11 de Noviembre de 2015
Con la muerte de Helmut Schmidt
desaparece uno de los últimos pioneros de la unidad europea, el político más
agudo de la Alemania de posguerra y un ejemplo de cómo la jubilación política
no debe implicar dejación del servicio público o decadencia personal. Helmut
Schmidt ha muerto con 95 años. Su vida y su obra han sido el reflejo de todo un
siglo, convulso como pocos en Europa y escenario de una transformación mundial
de inusitada amplitud y velocidad vertiginosa.
En
todas sus dimensiones públicas –alemana,
europea y mundial-, demostró paciencia, personalidad y resolución. Su legado no debe buscarse en la presciencia
de sus planteamientos ideológicos o en la autoría de una obra histórica. Será
recordado por lo que, durante el ejercicio de su tarea, fue no pocas veces
criticado: su pragmatismo, su capacidad para conducir el país en tiempos
difíciles y su empeño constante en asegurar logros tangibles.
Nacido
en Hamburgo, en el seno de una familia humilde durante la turbulencia de
Weimar, sus años de infancia y juventud fueron un reflejo contundente de una
generación marcada. El primer logro práctico de su vida fue camuflar la
condición judía de su abuelo, para eludir la locura antisemita nazi. Coqueteó
con las juventudes hitlerianas, pero nunca se afilió al Partido
Nacional-Socialista. En la guerra desempeñó un papel profesional de artillero
en el frente ruso, lo que le valió una Cruz de Hierro. Contrariamente a otros
políticos germano-parlantes, nunca escondió estos orígenes.
Llegó
al socialismo por orígenes sociales y por una breve experiencia con la visión
solidaria del cristianismo. Su carrera política se inició pronto, en su
Hamburgo natal, tras formarse en economia. En dos periodos divididos por una
breve y poco alentadora presencia en el Bundestag, construyó su perfil de
gestor eficaz y laborioso en el gobierno de la ciudad, en particular durante
unas pavorosas inundaciones a comienzos de los sesenta.
Las
primeras responsabilidades de alto nivel en la política estatal fueron en el
terreno militar, en el cénit de la guerra fría. Willy Brandt lo escogió para el
sensible puesto de Ministro de Defensa cuando ganó las elecciones de 1969.
Schmidt contribuyó a la construcción de la Ostpolitik,
la política de acercamiento al Este, uno de los pilares de la distensión y
fundamento de la reconciliación inter-alemana. Cuando el escándalo del
espionaje tumbó al entrañable canciller alemán, pocos en el SPD dudaron de
quién debía tomar el relevo.
Schmidt
se convirtió en jefe del gobierno alemán en 1974, cuando el mundo occidental se
encontraba bajo la sacudida del desafío petrolero árabe, tras la guerra del Yom
Kippur, que tendría réplica no menos intensa a finales de la década, por los
efectos de la revolución iraní.
En
estos años terribles, el político de Hamburgo se distinguió por dos afanes:
gestionar la crisis económica con el menor coste social posible y construir una
respuesta europea ambiciosa para proteger las conquistas y avances de posguerra
en el continente.
Si
Adenauer y De Gaulle tuvieron la visión de cimentar, en los sesenta, la
reconciliación franco-alemana y convertirla en la piedra fundacional de una
nueva Europa, serían Helmut Schmidt y Valery Giscard D’Estaign a quienes
correspondería consolidar el eje París-Bonn como motor de ese ambicioso
proyecto.
Schmidt
y Giscard no pasarán a la historia por la dimensión histórica de sus logros
conjuntos pero, como se ha dicho justamente, quizás haya sido la pareja
franco-alemana mejor avenida, la que supo desarrollar el trabajo cotidiano más
fructífero y la relación política más sólida, pese a sus concepciones políticas
dispares y sus orígenes sociales bien diferentes. A ellos se debe el sistema
monetario europeo, indiscutible precursor del euro o la creación de un
Parlamento europeo elegido por sufragio universal. La complicidad que generaron
en el ejercicio de su liderazgo político no ha sido superada por sus
continuadores.
