24 de septiembre de 2024
Políticos, diplomáticos,
analistas y medios llevan meses advirtiendo del “riesgo de escalada militar” entre
Israel y la milicia libanesa de Hezbollah (Partido de Alá, de confesión
chií). Todavía están en esa narrativa, pese a que lo ocurrido en estos últimos
días permitiría hablar ya de guerra. Se puede incurrir en discusiones técnicas
sobre la amplitud de las operaciones y, fijar una línea rebasada la cual se
considere calificar la confrontación de “guerra”.
Este tipo de disquisiciones
importan muy poco a la población que sufre los efectos de una hostilidad. Sólo
en el pasado fin de semana han muerto casi cuatrocientas personas en el sur del
Líbano y en Beirut; a las que hay que sumar un par de víctimas mortales en
poblaciones del norte de Israel. Los intensos bombardeos israelíes de los
últimos días difícilmente pueden escapar a la sensación de que el Líbano se
encuentra atrapado de nuevo en la guerra. Una más.
Desde el pasado verano, se
han venido haciendo intensas gestiones bajo control del gobierno norteamericano
para que se mantuvieran las denominadas “reglas de confrontación” entre las dos
partes, instauradas desde el final de la guerra que acabó en 2006 con la
evacuación israelí del Líbano salvo algunas posiciones de seguridad y
control.
Desde octubre del año
pasado, el liderazgo de la milicia chií se ha visto condicionado por las
operaciones de Israel en Gaza y las interminables y falaces negociaciones para
lograr treguas “humanitarias”. Mientras la campaña israelí continuase, era difícil
que Hezbollah abandonara su política de solidaridad con Hamás y cesara en su
hostigamiento intermitente contra las posiciones de Israel en la frontera o sobre
núcleos dispersos de población. Todos los especialistas en este conflicto han
venido coincidiendo en que ni Hezbollah ni Israel estaban interesados en
una “escalada” que pudiera derivar en una “guerra total” (1).
La gran pregunta es si, para
llegar a la situación en la que nos encontramos ahora, ha habido realmente voluntad
de respetar esta actitud de restricción mutua o si uno o los dos bandos ha
cambiado de estrategia y parece ahora más dispuesto a no frenar a toda costa la
deriva militar. Hay opiniones para todos los gustos.
El ataque mediante la
instalación de explosivos en buscas y walki-talkies empleados por
operativos de Hezbollah ha sido jaleado como una muestra más de la “audacia”
israelí en su combate contra sus enemigos. Se quiere dar la impresión de que Israel
ha iniciado ya la “fase psicológica” de esa hipotética escalada, al infligir
tamaña “humillación” a la milicia chií y enviarle el mensaje de que todas sus
defensas y escondites son vulnerables (2).
Si se acepta este enfoque,
parece claro que la decisión de la milicia chií no parece depender de su voluntad
o designio estratégico, sino de su capacidad militar real para actuar sin
perecer en el esfuerzo. Durante años se ha considerado a Hezbollah como
el actor más sólido de la red de agentes proiraníes en Oriente Medio, de la que
forman parte las milicias chiíes iraquíes, unidades especiales del ejército
sirio, las milicias yemeníes de los hutíes y otros efectivos menores.
Con un stock calculado de 100.000 mil cohetes, sistemas de detección e
intercepción de misiles y un arsenal notable de drones, las capacidades bélicas
de Hezbollah ha aumentado notablemente en los últimas décadas. A lo que
hay que sumar la experiencia en combate reforzada por su participación en la
guerra de Siria, donde fueron uno de los puntales del apoyo al régimen de
Assad.
Pero dicho todo esto, la fortaleza
de este partido-milicia palidece ante la superioridad abrumadora de Israel, que
también es hoy mucho más fuerte que hace dieciocho años. La citada operación de
los buscas no es, en realidad, más que un episodio más de una larga
trayectoria de esfuerzo tecnológico por preservar la noción de invencibilidad israelí
(3).
