31 de marzo de 2011
La guerra libia -porque de eso se trata, sin eufemismos- parece haber entrado en una fase de fortuna variable. En realidad, lo que varía es la intensidad de los apoyos occidentales, factor fundamental y determinante para que los rebeldes avancen o los gubernamentales recuperen lo perdido. El resto es secundario.
La intervención bélica occidental se había dotado de la legitimidad exigible en estos casos. Con las excepciones conocidas, y no sólo las esperadas (Rusia, China, etc.). Desde el voto favorable, que no unánime, del Consejo de Seguridad de la ONU, se han cuarteado, sin embargo, las adhesiones. Y crece el cuestionamiento de aspectos esenciales de la operación. Aunque, es preciso decirlo de antemano, por razones diferentes.
A Obama le habían llovido críticas, desde izquierda y derecha, y de diversa naturaleza y condición. Los llamados liberales o progresistas le han reprochado dos cosas: primero, que tardara en actuar; segundo, que no pidiera autorización al Congreso para implicarse en una operación que es una guerra, se pinte la mona como se pinte. Los conservadores aprovecharon las vacilaciones en la Casa Blanca para exigir al Presidente justo lo contrario de lo que habían defendido para Egipto: que se actuara con contundencia para echar al 'dictador'; cuando Obama decidió apoyar la intervención militar, le afearon también que orillara al legislativo.
LA LÓGICA DE OBAMA
Obama respondió a este malestar complejo con un discurso que, como todos los suyos, no podía pasar desapercibido. Buena construcción, argumentación impecable, dosis emocional adecuada... y pragmatismo como regusto final, para que nadie se llame a engaño. Al centro-izquierda (según latitudes norteamericanas, claro está) le convenció el discurso; a la izquierda, si, pero no del todo; y a la derecha, pues si, aunque diga que no, como viene siendo habitual, por mucho que el presidente se empeñe en buscar puntos de encuentro con ella.
Los más entusiastas llegaron a proclamar que el Presidente había avanzado una 'doctrina Obama' sobre la intervención militar exterior. Para tal afirmación, señalaban los argumentos centrales del Presidente:
-que Estados Unidos debe comprometerse militarmente en una zona cuando peligren intereses económicos o vitales para el país, pero también cuando se corra el riesgo grande de producirse una catástrofe humanitaria ('no quiero esperar a ver desfilar los cadáveres', dijo).
-que la intervención no debe hacerse en solitario, sino en cooperación, coordinación y acuerdo con los aliados (superando así los reflejos unilateralistas de los 'neocon').
-que siempre hay que sopesar el coste, económico, militar y político, de la operación y, por tanto, fijar límites y plazos.
Los que han visto en estas propuestas esquemáticas las bases de una 'doctrina' destacan su sencillez y claridad, elementos que los militares suelen agradecer sobremanera.
Ningún Presidente que se precie puede darse el lujo de no tener una 'doctrina' en política exterior. Cierto es que algunas 'doctrinas han resultado más exitosas y perdurables que otras. Algunos querrían que esta visión sistemática de Obama pudiera equipararse a la 'doctrina Truman', que fijó las reglas y condiciones del intervencionismo norteamericano al término de la Segunda Guerra Mundial, es decir, durante la Guerra Fría contra la Unión Soviética.
Pero nada más circular titulares y comentarios sobre la 'doctrina Obama', brotaron análisis que ponían en duda la importancia y, sobre todo, las pretensiones del Presidente. Desde la propia Casa Blanca se restó solemnidad a la iniciativa. Conocedores de la temperatura presidencial, los periodistas del NYT que siguen los asuntos internacionales de la Casa Blanca han advertido que, si surge otro punto caliente de dimensión similar, no podrá encontrarse en el discurso mencionado un anticipo de la decisión que se adopte.
Según John Dickerson, en SLATE, no se trata de la 'doctrina Obama', sino de la 'doctrina Libia'. Robert Litwak, destacado miembro del think tank Centro Wilson, ha resumido el debate con una frase tan sencilla como aguda: "no puede hablarse de 'doctrina', porque el Presidente no es un doctrinario". Muy cierto. Dicho de otra manera, Obama no ha establecido una doctrina, sino que ha respondido a una 'circunstancia'. Puro pragmatismo: puro Obama. Lo cual no resta importancia ni conveniencia a la actuación presidencial.
EL PESO DE LAS CIRCUNSTANCIAS
Otra cosa es el manejo de las 'circunstancias'. Resulta a estas alturas bastante incomprensible que se siga manteniendo el discurso de que Estados Unidos y sus aliados occidentales no están interviniendo en la guerra libia, que no están tomando partido, que lo único que desean es que Gadafi se vaya pero sin que ellos lo echen, sólo sus opositores. Si los rebeldes progresan, es porque los aliados machacan las posiciones y la maquinaria militar gubernamental. Eso lo acreditan todos los periodistas y otros observadores presentes en el terreno. Esta dependencia absoluta está provocando malestar en el liderazgo político, precisamente porque resulta demasiado evidente.
