18 de septiembre de 2024
La incitación a la violencia, real o atribuida, es uno de los asuntos del momento en la gestión de los conflictos internacionales pero también en el ámbito de las confrontaciones políticas nacionales. En las últimas décadas, este fenómeno se ha codificado en función de las narrativas políticas dominantes. En la actualidad parece imponerse el concepto ‘discurso del odio’.
La RAE define el odio como
“antipatía o aversión hacia algo o alguien cuyo mal se desea”. Hay sinónimos
sustitutivos como aborrecer, detestar, abominar, execrar, reprobar,
despreciar, etc. Pero en el debate político occidental se ha impuesto la
acepción moral. No es casualidad. En la actual confrontación de poder, desde
Occidente se pretende afirmar la superioridad moral de los valores que
considera fundacionales de su civilización. Pero los intérpretes de otros
sistemas se han apuntado al combate contra la promoción del odio, desde sus puntos
de vista propios.
En su estrategia de lucha
contra el fenómeno en su dimensión global, la ONU, institución de convivencia
entre sistemas distintos, define el
discurso del odio como "cualquier tipo de comunicación ya sea oral o
escrita, —o también comportamiento— , que ataca o utiliza
un lenguaje peyorativo o discriminatorio en referencia a una
persona o grupo en función de lo que son, en otras palabras, basándose en
su religión, etnia, nacionalidad, raza, color, ascendencia, género u otras
formas de identidad".
Normalmente, el uso del
término discurso del odio se atiene a esta formulación consensuada. Sin
embargo, no siempre se emplea conforme a ella. Las crisis de los distintos
sistemas políticos está provocando manifestaciones de malestar social cada vez
más agrias y, en ciertos casos, violentas. La incitación, defensa o simplemente
la tolerancia ante las protestas de esta naturaleza han sido consideradas en no
pocas ocasiones por los dirigentes políticos de turno como ejemplos del ‘discurso
del odio’.
Se pueden citar antecedentes
de este uso interesado de tal concepto deslegitimador. Después de que el ‘terrorismo’,
como fenómeno no sólo político sino también mediático, hiciera irrupción en los
años setenta, se explotó la oportunidad de aplicar inapropiada y abusivamente
este término para calificar actuaciones extremas o simplemente airadas: recuérdense
expresiones como “terrorismo urbano”, “terrorismo de baja intensidad” y otras
similares. Para castigar la incitación de estas conductas se estableció el delito
de “apología del terrorismo”. Aparte de su contenido jurídico, este concepto tenía
también un componente de deslegitimación política, ideológica y moral.
El uso interesado del ‘terrorismo’
sigue vigente, por supuesto. Pero ahora el foco público está puesto
principalmente en el ‘discurso y los delitos de odio’. No se trata solamente de
un cambio de moda. Responde, posiblemente, a la mejor identificación del
concepto con un enfoque moral y, por tanto, menos expuesto a las discrepancias
públicas.
Después de todo, la ética se
percibe como espacio de confort para los dirigentes. Si uno consigue que se le
reconozca esta virtud, parece mejor protegido de críticas políticas o
ideológicas. Las sucesivas crisis de las ideologías y de los sistemas que en
ellas se soportan ha hecho de la rectitud el referente fundamental.
USO, ABUSO E HIPOCRESÍA
Pero, como ocurrió con el uso
interesado del término ‘terrorismo’, la aplicación del ‘discurso del odio’ no
siempre es coherente con las formulaciones coherentes o pactadas. Últimamente,
estamos observando cómo se emplea también en las escaramuzas políticas. El uso
y abuso de la mentira, una práctica secular en las refriegas políticas desde el
principio de los tiempos, se ha convertido ahora en manifestación de ese
omnipresente “discurso de odio”.
Colgar este sambenito a un
rival o adversario o enemigo empieza a resultar muy rentable, por su capacidad
descalificadora. Durante el último debate electoral, Trump acusó a Harris y a
Biden de propiciar que “una bala vuele con dirección a mi cabeza”. Bastó con
que un tipo extraño y desnortado merodeara esta semana con un arma de asalto
por el campo de golf del candidato republicano, para que la supuesta víctima
viera confirmada sus palabras. En otras ocasiones, ha sido al revés. Sus
adversarios demócratas (y algunos republicanos) han acusado a Trump de propagar
el odio por sus proclamas xenófobas contra los inmigrantes que quitan el
trabajo a los americanos, les drenan atención médica y, últimamente, hit del
verano, se comen sus mascotas.
