES

18 de septiembre de 2024

La incitación a la violencia, real o atribuida, es uno de los asuntos del momento en la gestión de los conflictos internacionales pero también en el ámbito de las confrontaciones políticas nacionales. En las últimas décadas, este fenómeno se ha codificado en función de las narrativas políticas dominantes. En la actualidad parece imponerse el concepto ‘discurso del odio’.

La RAE define el odio como “antipatía o aversión hacia algo o alguien cuyo mal se desea”. Hay sinónimos sustitutivos como aborrecer, detestar, abominar, execrar, reprobar, despreciar, etc. Pero en el debate político occidental se ha impuesto la acepción moral. No es casualidad. En la actual confrontación de poder, desde Occidente se pretende afirmar la superioridad moral de los valores que considera fundacionales de su civilización. Pero los intérpretes de otros sistemas se han apuntado al combate contra la promoción del odio, desde sus puntos de vista propios.

En su estrategia de lucha contra el fenómeno en su dimensión global, la ONU, institución de convivencia entre sistemas distintos,  define el discurso del odio como "cualquier tipo de comunicación ya sea oral o escrita, —o también comportamiento— , que ataca o utiliza un lenguaje peyorativo o discriminatorio en referencia a una persona o grupo en función de lo que son, en otras palabras, basándose en su religión, etnia, nacionalidad, raza, color, ascendencia, género u otras formas de identidad".

Normalmente, el uso del término discurso del odio se atiene a esta formulación consensuada. Sin embargo, no siempre se emplea conforme a ella. Las crisis de los distintos sistemas políticos está provocando manifestaciones de malestar social cada vez más agrias y, en ciertos casos, violentas. La incitación, defensa o simplemente la tolerancia ante las protestas de esta naturaleza han sido consideradas en no pocas ocasiones por los dirigentes políticos de turno como ejemplos del ‘discurso del odio’.

Se pueden citar antecedentes de este uso interesado de tal concepto deslegitimador. Después de que el ‘terrorismo’, como fenómeno no sólo político sino también mediático, hiciera irrupción en los años setenta, se explotó la oportunidad de aplicar inapropiada y abusivamente este término para calificar actuaciones extremas o simplemente airadas: recuérdense expresiones como “terrorismo urbano”, “terrorismo de baja intensidad” y otras similares. Para castigar la incitación de estas conductas se estableció el delito de “apología del terrorismo”. Aparte de su contenido jurídico, este concepto tenía también un componente de deslegitimación política, ideológica y moral.  

El uso interesado del ‘terrorismo’ sigue vigente, por supuesto. Pero ahora el foco público está puesto principalmente en el ‘discurso y los delitos de odio’. No se trata solamente de un cambio de moda. Responde, posiblemente, a la mejor identificación del concepto con un enfoque moral y, por tanto, menos expuesto a las discrepancias públicas.

Después de todo, la ética se percibe como espacio de confort para los dirigentes. Si uno consigue que se le reconozca esta virtud, parece mejor protegido de críticas políticas o ideológicas. Las sucesivas crisis de las ideologías y de los sistemas que en ellas se soportan ha hecho de la rectitud el referente fundamental.

 

USO, ABUSO E HIPOCRESÍA

Pero, como ocurrió con el uso interesado del término ‘terrorismo’, la aplicación del ‘discurso del odio’ no siempre es coherente con las formulaciones coherentes o pactadas. Últimamente, estamos observando cómo se emplea también en las escaramuzas políticas. El uso y abuso de la mentira, una práctica secular en las refriegas políticas desde el principio de los tiempos, se ha convertido ahora en manifestación de ese omnipresente “discurso de odio”.

Colgar este sambenito a un rival o adversario o enemigo empieza a resultar muy rentable, por su capacidad descalificadora. Durante el último debate electoral, Trump acusó a Harris y a Biden de propiciar que “una bala vuele con dirección a mi cabeza”. Bastó con que un tipo extraño y desnortado merodeara esta semana con un arma de asalto por el campo de golf del candidato republicano, para que la supuesta víctima viera confirmada sus palabras. En otras ocasiones, ha sido al revés. Sus adversarios demócratas (y algunos republicanos) han acusado a Trump de propagar el odio por sus proclamas xenófobas contra los inmigrantes que quitan el trabajo a los americanos, les drenan atención médica y, últimamente, hit del verano, se comen sus mascotas.

