12 de agosto de 2020
Las
causas de la horrible doble explosión en el puerto de Beirut, que causó la
muerte de 160 personas, herido a miles más y privado de sus casas a centenares
de miles, tardarán en esclarecerse, si es que alguna vez se llega a saber lo ocurrido.
El almacenamiento fraudulento e incomprensible, durante años, de 2750 toneladas
de nitrato de amonio, un compuesto altamente volátil, ha evidenciado la quiebra
del Estado libanés: descontrol oficial, información deficiente, falta de
seguridad básica y descoordinación de los servicios públicos.
Desde
octubre, se habían registrado intermitentes manifestaciones de protesta, como en
Irak o en Argelia, ecos tardíos de la llamada “primavera árabe”. Pero Líbano presenta
características peculiares que lo hacen especialmente insolvente. Carece de
recursos naturales potentes y ha soportado el enorme peso de los huidos de la
guerra de Siria, su otrora poderoso país. Lo que terminó por precipitar el
colapso fue el derrumbamiento del sistema financiero y la ruina del tejido comercial,
sus principales garantías de estabilidad durante décadas, incluso en los peores
momentos de la interminable guerra civil (1975-1990).
La gestión bancaria y la política monetaria han sido asombrosamente incompetentes. La clase dirigente se entregó a prácticas ilegales o arriesgadas en extremo que terminaron arruinando al país y obligando a pedir un rescate financiero al Fondo Monetario Internacional, sin que de momento hayan concluido las negociaciones para obtener los miles de millones requeridos para el rescate (1). La divisa nacional ha perdido el 80 % de su valor y la pobreza alcanzará pronto a tres cuartas partes de la población. La pandemia había agravado la situación. La devastadora destrucción de la semana pasada en Beirut ha sido la puntilla (2).
El gobierno ha dimitido, pero no será suficiente para aplacar la revuelta social (3). Los ciudadanos no resisten ya la incuria del sistema político. No es algo reciente. Líbano se encuentra atrapado en un pacto comunitario y confesional de reparto de los puestos más altos del Estado, pero, por derivación, de toda la estructura de poder. Desde hace ocho décadas, los cristianos (maronitas: una rama local) tienen reservada la Jefatura del Estado y una serie de altos cargos en las instituciones; los musulmanes sunníes detentan la jefatura del gobierno y gran parte del entramado burocrático; los musulmanes chiíes, mantienen la presidencia del Parlamento y el dominio de gran parte de los órganos legislativos.
Este acuerdo resultaría aparentemente pacificador y previsor de conflictos mayores si no fuera porque ha generado un sistema extendida y profundamente clientelar. Los sucesivos intentos por modernizar la estructura de poder han resultado baldíos, cuando no han servido para afianzarlo bajo una falsa modernización. El sistema está arraigado en la herencia colonial y en la perniciosa influencia que las potencias vecinas han ejercido sobre el país.
Pero esta explicación esquemática no agota la caracterización de la profunda crisis libanesa. Líbano es uno de los países más complejos del mundo y, desde luego, de Oriente Medio. Las alianzas no siempre son naturales o responden a las fracturas religiosas o sectarias habituales en otros lugares. Ya ocurrió durante la guerra civil, cuando los sirios se aliaron con los cristianos para combatir y casi aniquilar a los palestinos, a los que antes había protegido. Las distintas facciones cristianas (nacionalistas, falangistas, tradicionalistas) pelearon entre sí encarnizadamente en procura de la hegemonía política en su comunidad y luego se dividieron aún más, cuando tomaron distinto partido ante la invasión israelí de los primeros ochenta, que algunas promovieron y otras contemplaron con creciente recelo.
La irrupción de la República Islámica de Irán modificó los equilibrios en toda la región, con especial impacto en Líbano. Las facciones chiíes tradicionales se vieron desbordadas por Hezbollah (Partido de Dios). En su triple dimensión de formación política, organización social y milicia combatiente, Hezbollah se fue convirtiendo no sólo en el principal actor de la vida nacional, sino también en el factor decisivo de la derrota de Israel, la primera después de décadas de éxitos militares en la región.