En EE.UU prima lo simplista
y directo. La opción política es
binaria; sin duda contraria a la realidad social, pero inalterada desde hace
más de un siglo. La influencia de la religión en la política (en el sistema, mejor
dicho) es también una constante que raramente se cuestiona, incluso por
dirigentes o colectivos no creyentes. El uso del concepto oportunista del odio
encuentra, pues, un terreno abonado. Y, desde luego, en absoluto novedoso. El
uso de términos como “imperio del mal” para referirse a los adversarios
exteriores es recurrente desde que los gurús neoconservadores de Reagan
volvieran a implantarlo en el discurso político, en los años ochenta. Bush Jr. y
sus ideólogos neocon lo rescataron y actualizaron con entusiasmo, como
justificación de su estrategia de guerra preventiva contra el terror,
ilegal y arbitraria, que causó decena de miles de muertos en Oriente Medio.
En Europa, también las
referencias ideológicas también se ven solapadas por este auge de lo moral,
aunque se despliegue con menos teatralidad. Los mismos dirigentes del consenso
centrista que critican a la extrema derecha por sus discursos de odio,
aplican con guante blanco políticas que criminalizan a los inmigrantes o, en
tono menor, los convierten en chivos expiatorios del malestar social provocado
por las quiebras del sistema. Citemos dos ejemplos de actualidad.
El gobierno tricolor alemán,
con un socialdemócrata al frente, ha respondido al éxito electoral de la
xenófoba Alternativa por Alemania (AfD) en dos länder del Este con la revisión
de la política migratoria, el endurecimiento del asilo y la imposición de controles
fronterizos. Esto último a costa de contravenir las normas de la Unión Europa
(Schengen). De esta forma, Berlín, que suele estar a la cabeza de quienes piden
sanciones por otros incumplimientos de reglas comunitarias, no ha tenido
problemas en dar muy mal ejemplo con este caso.
Otro gobierno europeo de
centro-izquierda, el laborista británico, se alarmó por el alarde de la extrema
derecha este pasado verano contra los inmigrantes, en varias ciudades de la
deprimida región de las Middlands. Pero, aparte de prometer mano dura y de
condenar los discursos de odio, las medidas en estudio por su gobierno apuntan
precisamente a colocar en la diana de las frustraciones a los mismos colectivos
que los ultras fanáticos.
El primer ministro británico
acaba de viajar a Roma para “interesarse”
en las recetas aplicadas por el gobierno de la ultraderechista Giorgia Meloni. Al
término de su visita, Keir Starmer elogió los “destacados avances” de Italia
para limitar la llegada irregular de inmigrantes y las actividades de las
mafias traficantes. Meloni, con el apoyo de la Presidenta de la Comisión
Europea, ha depositado el control migratorio en gobiernos norteafricanos, los
de Egipto y Túnez, de nula vocación democrática y alarmantes conductas racistas,
lo que les coloca en el foco del despliegue del odio que tanto se combate
formalmente en Occidente.
Otro de los pilares de la “audaz”
política migratoria italiana consiste en encargar a Albania la gestión de las
demandas de asilo de las personas interceptadas durante su intento de penetración.
Ese país balcánico aspira a ingresar en la UE, pero hay notables dudas sobre la
calidad democrática de su sistema política. Además, la fórmula albanesa ha recibido
fuertes críticas de los correligionarios de Starmer en Italia, por su elevado
coste, su ineficacia y sus dudosos fundamentos éticos. En parecidos términos se
ha expresado el exministro de Exteriores laborista David Miliban, hoy director
de una ONG dedicada a la protección de los refugiados.
Estas mismas contradicciones
se observan en otros asuntos de la política exterior europea. Por ejemplo, se
etiquetan como expresiones de odio (bajo
la forma específica del antisemitismo)
las críticas a Israel por su criminal actuación en Palestina. Con el mantra del
“derecho de Israel a defenderse”, se pasa por alto un comportamiento cargado de
revanchismo, venganza y, en definitiva, de odio (con las notables excepciones
de España y algún otro país).
Por el contrario, las
acciones armadas de Hamas o de otras facciones palestinas no pactistas han sido
consideradas como ‘terrorismo’ afecto al ‘eje del mal, porque se cobran
víctimas civiles, entre otras imputaciones. Poco importa que las represalias
militares israelíes hayan provocado, ahora y siempre, un número
incomparablemente superior de muertos entre la población desarmada: en Gaza
Israel ha matado a 40 personas por cada israelí asesinado por Hamas el 7 de
octubre pasado. Pero sólo Hamas se encuentra como actor del discurso de odio en
la categorización europea dominante.
Por supuesto, a quienes no
condenan estas acciones militares por considerarlas como respuestas
comprensibles a la ilegal ocupación de sus territorios, el sofocamiento de su
economía y la paralización de su desarrollo social se les califica de
“antisemitas” y, naturalmente, de propagadores del “discurso del odio”.
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