En EE.UU prima lo simplista y directo.  La opción política es binaria; sin duda contraria a la realidad social, pero inalterada desde hace más de un siglo. La influencia de la religión en la política (en el sistema, mejor dicho) es también una constante que raramente se cuestiona, incluso por dirigentes o colectivos no creyentes. El uso del concepto oportunista del odio encuentra, pues, un terreno abonado. Y, desde luego, en absoluto novedoso. El uso de términos como “imperio del mal” para referirse a los adversarios exteriores es recurrente desde que los gurús neoconservadores de Reagan volvieran a implantarlo en el discurso político, en los años ochenta. Bush Jr. y sus ideólogos neocon lo rescataron y actualizaron con entusiasmo, como justificación de su estrategia de guerra preventiva contra el terror, ilegal y arbitraria, que causó decena de miles de muertos en Oriente Medio.

En Europa, también las referencias ideológicas también se ven solapadas por este auge de lo moral, aunque se despliegue con menos teatralidad. Los mismos dirigentes del consenso centrista que critican a la extrema derecha por sus discursos de odio, aplican con guante blanco políticas que criminalizan a los inmigrantes o, en tono menor, los convierten en chivos expiatorios del malestar social provocado por las quiebras del sistema. Citemos dos ejemplos de actualidad.

El gobierno tricolor alemán, con un socialdemócrata al frente, ha respondido al éxito electoral de la xenófoba Alternativa por Alemania (AfD) en dos länder del Este con la revisión de la política migratoria, el endurecimiento del asilo y la imposición de controles fronterizos. Esto último a costa de contravenir las normas de la Unión Europa (Schengen). De esta forma, Berlín, que suele estar a la cabeza de quienes piden sanciones por otros incumplimientos de reglas comunitarias, no ha tenido problemas en dar muy mal ejemplo con este caso.

Otro gobierno europeo de centro-izquierda, el laborista británico, se alarmó por el alarde de la extrema derecha este pasado verano contra los inmigrantes, en varias ciudades de la deprimida región de las Middlands. Pero, aparte de prometer mano dura y de condenar los discursos de odio, las medidas en estudio por su gobierno apuntan precisamente a colocar en la diana de las frustraciones a los mismos colectivos que los ultras fanáticos.

El primer ministro británico acaba de viajar a  Roma para “interesarse” en las recetas aplicadas por el gobierno de la ultraderechista Giorgia Meloni. Al término de su visita, Keir Starmer elogió los “destacados avances” de Italia para limitar la llegada irregular de inmigrantes y las actividades de las mafias traficantes. Meloni, con el apoyo de la Presidenta de la Comisión Europea, ha depositado el control migratorio en gobiernos norteafricanos, los de Egipto y Túnez, de nula vocación democrática y alarmantes conductas racistas, lo que les coloca en el foco del despliegue del odio que tanto se combate formalmente en Occidente.

Otro de los pilares de la “audaz” política migratoria italiana consiste en encargar a Albania la gestión de las demandas de asilo de las personas interceptadas durante su intento de penetración. Ese país balcánico aspira a ingresar en la UE, pero hay notables dudas sobre la calidad democrática de su sistema política. Además, la fórmula albanesa ha recibido fuertes críticas de los correligionarios de Starmer en Italia, por su elevado coste, su ineficacia y sus dudosos fundamentos éticos. En parecidos términos se ha expresado el exministro de Exteriores laborista David Miliban, hoy director de una ONG dedicada a la protección de los refugiados.

Estas mismas contradicciones se observan en otros asuntos de la política exterior europea. Por ejemplo, se etiquetan como expresiones de odio  (bajo la forma específica  del antisemitismo) las críticas a Israel por su criminal actuación en Palestina. Con el mantra del “derecho de Israel a defenderse”, se pasa por alto un comportamiento cargado de revanchismo, venganza y, en definitiva, de odio (con las notables excepciones de España y algún otro país).

Por el contrario, las acciones armadas de Hamas o de otras facciones palestinas no pactistas han sido consideradas como ‘terrorismo’ afecto al ‘eje del mal, porque se cobran víctimas civiles, entre otras imputaciones. Poco importa que las represalias militares israelíes hayan provocado, ahora y siempre, un número incomparablemente superior de muertos entre la población desarmada: en Gaza Israel ha matado a 40 personas por cada israelí asesinado por Hamas el 7 de octubre pasado. Pero sólo Hamas se encuentra como actor del discurso de odio en la categorización europea dominante.