Uno
de los episodios más amargos de su mandato fue la emergencia de un terrorismo nacional
(la Fracción del Ejército Rojo) más anclado en el sectarismo ideológico que en
la realidad social del país. El malestar de una generación a la que no bastaba
la mejora de las condiciones materiales de vida despertó las contradicciones
del “milagro alemán”. El brote terrorismo hizo asomar algunas amenazas contra
las libertades que parecían definitivamente abolidas en la atormentada historia
alemana.
Alemania,
frontera de la ‘guerra fría’, no podía escapar a los efectos del deterioro en
las relaciones Este-Oeste a finales de los setenta. El episodio de los
euromisiles y la invasión soviética de Afganistán, complicadas luego por la
descomposición física y política del Kremlin y la combativa irrupción de la
pareja Reagan-Thatcher, impusieron un clima de confrontación internacional
contrario al estilo y la trayectoria del canciller alemán.
Schmidt
se enfrentó a la mayoría de sus correligionarios socialdemócratas al defender
la instalación de los misiles Pershing
y Cruise en suelo alemán, pero no se
privó de criticar a Washington y a la OTAN (entonces bajo la dirección del
británico tory Lord Carrington) por
su falta de tacto e insensibilidad hacia la realidad alemana.
El
contexto internacional contribuyó, sin duda, a debilitar el liderazgo de
Schmidt. Los liberales, hasta entonces socios del gobierno de coalición con el
SPD, decidieron en 1982 cambiar el fusil de hombro y adoptar una posición más
acorde con los nuevos aires gélidos de la política mundial. Respaldaron al
democristiano Kohl en la primera moción de censura contra un canciller alemán
desde 1945.
Los
analistas siempre sostuvieron, sin embargo, que no fue la política exterior, es
decir, las divergencias del canciller socialdemócrata con sus aliados
occidentales, la causa inmediata de su caída, sino el enrarecimiento del
panorama político interno. Schmidt, con su verbo afilado y su actitud altiva, se
había ganado el resentimiento de sus adversarios democristianos y hasta de sus
aliados liberales. Entre los propios militantes socialdemócratas, el canciller
en desgracia nunca tuvo el cariño que despertó Willy Brandt, por su aire a
veces tecnocrático y distante en los duros años de gestión de la crisis.
Después
de su caída, Schmidt conservó una gran influencia en la política alemana. Pero
lejos de querer jugar a mandarín de las turbulencias del SPD durante la larga
travesía en la oposición durante década y media, se erigió en observador
crítico y agudo desde las páginas de Die
Zeit, donde tenía la responsabilidad de coeditor.
Helmut
Schmidt no pretendió ser nunca un político popular o, mejor dicho, “populista”
aunque algunos elementos de su biografía personal lo avalaran, como sus
orígenes humildes, su trayectoria de hombre hecho a sí mismo y un matrimonio
longevo y feliz con su novia de juventud, la muy querida Hannelore. Su muy
moderada política económica le enfrentó con los poderosos sindicatos alemanes,
pero su estilo independiente le hizo chocar a menudo con los sumos sacerdotes
de la ortodoxia económica alemana. Una de sus axiomas más famosos fue que
siempre era preferible ”un 5% de inflación a un 5% de desempleo”. Algo
impensable de escuchar en boca de un canciller alemán en la generación
posterior.
Helmut
Schmidt no fue protagonista principal de la distensión, ni de la unificación
alemana, ni de los momentos más rimbombantes de la Unión Europea. Pero en todos
esos procesos no es difícil encontrar las huellas de su labor sólida y
paciente. El socialismo europeo pierde a un líder poco carismático pero muy capaz.
Es lícito discrepar de su ideario político pero resulta imposible no honrar su
inteligencia.
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