De lo anterior se deduce que
el control de esa famosa “escalada” (o, para ser más fiel a la realidad, el
freno de la misma antes de llegar al último escalón) sólo está en manos de
Israel. No sólo el más fuerte militarmente dicta las normas y el ritmo de las guerras,
por lo general. También el que posee las mejores bazas diplomáticas puede
gestionar el alcance de los conflictos cuando ya se convierten en inevitables.
Israel también domina ampliamente en este campo, pese a esa apariencia
hipócrita de neutralidad de Estados Unidos y la impotencia habitual de los
estados europeos más implicados. Una cosa es que se quiera frenar la escalada y
otra que se esté dispuesto a controlar al bando más fuerte para impedir que
imponga su ley o su estrategia. Washington no ha frenado significativamente a
Israel en Gaza y no lo hará en Líbano, por mucho que los dirigentes
norteamericanos afirmen lo contrario.
Hezbollah, sin duda, no está
sólo o aislado. Sus socios del “eje de resistencia” pueden hostigar a Israel,
abriendo frente simultáneos, pero es difícil que le ocasionen problemas
insolubles. Además, no debe olvidarse que en el combate contra los hutíes
yemeníes en el Mar Rojo participan fuerzas navales occidentales bajo el
habitual liderazgo norteamericano.
En lo que respecta al gran
patrón de la milicia libanesa, el régimen iraní, su capacidad de maniobra es
también muy reducida. Las escaramuzas de confrontación directa entre Israel e
Irán fueron abortadas hace unos meses no solo por la intervención de la
administración Biden, sino también por la cautela dominante de ambas partes. Se
juega siempre en la región con la noción de que, tarde o temprano, habrá una
guerra entre estos enemigos irreconciliables. Pero ni eso está tan claro, ni ha
llegado el momento, a pesar de las apariencias. La razón es simple: una guerra contra
Israel podría significar el régimen de la teocracia chií, sometida a una
presión social interna sin precedentes. Irán perdería esa guerra, sin apenas
dudas. Israel podría verse muy afectada o sufrir daños difícilmente aceptables,
pero prevalecería, aunque para ello tuviera que implicarse Estados Unidos, lo
que haría, llegado el caso, sin reservas.
Esta dimensión de ”catástrofe”
superaría los límites regionales y podría derivar en una guerra internacional sobre
cuyas consecuencias se pueden hacer muchas especulaciones, pero no evaluaciones
muy precisas. No estamos ya en los años setenta del pasado siglo, cuando EE.UU y
la URSS pudieron controlar el desarrollo de la guerra del Yom Kippur. Pero basta
con que la superpotencia norteamericana conserve casi intacto su poder de
presión para decidir el curso de los acontecimientos. La cautela de China, que ha
adquirido un perfil bajo en la crisis, y el silencio de Rusia, que apenas si ha
condenado verbalmente la matanza de Gaza, hacen pensar en una estrategia
deliberada de ambas potencias para depositar en Washington la carga del conflicto.
Teherán ha desarrollado una diplomacia triangular con Pekín y Moscú, pero no le
alcanza para apelar a un pacto de protección o defensa, en caso de un ataque masivo
israelí. Lo que el régimen podría esperar de sus socios sería, tal vez, una
intervención neutralizadora en las primeras fases del conflicto, antes de que
la derrota y fin del régimen se hiciera inevitable.
Todas estas implicaciones operan
en la mente de los dirigentes políticos y militares israelíes estos días en que
la llamada “guerra total” se encuentran oscilando en el filo de la navaja.
NOTAS
(1) “Hezbollah doesn’t want a war with Israel”. MOHANAD
HAGE ALI. FOREIGN AFFAIRS, 26 de julio.
(2) “The beeper balance sheet”. DANIEL BYMAN. FOREIGN
POLICY, 19 de septiembre.
(3) “Attacks on Hezbollah alter balance of power in long-running
fight”. BEN HUBBARD. THE NEW YORK TIMES, 21 de septiembre