Por supuesto, a quienes no condenan estas acciones militares por considerarlas como respuestas comprensibles a la ilegal ocupación de sus territorios, el sofocamiento de su economía y la paralización de su desarrollo social se les califica de “antisemitas” y, naturalmente, de propagadores del “discurso del odio”.

KAMALAMANÍA

13 de septiembre de 2024

El primer debate (y último) entre Kamala Harris y Donald Trump ha hecho olvidar el anterior entre Biden y el expresidente hotelero que precipitó la retirada del primero de la carrera electoral.

Los medios liberales occidentales están entusiasmados por el resultado de esta confrontación retórica entre los dos candidatos. La mayoría considera que Trump estuvo “a la defensiva” frente a las críticas agudas y bien articuladas de la líder demócrata. En líneas generales, fue así. Pero difícilmente podía ser de otra forma. La capacidad intelectual y argumentativa de uno y otra es abismal. También la que debería haber habido entre Biden y Trump, si el actual presidente no se encontrara en tal lamentable estado de agilidad mental.

Los propios responsables de la campaña de Harris se muestran cautos sobre las consecuencias reales del debate. “Ganar un debate no es ganar las elecciones”. Obvio. En 2016, Hillary Clinton “desnudó” política e intelectualmente a Trump en los debates, y, como es sabido, aunque ganara las elecciones, la candidata demócrata no consiguió llegar a la Casa Blanca por el sistema electoral vigente.

La Vicepresidenta puso casi toda su energía y dedicó sus mejores reflejos a poner en evidencia las inconsistencias de Trump, en casi todos los asuntos que se abordaron. Tampoco es que fuera muy difícil. El expresidente estuvo en su línea: demagógico, mentiroso, exagerado hasta la estupidez, falaz, aturullado, impreciso y, en algunos momentos, faltón. Cualquier candidato demócrata, incluso sin las habilidades de fiscal de Harris, hubiera hecho emerger la personalidad de Trump.

Los medios han destacado sus referencias inventadas -y lo que es peor, absurdas- sobre los inmigrantes que se comen las mascotas o la pretensión demócratas de matar a recién nacidos en nombre del derecho al aborto. Esta sarta de disparates desacreditan al que las dice.

Kamala sonreía, a veces con un deje de condescendencia. Trató de contenerse, pero no pudo o no quiso hacerlo cuando citó a lideres mundiales no identificados, quienes consideran a Trump una “desgracia”, o cuando dijo que Putin “se lo merendaría”.

En las últimas encuestas antes de la confrontación televisiva, la distancia se había cerrado: un empate técnico liquida la ventaja adquirida por Harris en las semanas posteriores a su selección y posterior confirmación como candidata demócratas. Como era de esperar, se acabó el entusiasmo de la novedad y del alivio por la retirada forzada de Biden.

Una de las claves de este estrechamiento de las encuestas es que muchos de los consultados no estaban convencidos aún de votar a la demócrata porque “necesitaban saber más de ella, de lo que plantea hacer”.

El debate podía haber sido una oportunidad para lograr ese nuevo impulso que Harris necesita, pero parece que lo desperdició. Sólo en el asunto del aborto, Kamala se mostró más precisa y contundente. En los temas económicos, sociales o de política exterior se limitó a manifestaciones vagas y generales, continuistas y convencionales, sin arriesgar posiciones. Ella mismo se destapó al solicitar el apoyo de los republicanos que están hartos de Trump. Ni un guiño a la izquierda demócrata, tal vez porque da por descontado su voto para cerrar el camino de vuelta a Trump.

No termina de entenderse en ese establishment nebuloso compuesto por la clase política convencional, los medios de comunicación y los poderes fácticos que la solidez intelectual, la coherencia política e incluso la objetividad son valores contumazmente despreciados por esa inmensa población que apoya ciegamente a Trump.

Los elogios que los medios liberales han dedicado a Harris se antojan forzados. El resultado de la pelea dialéctica era previsible. La actuación evasiva de la dirigente demócrata, en cambio, es decepcionante. Aparte de la consigna “frenar a Trump”, haría falta algo más para ir a votar con responsabilidad en noviembre.

Otro síntoma de esta pérdida de sustancia ha sido la relevancia que se le ha dado al apoyo de la cantante Taylor Swift a la candidata demócrata. Sin duda, 250 millones de seguidores constituyen un bocado apetecible de votantes. A esto se está reduciendo la política norteamericana.

