LAS CARETAS DE MACRON

 10 de septiembre de 2024

Macron ha colocado a Francia donde quería: fuera de la influencia de la izquierda. Para ello ha tenido que quitarse varias caretas con las que ha venido ocultando sus verdaderos designios políticos.  La audacia de la que tanto ha presumido ha cedido ante las maniobras que tanto y con tanta aparente indignación renovadora denunció al inicio de su carrera. Macron irrumpió en el panorama político francés con la divisa de acabar de una vez por todas con un viejo estilo de hacer política, de superar el polítiqueo, de liberarse de las anquilosadas estructuras partidarias. Creó un movimiento que pretendía ser dinámico; de ahí su nombre: La República en marcha.

La “marcha” de Macron se encontró pronto con resistencias previsibles y con inercias internas y externas que obligaron a conferirle un carácter cada vez más convencional. El dinamismo mutó en prudentes tanteos. Su fuerza política fue cambiando de denominación a medida que se los problemas se imponían sobre los eslóganes. Hasta acabar en el estancamiento. Fueron las  clases populares y medias quienes se pusieron en marcha, en las calles y en las carreteras de Francia. Los ‘chalecos amarillos’, una confusa mezcla de pequeños comerciantes, dependientes y empleados del país profundo, detuvieron los vehículos propagandistas del Presidente.

Cuando el atasco se adueñó de las autopistas macronistas, el acosado líder tomó la salida hacia Europa, lanzando una renovación que nadie le había pedido y para la que nunca obtuvo especial reconocimiento. Se aventuró incluso con disparar por elevación y sermonear a los socios de la OTAN, a la que diagnosticó “en muerte cerebral” por su falta de respuestas a las crisis mundiales. Para esta huida hacia adelante, eligió la divisa Renaissance (Renacimiento). Concepto vinculado al pasado más que al de futuro, pero plagado de resonancias luminosas.

Sin embargo, las pésimas condiciones objetivas (COVID, guerra en Ucrania, crisis energética, inflación inédita en 50 años, etc) profundizaron el deterioro. Del dinamismo, de la ambición renovadora, de la audacia para hacer las cosas de otro modo ya no quedaba apenas nada. Y Macron se aplicó en ser un político convencional cuyo único propósito ha sido mantenerse en el poder. Al precio que fuera.

Pero como Macron difícilmente admite sus fracasos, se buscó un nuevo empeño movilizador: presentarse ante la ciudadanía, en las elecciones de 2022, como el último baluarte ante el ascenso de los extremismos. Nada novedoso. De hecho, cinco años antes la contienda presidencial ya se dirimió entre él y Marine Le Pen. La izquierda hizo un primer ensayo de recuperación de la dinámica unitaria iniciada en los setenta y que tan buenos resultados le dió a primeros de los 80 (triunfo de Mitterrand). El experimento resultó precipitado y no bien comunicado y Macron obtuvo la reelección, a costa de una derecha conservadora cada vez más débil y dividida. El Presidente tuvo claro que su espacio político natural era el de la derecha. Se olvidó de las ambiciones renovadoras y se sacó la careta del centrismo, sin reconocerlo, por supuesto. En los últimos años su proyecto político se ha basado en desmontar los avances sociales incómodos para su programa liberal y en priorizar la seguridad ciudadana. Las leyes de retraso de la edad de jubilación a los 65 años y el endurecimiento de la política migratoria han sido sus empeños legislativos más notables. Para sacarlos adelante, tuvo que despojarse de otra de sus caretas: el consenso social y político. Al no disponer de mayoría parlamentaria y haber perdido su capacidad inicial de seducción, tuvo que imponer las reformas por decreto ley (artículo 49.3 de la Constitución)

En este proceso de derechización elitista, Macron fortaleció involuntariamente a los dos únicos adversarios potenciales: la extrema derecha (en auge continuo) y la izquierda (fragilizada por sus endémicas divisiones y corroída por desconfianzas cruzadas).

Las elecciones europeas de este año confirmaron lo que era palpable. El partido de Marine Le Pen se convirtió en el más votado, con 30 eurodiputados, frente a los 13 de los macronistas. El sistema proporcional europeo desnudaba la escasa representatividad real del modelo electoral francés, mayoritario a dos vueltas.