La fortaleza de Hezbollah alteró el alineamiento político libanés. Las injerencias externas modificaron definitivamente el panorama. Líbano ha sido un territorio muy activo en la pugna entre Arabia Saudí e Irán. El asesinato, en 2005, del entonces primer ministro, Rafik Hariri, se interpretó como una batalla más de ese conflicto externo. Una de las teorías que circulan estos días en Beirut es que la explosión del puerto fue provocada para retrasar la fase final del juicio por aquel asesinato, que debía tener lugar a mediados de este mes. Cuatro agentes de Hezbollah son los principales acusados, como supuestos agentes de Siria y de Irán.
En el campo sunní, dominado por las petromonarquías del Golfo, no siempre ha habido armonía. Sus líderes han sido intérpretes de los intereses de sus protectores. Lo cual no ha impedido episodios bochornosos, como la detención en Riad, durante varios días, del entonces jefe del gobierno, Saad Hariri (hijo de Rafik). Nadie se creyó la versión oficial (denuncia de un supuesto complot de los chiíes); más bien, los saudíes le habrían leído la cartilla para obligarlo a una mayor firmeza frente a Hezbollah. Difícilmente podía hacerlo y confirmó su dimisión.
En el liderazgo cristiano se han profundizado las diferencias. El actual jefe del Estado, el exgeneral Michel Aoun, es uno de los militares más galardonados del ejército. Nunca aceptó las presiones de Israel y mucho menos de Arabia Saudí. Al cabo, prefirió avenirse con las fuerzas proiraníes, a quienes le podía ofrecer su influencia en el estamento militar.
Paradójicamente, el reparto sectario del poder no se corresponde ya con las nuevas alianzas electorales intercomunitarias (8 de marzo y 14 de marzo, respectivamente), que pretenden ser intercomunitarias. Antiguos enemigos en la guerra civil son hoy aliados. Esta recomposición ha blindado a la clase dirigente y de la disidencia ciudadana no ha surgido alternativa funcional alguna.
Tampoco ha ayudado mucho Occidente. Washington se ha borrado de la región. Francia, el poder colonial, nunca ha renunciado a su influencia. Es curioso que Macron viaje a Beirut para exigir cambios profundos para favorecer la ayuda internacional, en un tono poco habitual en un dirigente extranjero (4), cuando París ha sido el principal garante internacional de ese reparto arcaico de poder y sigue apostando por un gobierno de unidad (5).
El presidente Aoun le reprochó a Macron su inapropiada injerencia y rechazó una investigación internacional sobre la catástrofe, insinuando que podría perjudicar el esclarecimiento de lo ocurrido. Reclamó las imágenes de satélite, quizás sabedor ya de que en ellas se podía apreciar en el cielo un elemento extraño (bomba, misil), segundos antes de las explosiones. Se ha interpretado que el jefe del Estado apuntaba a Israel, que habría ejecutado una operación encubierta de destrucción del material explosivo supuestamente almacenado por Hezbollah. Hassan Nasrallah, su veterano líder, ha negado cualquier relación con el nitrato de amonio. Pero es bien conocido que la milicia chií controla el puerto de Beirut desde hace años, aparte de otras infraestructuras básicas del estado.
Este relato sobre conspiraciones ficticias o reales y las discusiones sobre las responsabilidades de la catástrofe complicarán aún más cualquier fórmula de salida de la crisis. El malestar social irá en aumento y la presión exterior podrá jugar un papel determinante.
NOTAS
(1) “Lebanon as we know is dying”. STEVE A. COOK. FOREIGN
POLICY, 30 de julio.
(2) “A big blow should lead to a big change in Lebanon”. THE
ECONOMIST, 8 de agosto.
(3) “Lebanon’s government has resigned. That’s not early enough.
ANCHAL VOHRA. FOREIGN POLICY, 10 de agosto; “Beirut’s deadly blast
reignites anger against Lebanon’s ruling elite”. REBECCA COLLARD. FOREIGN
POLICY, 5 de agosto.
(4) “Emmanuel Macron à la foule libanaise: ‘Je comprends
vôtre colère’. LE MONDE, 7 de agosto.
(5) “Lebanon needs transformation, not another corrupt unity
government”. HANIN GHADDAR. THE WASHINGTON INSTITUTE ON NEAR AND MIDDLE EAST,
11 de agosto.
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