 

POSDATA: Un apunte marginal sobre los moderadores. Debe ser celebrado que corrigieran con datos o cuestionaran las mentiras de Trump (no era habitual en citas anteriores). Pero quizás se echó en falta que pidieran a los dos participantes que eludieran responder a las preguntas que se les hicieron sobre sus posiciones electorales.

LAS CARETAS DE MACRON

 10 de septiembre de 2024

Macron ha colocado a Francia donde quería: fuera de la influencia de la izquierda. Para ello ha tenido que quitarse varias caretas con las que ha venido ocultando sus verdaderos designios políticos.  La audacia de la que tanto ha presumido ha cedido ante las maniobras que tanto y con tanta aparente indignación renovadora denunció al inicio de su carrera. Macron irrumpió en el panorama político francés con la divisa de acabar de una vez por todas con un viejo estilo de hacer política, de superar el polítiqueo, de liberarse de las anquilosadas estructuras partidarias. Creó un movimiento que pretendía ser dinámico; de ahí su nombre: La República en marcha.

La “marcha” de Macron se encontró pronto con resistencias previsibles y con inercias internas y externas que obligaron a conferirle un carácter cada vez más convencional. El dinamismo mutó en prudentes tanteos. Su fuerza política fue cambiando de denominación a medida que se los problemas se imponían sobre los eslóganes. Hasta acabar en el estancamiento. Fueron las  clases populares y medias quienes se pusieron en marcha, en las calles y en las carreteras de Francia. Los ‘chalecos amarillos’, una confusa mezcla de pequeños comerciantes, dependientes y empleados del país profundo, detuvieron los vehículos propagandistas del Presidente.

Cuando el atasco se adueñó de las autopistas macronistas, el acosado líder tomó la salida hacia Europa, lanzando una renovación que nadie le había pedido y para la que nunca obtuvo especial reconocimiento. Se aventuró incluso con disparar por elevación y sermonear a los socios de la OTAN, a la que diagnosticó “en muerte cerebral” por su falta de respuestas a las crisis mundiales. Para esta huida hacia adelante, eligió la divisa Renaissance (Renacimiento). Concepto vinculado al pasado más que al de futuro, pero plagado de resonancias luminosas.

Sin embargo, las pésimas condiciones objetivas (COVID, guerra en Ucrania, crisis energética, inflación inédita en 50 años, etc) profundizaron el deterioro. Del dinamismo, de la ambición renovadora, de la audacia para hacer las cosas de otro modo ya no quedaba apenas nada. Y Macron se aplicó en ser un político convencional cuyo único propósito ha sido mantenerse en el poder. Al precio que fuera.

Pero como Macron difícilmente admite sus fracasos, se buscó un nuevo empeño movilizador: presentarse ante la ciudadanía, en las elecciones de 2022, como el último baluarte ante el ascenso de los extremismos. Nada novedoso. De hecho, cinco años antes la contienda presidencial ya se dirimió entre él y Marine Le Pen. La izquierda hizo un primer ensayo de recuperación de la dinámica unitaria iniciada en los setenta y que tan buenos resultados le dió a primeros de los 80 (triunfo de Mitterrand). El experimento resultó precipitado y no bien comunicado y Macron obtuvo la reelección, a costa de una derecha conservadora cada vez más débil y dividida. El Presidente tuvo claro que su espacio político natural era el de la derecha. Se olvidó de las ambiciones renovadoras y se sacó la careta del centrismo, sin reconocerlo, por supuesto. En los últimos años su proyecto político se ha basado en desmontar los avances sociales incómodos para su programa liberal y en priorizar la seguridad ciudadana. Las leyes de retraso de la edad de jubilación a los 65 años y el endurecimiento de la política migratoria han sido sus empeños legislativos más notables. Para sacarlos adelante, tuvo que despojarse de otra de sus caretas: el consenso social y político. Al no disponer de mayoría parlamentaria y haber perdido su capacidad inicial de seducción, tuvo que imponer las reformas por decreto ley (artículo 49.3 de la Constitución)

En este proceso de derechización elitista, Macron fortaleció involuntariamente a los dos únicos adversarios potenciales: la extrema derecha (en auge continuo) y la izquierda (fragilizada por sus endémicas divisiones y corroída por desconfianzas cruzadas).