No se sabe bien si Macron entró en pánico o simplemente se creyó poseído de la capacidad para manipular los temores y angustias de los franceses, pero lo cierto es que tomó una decisión que, para muchos, ha sido el mayor error de su carrera política: en las puertas del verano y veinte días antes de iniciarse las Olimpiadas, disolvió la Asamblea y convocó elecciones anticipadas. En la estrategia de Macron resonaba la consigna gaullista: “‘O yo o el caos”. O, dicho en el tiempo presente: “O yo o los extremistas”. De izquierdas y de derechas, naturalmente.

Ante el envite del Presidente, la izquierda renovó su maltrecho pacto de unidad, no sólo en fondo, sino también en forma. La apuesta unitaria se olvidó de la desafortunada denominación anterior (NUPES: Nueva Izquierda popular, ecologista y social) y adoptó el más reconocible y combativo nombre de Nuevo Frente Popular.

En la ultraderecha, tampoco se arredraron ante el desafío planteado por el Eliseo. Marine Le Pen consiguió atraerse al sector más ultra de los antiguos gaullistas, quienes, por cierto, se habían hecho con la dirección del Partido (Los Republicanos), en las internas de 2021.

La primera vuelta de las elecciones anticipadas confirmó el esperado triunfo del Reagrupamiento (antes Frente) Nacional, con el 33% de los votos. El Nuevo Frente Popular aguantó bien y obtuvo la segunda plaza, con el 28%. Las formaciones macronistas, cada día más nebulosas, no llegaron al 21%. Los Republicanos se desangraron a derecha e izquierda y se quedaron en el 6,6%.

El Presidente apuró su estrategia: propuso un nuevo pacto republicano contra la ultraderecha. Después de colocar en el mismo saco del extremismo al partido de Le Pen y al NFP, solicitó el apoyo de éste último, para cerrar el paso al RN. La izquierda se sintió pillada en la trampa política: no se fiaba de Macron, pero no podía permitir un triunfo de la extrema derecha. Por tanto, se apuntó al pacto.

La derecha conservadora se mantuvo en su posición ambivalente resumida en la fórmula ni-ni: ni extrema derecha, ni una izquierda dominada por el “extremismo de los insumisos”.

La segunda vuelta, mecanismo electoral ideado por De Gaulle para asegurarse el poder, viene sirviendo desde hace treinta años como válvula de seguridad contra la ultraderecha. En esta ocasión, la alianza incómoda entre el centro-derecha y la izquierda salvó en apariencia al Eliseo, pero al favorecer un triunfo insuficiente del NFP (193 diputados en la composición de la Asamblea), obligaba a un pacto con los macronistas (166 escaños). Los 47 exgaulistas, ahora rebautizados con el más acorde nombre de Derecha Republicana, se excluyeron desde un principio de ese pacto. El partido lepenista y aliados, con 143 diputados, se limitó a esperar la deriva de la V República.

Macron se acogió a los Juegos para decidir una “tregua olímpica”. Esta espera le permitía hurgar en las divisiones de la izquierda, donde enseguida se evidenciaron las dificultades en proponer al Eliseo un candidato común para Matignon. Según la Constitución, el primer ministro lo elige el Presidente, una vez escuchado a los líderes de los grupos políticos representados en la Asamblea Nacional. Pero no se trata de una selección mecánica. El Jefe del Estado francés, contrariamente al italiano, no es un mero árbitro: tiene funciones ejecutivas y disfruta de voluntad política para ejercerlas.

Mientras la izquierda se complicaba la tarea, el macronismo fomentaba la división en el Partido Socialista, eslabón débil de la unidad del NFP. La derecha socialista, encabezada informalmente por el expresidente Hollande, dejaba entender que podría llegar a un pacto con Macron, lo que equivaldría a restituir, con papeles cambiados, el último mandato socialista en el Eliseo, en el que Macron fue durante algún tiempo Ministro de Economía. Esta solución no desagradaba de los seguidores de la alcaldesa socialista de París, Ana Hidalgo, muy resentida con los insumisos por su feroz oposición en el consistorio capitalino.

Pero el Secretario General del PSF, Olivier Faure, no cedió a las presiones del ala derecha y mantuvo su pacto con el resto de fuerzas de izquierda, que terminaron encontrando en Lucie Castets, una joven funcionaria precisamente de la Alcaldía parisina (Directora de Finanzas), una candidata inequívocamente progresista sin adscripción partidaria.

