10 de octubre de 2013
Tardía e insuficiente. Así cabe
considerar a la reacción oficial e institucional europea a la (última) tragedia
de Lampedusa. Durante los próximos días, se continuarán rescatando cadáveres
del naufragio de la semana pasada. Más de trescientos muertos, y en alza. Así
lo entendió este miércoles buena parte de la población de la isla, abucheando e
increpando al Primer ministro italiano y al Presidente de la Comisión Europea,
cuando acudían a rendir homenaje a los muertos rescatados del naufragio.
El malestar de los lugareños es
comprensible por el abandono denunciado por su alcaldesa, Giuseppina Nicolini,
y por las organizaciones de defensa de los derechos de los inmigrantes y
aspirantes a refugiados. El propio Papa Francisco, que hizo una visita a la
isla el pasado mes de julio, urgió a los poderes responsables a realizar un
esfuerzo de prevención de futuras tragedias. Como tantos otros llamamientos, también cayó en saco roto.
CAUSAS ANTIGUAS Y RECIENTES
Lampedusa, con sus 20 kilómetros
cuadrados y sus 6.000 habitantes, es el epicentro de la convulsión que vive el
Mediterráneo desde hace años. Estos años, la pequeña isla ha hecho un esfuerzo
encomiable. La presión migratoria africana, debido a las pavorosas condiciones
de vida en el continente, se ha visto agravada recientemente por la
inestabilidad en los países árabes ribereños.
La revolución y posterior crisis
en Túnez, la revuelta contra Gaddaffi y la intervención de la OTAN, que provocó
el cambio de régimen y el caos actual en Libia y, más recientemente, la guerra
en Siria, sin olvidarnos de la interminable sangría en Somalia y la menos
conocida de Eritrea, ha provocado un incremento dramático del éxodo de una
población desesperada. En el año de las revoluciones árabes, 2011, perecieron
en aguas mediterráneas más de un millar y medio de personas, según la propia
oficina de refugiados de las Naciones Unidas. Otras organizaciones como Fortress
Europe elevan la cifra a más de dos millares. Sesenta mil personas consiguieron
llegar a las costas, aterrorizadas y exhaustas, pero vivas. En lo que va del
presente año, ya se han contabilizado, según fuentes oficiales de la UE, más de
30.000 personas arribadas por esta ruta del Mediterráneo central, con Lampedusa
como lugar de recalada preferente, aunque no exclusivo. Calabria y Plugia
también ha recibido un número importante de desesperados. Malta también se
encuentra desbordada.
Hasta ahora, la respuesta europea
ha sido más policial que humanitaria. Los golpes de pecho y las lágrimas de
cocodrilo no esconden el fracaso o, mejor dicho, la ausencia total de una
política de acogida solidaria y eficiente. Peor aún, las medidas claramente
xenófobas e insensibles del anterior gobierno italiano de derechas
interpusieron más obstáculos que soluciones. Una ley de 2009 criminalizó a los
inmigrantes ilegales que no demandaran asilo.
Tras la revolución tunecina, y
con la deliberada intención de sacarse de encima a los que llegaron por miles a
costas italianas, el entonces ejecutivo de Berlusconi y la Liga Norte
decidieron darles visados para que circularan durante seis meses por territorio
europeo, contrariando los acuerdos de Schengen. Sarkozy se alarmó y acordó con
Berlusconi mover los mecanismos de actuación en Bruselas. Llegó la respuesta.
Pero fué policial. Solamente.
LOS LÍMITES DE FRONTEX
Se reforzó FRONTEX, el
dispositivo de vigilancia de las fronteras exteriores, en este caso
meridionales, de la Unión. Debido a la situación en Siria y la persistencia de
otros focos de inestabilidad en Somalia, Eritrea y Libia, la agencia europea
había desplegado cuatro navíos y dos aeronaves adicionales en la ruta del Mediterráneo
central. Ahora, tras la última tragedia de Lampedusa, se insiste en lo mismo y se
anuncian más patrullas. La Comisaria de asuntos interiores ha pedido a los ministros
50 millones de euros para un refuerzo suplementario.
Algunos
analistas cuestionan la efectividad de estas medidas. Joanna Parkin, una
especialista en migración del Centro para Estudios Políticos europeos, con sede
en Bruselas, recordaba estos días al NEW YORK TIMES que FRONTEX no tiene
poderes operacionales. Pero, en todo caso, es dudoso que esta agencia pueda ser
responsable de algo que es de naturaleza política y no operativa: la protección
de los que llegan.
El asunto, por tanto, no es sólo económico o de recursos.
Es conceptual. AMNISTÍA INTERNACIONAL, en un comunicado emitido estos días, pone
el dedo en la llaga al señalar que los Estados "han dedicado cada vez más recursos
al control policial de las fronteras de la Unión Europea, en vez de a salvar
vidas y proteger a las personas". AI y otras organizaciones de derechos humanos reclaman que
se revisen las políticas migratorias y de asilo, no sólo porque resultan
insensibles sino también ineficaces. La restricción migratoria no impide la
llegada. Sólo empuja a los desesperados a intentar vías de entrada más
arriesgada y con menos garantías. Menos vivos en los centros de acogida, más
muertos en las playas o en el mar.
UN NECESARIO DEBATE SOCIAL
Obviamente, lo esencial es combatir las causas y no
sólo responder a las consecuencias, aunque esto último suele ser perentorio.
Las razones por la que se producen estas corrientes migratorias son complejas y
muy difíciles de abordar, porque responden a desequilibrios profundos, a
conflictos enquistados y a políticas abusivas prolongadas contra los derechos
humanos y las libertades. Los intentos de prevenir flujos desordenados y
masivos de personas con los responsables políticos de los países de origen se
convierten en puras operaciones de imagen, para los de aquí y para los de allá,
con escasos resultados prácticos.
Para ser rigurosos, la indignación por las tragedias
como Lampedusa no puede ocultar un sentimiento de malestar en amplias capas sociales
por la presión migratoria. En ese caldo de cultivo han crecido los partidos
xenófobos o de extrema derecha, hasta convertirse en elementos decisivos para
formar coaliciones de gobierno o en factores de desestabilización política. Y
ello ocurre en países con una sólida tradición de acogida como Noruega, Suecia,
Dinamarca u Holanda, tanto o más que en otros menos solidarios. El último
triunfo del Frente Nacional en Francia, aunque parcial y limitado, responde a
este clima.
Las consecuencias ya se dejan ver. Según datos de
EUROSTAT de esta misma semana, el número de peticionarios de asilo en Europa se
ha incrementado en un 50% en el segundo trimestre de 2013 con respecto al mismo
periodo del año anterior. Pero la gran mayoría de estas demandas, más de las
dos terceras partes, han sido rechazadas.
Esta respuesta restrictiva no puede imputarse sólo a
la derecha europea. Para ser justos, la mayoría de la izquierda socialdemócrata
muestra signos de indecisión y desconcierto. En Francia se han denegado el 80%
de las peticiones. Las declaraciones sobre los gitanos realizadas por el
ministro socialista francés del Interior, Manuel Valls (de origen español, por
cierto), que obligaron a la intervención correctora del propio Hollande, han
contribuido a enturbiar el debate.
A petición precisamente de París, la cumbre europea
de finales de mes abordará la cuestión migratoria. Pero no hay muchos motivos
para ser optimista. Domina la impresión de que falta impulso político. El 'papelón'
de Letta y Barroso en Lampedusa no anticipa cambios mayores.
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