Las elecciones europeas de este año confirmaron lo que era palpable. El partido de Marine Le Pen se convirtió en el más votado, con 30 eurodiputados, frente a los 13 de los macronistas. El sistema proporcional europeo desnudaba la escasa representatividad real del modelo electoral francés, mayoritario a dos vueltas.

No se sabe bien si Macron entró en pánico o simplemente se creyó poseído de la capacidad para manipular los temores y angustias de los franceses, pero lo cierto es que tomó una decisión que, para muchos, ha sido el mayor error de su carrera política: en las puertas del verano y veinte días antes de iniciarse las Olimpiadas, disolvió la Asamblea y convocó elecciones anticipadas. En la estrategia de Macron resonaba la consigna gaullista: “‘O yo o el caos”. O, dicho en el tiempo presente: “O yo o los extremistas”. De izquierdas y de derechas, naturalmente.

Ante el envite del Presidente, la izquierda renovó su maltrecho pacto de unidad, no sólo en fondo, sino también en forma. La apuesta unitaria se olvidó de la desafortunada denominación anterior (NUPES: Nueva Izquierda popular, ecologista y social) y adoptó el más reconocible y combativo nombre de Nuevo Frente Popular.

En la ultraderecha, tampoco se arredraron ante el desafío planteado por el Eliseo. Marine Le Pen consiguió atraerse al sector más ultra de los antiguos gaullistas, quienes, por cierto, se habían hecho con la dirección del Partido (Los Republicanos), en las internas de 2021.

La primera vuelta de las elecciones anticipadas confirmó el esperado triunfo del Reagrupamiento (antes Frente) Nacional, con el 33% de los votos. El Nuevo Frente Popular aguantó bien y obtuvo la segunda plaza, con el 28%. Las formaciones macronistas, cada día más nebulosas, no llegaron al 21%. Los Republicanos se desangraron a derecha e izquierda y se quedaron en el 6,6%.

El Presidente apuró su estrategia: propuso un nuevo pacto republicano contra la ultraderecha. Después de colocar en el mismo saco del extremismo al partido de Le Pen y al NFP, solicitó el apoyo de éste último, para cerrar el paso al RN. La izquierda se sintió pillada en la trampa política: no se fiaba de Macron, pero no podía permitir un triunfo de la extrema derecha. Por tanto, se apuntó al pacto.

La derecha conservadora se mantuvo en su posición ambivalente resumida en la fórmula ni-ni: ni extrema derecha, ni una izquierda dominada por el “extremismo de los insumisos”.

La segunda vuelta, mecanismo electoral ideado por De Gaulle para asegurarse el poder, viene sirviendo desde hace treinta años como válvula de seguridad contra la ultraderecha. En esta ocasión, la alianza incómoda entre el centro-derecha y la izquierda salvó en apariencia al Eliseo, pero al favorecer un triunfo insuficiente del NFP (193 diputados en la composición de la Asamblea), obligaba a un pacto con los macronistas (166 escaños). Los 47 exgaulistas, ahora rebautizados con el más acorde nombre de Derecha Republicana, se excluyeron desde un principio de ese pacto. El partido lepenista y aliados, con 143 diputados, se limitó a esperar la deriva de la V República.

Macron se acogió a los Juegos para decidir una “tregua olímpica”. Esta espera le permitía hurgar en las divisiones de la izquierda, donde enseguida se evidenciaron las dificultades en proponer al Eliseo un candidato común para Matignon. Según la Constitución, el primer ministro lo elige el Presidente, una vez escuchado a los líderes de los grupos políticos representados en la Asamblea Nacional. Pero no se trata de una selección mecánica. El Jefe del Estado francés, contrariamente al italiano, no es un mero árbitro: tiene funciones ejecutivas y disfruta de voluntad política para ejercerlas.

Mientras la izquierda se complicaba la tarea, el macronismo fomentaba la división en el Partido Socialista, eslabón débil de la unidad del NFP. La derecha socialista, encabezada informalmente por el expresidente Hollande, dejaba entender que podría llegar a un pacto con Macron, lo que equivaldría a restituir, con papeles cambiados, el último mandato socialista en el Eliseo, en el que Macron fue durante algún tiempo Ministro de Economía. Esta solución no desagradaba de los seguidores de la alcaldesa socialista de París, Ana Hidalgo, muy resentida con los insumisos por su feroz oposición en el consistorio capitalino.