Macron se opuso sin ambages, con el argumento cierto pero esquinado de que ella no resistiría una moción de censura. Profundizó entonces en las divisiones socialistas al insinuar que podría elegir a Bernard Cazeneuve, veterano dirigente socialista, jefe de gobierno y antes ministro del Interior con Hollande y enemigo acérrimo de la unidad de la izquierda, por su  enemistad declarada con el exsocialista líder insumiso, Jean-Luc Melenchon. Macron lo invitó al Eliseo y dejó que se filtraran los nombres de otros socialistas del ala derecha que se habían dejado querer o que simplemente él sabía que no declinarían el ofrecimiento. Tras una acalorada y tensa reunión de sus órganos de dirección, Faure impuso su mayoría y abortó las maniobras del Eliseo.

Si Macron hubiera tenido la voluntad de respetar el fragmentado veredicto popular habría intentado convencer a los suyos para que apoyaran a la candidata de la izquierda. Pero eso era justamente lo que no quería. En consecuencia, no tuvo más remedio que despojarse de las últimas caretas que le quedaban. Intentó la opción de Xavier Bertrand, actual presidente del Departamento de los Altos del Sena y poco apreciado en la dirección de su partido. Fue otro ejercicio de fogueo: para evitar un choque frontal con la DR, a la que necesitaba imperiosamente, eligió a Michel Barnier como primer ministro.

El aparato propagandístico del Eliseo y no pocos medios liberales han elogiado la figura de Barnier, su experiencia y capacitación. Ha sido cuatro veces ministro con gobiernos derechistas (de Chirac y de Sarkozy), Comisario europeo en varias carteras y negociador de la fase final de Brexit. Este último desempeño ha sido quizás el más celebrado. Pero no se puede olvidar que, cuando él recibió el encargo, ya no había más opciones que un acuerdo, so pena de una descomposición general de las relaciones entre el Reino Unido y la UE.

En todo caso, y con independencia de los méritos personales de Barnier, su elección contraría muchos de los fundamentos del discurso macronista; a saber:

1)      Barnier pertenece a un partido conservador, reacio al reformismo y muy convencional.

2)      Su partido, ahora denominado Derecha Republicana, ha sido el menos votado de las grandes formaciones (apenas un 6,5% en primera vuelta)

3)      Además de lo anterior, el partido de Barnier ha sido el único de los grandes que no quiso sumarse a los pactos de desistimiento en segunda vuelta para impedir el triunfo de la ultraderecha.

4)      Ni siquiera es un dirigente señalado de DR, ya que en las elecciones internas de 2021 fue uno de los aspirantes menos votados.

5)      La trayectoria política de Barnier no es precisamente la de un renovador. Es un producto clásico de esa política que Macron prometió superar en 2017.

6)      Y lo más demoledor en términos de pérdida de credibilidad, Barnier no despierta la oposición del Reagrupamiento Nacional, contrariamente al propio Bertrand, por ejemplo, no tanto porque sea conservador radical o próximo a la ultraderecha, sino por su perfil negociador y conciliador. De hecho, en sus primeras declaraciones públicas, el escogido por Macron ya ha dicho explícitamente que no aplicará el cordón sanitario a partido alguno. Marine Le Pen le ha devuelto el cumplido con el propósito de no apoyar la moción de censura que ya ha anunciado el NFP.

En conclusión, desde 2017 Macron se ha ido dejando las plumas ficticias que escondían su proyecto político: el reformismo (convertido en reacción por sus leyes antisociales), el centrismo (ahogado en el derechismo dominante de las clases privilegiadas francesas), la renovación de las estructuras políticas (con un partido personalista que no ha cuajado del todo y el apoyo más claro del más convencional de sus aparentes adversarios), el rejuvenecimiento del equipo dirigente (ha pasado del primer ministro más joven al más viejo de la historia francesa), la conciliación social (ahogada en un clima de malestar sin precedentes), el republicanismo de los valores frente a la ultraderecha agresiva (a la que ahora convierte en garante de sus decisiones) y la audacia política (disuelta en una cadena de maniobras para conservar el poder hasta 2027 y, si aún es posible, construir un legado decente.

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