Pero el Secretario General del PSF, Olivier Faure, no cedió a las presiones del ala derecha y mantuvo su pacto con el resto de fuerzas de izquierda, que terminaron encontrando en Lucie Castets, una joven funcionaria precisamente de la Alcaldía parisina (Directora de Finanzas), una candidata inequívocamente progresista sin adscripción partidaria.

Macron se opuso sin ambages, con el argumento cierto pero esquinado de que ella no resistiría una moción de censura. Profundizó entonces en las divisiones socialistas al insinuar que podría elegir a Bernard Cazeneuve, veterano dirigente socialista, jefe de gobierno y antes ministro del Interior con Hollande y enemigo acérrimo de la unidad de la izquierda, por su  enemistad declarada con el exsocialista líder insumiso, Jean-Luc Melenchon. Macron lo invitó al Eliseo y dejó que se filtraran los nombres de otros socialistas del ala derecha que se habían dejado querer o que simplemente él sabía que no declinarían el ofrecimiento. Tras una acalorada y tensa reunión de sus órganos de dirección, Faure impuso su mayoría y abortó las maniobras del Eliseo.

Si Macron hubiera tenido la voluntad de respetar el fragmentado veredicto popular habría intentado convencer a los suyos para que apoyaran a la candidata de la izquierda. Pero eso era justamente lo que no quería. En consecuencia, no tuvo más remedio que despojarse de las últimas caretas que le quedaban. Intentó la opción de Xavier Bertrand, actual presidente del Departamento de los Altos del Sena y poco apreciado en la dirección de su partido. Fue otro ejercicio de fogueo: para evitar un choque frontal con la DR, a la que necesitaba imperiosamente, eligió a Michel Barnier como primer ministro.

El aparato propagandístico del Eliseo y no pocos medios liberales han elogiado la figura de Barnier, su experiencia y capacitación. Ha sido cuatro veces ministro con gobiernos derechistas (de Chirac y de Sarkozy), Comisario europeo en varias carteras y negociador de la fase final de Brexit. Este último desempeño ha sido quizás el más celebrado. Pero no se puede olvidar que, cuando él recibió el encargo, ya no había más opciones que un acuerdo, so pena de una descomposición general de las relaciones entre el Reino Unido y la UE.

En todo caso, y con independencia de los méritos personales de Barnier, su elección contraría muchos de los fundamentos del discurso macronista; a saber:

1)      Barnier pertenece a un partido conservador, reacio al reformismo y muy convencional.

2)      Su partido, ahora denominado Derecha Republicana, ha sido el menos votado de las grandes formaciones (apenas un 6,5% en primera vuelta)

3)      Además de lo anterior, el partido de Barnier ha sido el único de los grandes que no quiso sumarse a los pactos de desistimiento en segunda vuelta para impedir el triunfo de la ultraderecha.

4)      Ni siquiera es un dirigente señalado de DR, ya que en las elecciones internas de 2021 fue uno de los aspirantes menos votados.

5)      La trayectoria política de Barnier no es precisamente la de un renovador. Es un producto clásico de esa política que Macron prometió superar en 2017.

6)      Y lo más demoledor en términos de pérdida de credibilidad, Barnier no despierta la oposición del Reagrupamiento Nacional, contrariamente al propio Bertrand, por ejemplo, no tanto porque sea conservador radical o próximo a la ultraderecha, sino por su perfil negociador y conciliador. De hecho, en sus primeras declaraciones públicas, el escogido por Macron ya ha dicho explícitamente que no aplicará el cordón sanitario a partido alguno. Marine Le Pen le ha devuelto el cumplido con el propósito de no apoyar la moción de censura que ya ha anunciado el NFP.

En conclusión, desde 2017 Macron se ha ido dejando las plumas ficticias que escondían su proyecto político: el reformismo (convertido en reacción por sus leyes antisociales), el centrismo (ahogado en el derechismo dominante de las clases privilegiadas francesas), la renovación de las estructuras políticas (con un partido personalista que no ha cuajado del todo y el apoyo más claro del más convencional de sus aparentes adversarios), el rejuvenecimiento del equipo dirigente (ha pasado del primer ministro más joven al más viejo de la historia francesa), la conciliación social (ahogada en un clima de malestar sin precedentes), el republicanismo de los valores frente a la ultraderecha agresiva (a la que ahora convierte en garante de sus decisiones) y la audacia política (disuelta en una cadena de maniobras para conservar el poder hasta 2027 y, si aún es posible, construir un legado decente.

ALEMANIA: LA REVANCHA DEL ESTE

  4 de septiembre de 2024

La mayoría de los análisis de las recientes elecciones en dos länder del Este de Alemania se han centrado en destacar amplitud del triunfo de la extrema derecha y las consecuencias sobre la estabilidad del actual gobierno tripartido federal.

Sin duda, no por esperado el avance de la Alternativa por Alemania (AfD) ha provocado inquietud e incluso alarma en los círculos políticos y mediáticos del consenso centrista en el país y en la mayoría de los países europeos . Se repite, con sus rasgos propios, lo ocurrido en Francia o en los Países Bajos, donde partidos radical de derecha se han convertido en la primera fuerza electoral.

Debemos resaltar esta formulación: una cosa es ganar las elecciones y otra poder gobernar, o al menos determinar la orientación del gobierno. En Francia, el RN (Reagrupación Nacional) es el partido con más diputados en la Asamblea Nacional, pero no tiene posibilidad alguna de encabezar un ejecutivo. Más allá de lo que el Presidente de la República quiera prolongar el interinato actual y de sus maniobras para negarle a la izquierda la responsabilidad de marcar el rumbo del país, en ninguna fórmula posible aparece la formación de Marine Le Pen.

En los Países Bajos, el Partido de la Libertad también fue el más votado en mayo, pero, al no contar con mayoría suficiente, se tuvo que plegar a formar parte de una coalición amplia de derechas, en la que marcará su impronta pero no podrá actuar a conveniencia.

Podríamos mencionar también el caso italiano, donde la ultraderecha encabeza con holgura otra coalición conservadora-nacionalista pseudoliberal, que ha tenido que rebajar algunas de sus pretensiones radicales. Tras el fiasco de una alianza con la derecha conservadora posterior a las elecciones europeas, Giorgia Meloni, jefa del gobierno, parece decidida a recuperar parte de su programa extremo. Algunos dicen que por despecho; otros, que nunca renunció a ello.

En Alemania, el test no ha sido nacional, sino regional, y en el territorio más propicio para los ultras. En Turingia, la AfD ha sido el partido más votado, con la tercera parte de los votos (32,8%), y en Sajonia ha obtenido algo menos (30%) y queda sólo por detrás de la CDU.

La implantación de la AfD en el Este no es reciente. En las elecciones anteriores de Turingia ya habían cosechado resultados prometedores. El cordón sanitario (todos contra la AfD) les había privado de tocar poder real. Pero a punto estuvieron de hacer saltar ese veto explícito. Sólo la intervención in extremis de la entonces Canciller Merkel impidió un acuerdo entre la CDU y la AfD, lo que le costó la secretaría general del partido a Annegret Kramp-Karrenbauer, llamada a ser la potencial sucesora. La voluntad de impedir un gobierno ultra en Erfurt (capital de Turingia) se mantiene verbalmente, pero habrá que esperar.

NO TODO SE DEBE A LA INMIGRACIÓN

Los analistas explican esta consolidación de la extrema derecha principalmente por sus propuestas radicales contra la inmigración, uno de los pilares de su éxito en otras partes de Europa. Sin duda, buena parte del electorado sintoniza con los políticos ultras en este sentimiento xenófobo. En Alemania, por su historia y rasgos culturales, el rechazo al extranjero enciende las alarmas. Algunos comentarios indulgentes de uno de sus líderes sobre las SS obligaron a Le Pen a dejar a este partido fuera del realineamiento ultra en Europa.

Pese a esto, el canciller Scholz trató de aplacar la presentida oleada xenófoba con el anuncio de nuevas deportaciones de inmigrantes ilegales que no pudieron acreditar las condiciones para adquirir el estatuto de refugiados o que hubieran vulnerado la ley de cualquier forma. De poco ha servido intentar neutralizar a la extrema derecha con medidas que ésta plantea aunque sea de manera más demagógica y retorcida.

En todo caso, hay que considerar que en estos dos länder de Turingia y Sajonia apenas hay inmigración y los refugiados son muy escasos. La población conjunta de ambos apenas representa un tercio de la que tiene el estado más poblado, Renania del Norte-Westfalia. Por tanto, allí la inmigración ha sido más un referente que una presión real para los xenófobos.

Por lo tanto, deben tenerse en cuenta otros factores. El más importante, sin duda, el malestar social por la crisis derivada de la guerra de Ucrania, el alza notable de los precios de la energía y el descenso de la actividad económica en general. Pero no puede olvidarse el sentimiento de abandono y marginación que, lejos de extinguirse, ha ido en aumento en el Este tras la unificación de hace tres décadas. La sensación de ser los perdedores de lo que se vendió como una oportunidad para una nueva edad dorada de una Alemania democrática se hace cada año más amarga. Y no hay perspectiva de cambio. Si escuchamos a los informadores occidentales que han visitado estos territorios durante las últimas semanas, es fácil percibir esta desafección hacia el centro del poder federal, que sigue anclado en el Oeste, aunque se desplazara a Berlín tras la unificación.

LA IZQUIERDA EMERGENTE

La revancha del Este adquiere este perfil que medios y clase política liberales caracterizan de “extrema”. Y aquí no sólo se refieren a la AfD, sino al otro gran protagonista de las elecciones, la Alianza Sarah Wagenknech (BSW). En torno a esta figura llamativa de la izquierda oriental, antigua militante del partido Die Linke (La Izquierda), lejano sucesor del SED (partido comunista gobernante entre 1945 y 1990), se han reunido numerosos militantes cansados de la falta de respuestas convencionales del consenso centrista. En Turingia han obtenido el 16% de los votos y  15 diputados y este mismo número en Sajonia, con un 12% de sufragios.

Los partidos de la alternancia de gobierno considera  a la BSW como un partido “izquierdista conservador” y, por supuesto, “populista”. Esta última etiqueta está muy manida, pero la primera despierta mayor interés. Wagenknecht defiende un programa clásico de izquierdas, con más inversión social, pensiones más generosas y mejores y más amplios servicios sociales. Aparte, claro está de una compensación al Este por el daño sufrido tras la reunificación.

Pero, en contraste con esto, cuestiona la política migratoria de los últimos gobiernos, no tanto por xenofobia cuando por ser un recurso que interesa más el empresariado deseoso de contar con mano de obra barata que a las clases populares nacionales. Ciertamente, su tono ha sido en ocasiones ambiguo, como cuando ha pedido a la clase política tradicional “más coraje” para abordar el asunto de la inmigración. Pero resulta extraño atribuir xenofobia a un partido cuya Secretaria General se llama Amina Mohamed Alí.

Pero lo que más molesta los políticos convencionales y a los medios que viven de sus fortunas y desventuras son las arremetidas de SW contra el estilo de vida yuppie de las clases acomodadas en el Oeste y, en mejor medida, en el Este. Wagenknecht ha sido periodista de televisión y tertuliana. Su elocuencia y acidez han sido reconocidas incluso por sus detractores. Está casada con el que fuera líder del SPD, Oskar Lafontaine, antes  jefe de filas de su sector más izquierdista del partido y azote notable de las anquilosadas estructuras del partido.

La BSW ya obtuvo un buen resultado en las recientes elecciones europeas y seis escaños en la Eurocámara. Die Linke, su principal competidor en la izquierda crítica sólo obtuvo tres, pero no ha permitido la incorporación de los escindidos en el Grupo Confederal de la Izquierda Unitaria Europea. Los diputados de Sarah Wagenknecht se han quedado en el limbo de los No Inscritos.

Ciertos comentarios apuntan a un posible entendimiento entre “los dos extremos” para hacer saltar el cordón sanitario. Sin entrar en desmentidos, portavoces de este nueva formación (no se puede aún considerar partido) han rechazado esta interesada desinformación.

El otro elemento de reproche contra la BSW tiene que ver con la guerra de Ucrania. Wagenknecht aboga claramente por el fin negociado del conflicto, se opone a la política de rearme de Ucrania practicada por la OTAN (y en particular por Berlín) y la detención del programa de militarización de la actual coalición, aunque al final haya sido menos intenso de lo anunciado. Esta alianza del descontento cree que el final de la guerra permitirá redistribuir recursos en beneficio de los más pobres. A los que les consideran “prorrusos” o “marionetas de Putin” replican que su programa “condena la agresión de Rusia contra Ucrania, contraria al derecho internacional”.

La BSW, según las encuestas, puede superar a Die Linke y al gubernamental Partido Liberal  en las próximas elecciones federales (2025) y está a sólo tres puntos de los Verdes, el segundo partido de la coalición semáforo. El SPD, debilitado por todos su flancos, debería escuchar a estas voces críticas e ir más allá de alertar contra el peligro ultraderechista. Ocuparse de las causas y no sólo ponerse a la defensiva.