Otra 'circunstancia' que amenaza con complicar las cosas es la entrega de armas a los rebeldes, un escalón más de la intervención. No hay mandato de la ONU para ello, porque el embargo lo impide. Se buscan fórmulas para evitar todo el proceso que implicaría una nueva resolución, correctora y ampliadora de la anterior. Se ha sabido que Obama ha firmado en secreto una orden con luz verde para suministrar material militar directo. No debe extrañar a nadie. Un día antes había dicho en televisión que ni confirmaba ni descartaba esa opción.Ya dijimos al comienzo, cuando la guerra era sólo interna, que Occidente encontraría los medios de procurar información relevante a los rebeldes. Es muy ingenuo suponer que no lo está haciendo ya, incluso antes de la resolución de la ONU.
En realidad, no son consideraciones morales sino prácticas lo que retrasa el suministro masivo y declarado de armas. Otro reflejo pragmático. Otra 'circunstancia'. Que la inteligencia norteamericana ha detectado entre los rebeldes a efectivos de Al Qaeda, o próximos a, o simpatizantes de. Y así lo ha reconocido el Jefe Militar de la OTAN, Almirante Stavridis, en el Senado de Estados Unidos.
Que al Presidente está crisis le distrae de los asuntos estratégicos de su mandato, es un hecho incontrovertible. Que no se aclara el panorama económico y el político se muestra cada día más enrevesado, es otra realidad palpable. Que no se percibe un criterio rector de su acción política, es algo opinable, pero muy desestabilizador. A Obama le interesa la agenda interior, porque sólo obteniendo resultados palpables y convincentes en los asuntos económicos, sociales y políticos que agobian a América puede asegurarse la reelección. No está el horno para fanfarrias exteriores. En Washington, urge afinar las circunstancias para que nada pueda perturbar el necesario y urgente ajuste de la partitura.
UNA COALICION QUEBRADIZA
24 de marzo de 2011
El presidente Obama, guerrero reticente, quiere deshacerse del 'compromiso libio' cuanto antes. No lo tiene fácil, porque, como era de esperar, entre los aliados se han desatado las habituales discrepancias que suelen manifestarse en materia de defensa, seguridad y operaciones militares exteriores.
Estos celos, recelos y profusión de matices y enfoques nacionales entre los aliados han servido a mucho tiempo a Estados Unidos para determinar la agenda internacional en momentos de crisis, con amplio margen de maniobra. Pero en ocasiones como ésta, es más fuerte la incomodidad que supone 'no dejarlos solos'.
Las noticias que se han filtrado de los contactos en el seno de la OTAN volverían a poner en evidencia la fragilidad de las estrategias conjuntas europeas en materia de defensa y seguridad internacional. Como ha ocurrido durante décadas, en el periodo de guerra fría, y en los últimos veinte años, los intereses, perspectivas y urgencias nacionales dificultan el consenso y provocan disfunciones.
Si es cierto que los embajadores francés y alemán dejaron la mesa del Consejo Atlántico este martes al escuchar las críticas del Secretario General, el danés Rasmussen, la situación no parece muy edificante. Son varios las razones de las fricciones, pero no son muy originales. O muy diferentes a las habituales en este tipo de situaciones críticas.
Por lo que se sabe entre bastidores (ya que públicamente todo es consenso, armonía y enfoque en el asunto fundamental), Francia prefiere una coalición internacional bajo liderazgo franco-británico que mantenga alejado de la OTAN el foco del protagonismo político y diplomático. Alega París -con más propiedad, el Eliseo- que conviene emplazar la responsabilidad de las operaciones en curso más allá del ámbito atlántico u occidental, y señala la necesaria y conveniente implicación de la Liga Árabe y de otras potencias emergentes, ahora renuentes pero recuperables. El papel de la OTAN sería instrumental, pero no político, según el planteamiento francés.
En realidad, la posición de Francia siempre genera polémica o debate en la comunidad atlantista. En esta ocasión, la actuación del inquilino del Eliseo ha sido especialmente llamativa. Después de haber tenido que soportar justificadas críticas por su inhibición en episodio inaugural de Túnez, si no complicidad con el depuesto Ben Alí, Nicolás Sarkozy ha visto en la crisis libia la oportunidad para 'recuperar prestigio' entre la opinión pública de aquella zona y recobrar cierta posición diplomática de fuerza entre los aliados occidentales. No está claro que lo haya conseguido. Es muy del gusto de la potencia francesa agrandar su importancia internacional -que es innegable-, aprovechando incluso los momentos menos oportunos. Molestó a algunos de sus aliados que los aviones franceses abrieran fuego contra el dispositivo militar de Gadafi, sin previo aviso, el pasado fin de semana. Máxime, cuando la diplomacia francesa había utilizado ciertos recursos dilatorios que retrasaron el comienzo oficial de las operaciones militares, entre otros su empeño en solemnizar la ejecución de la resolución 1973 en una reunión convocada en París que algunos vieron innecesario o puramente mediática.
El caso alemán es más comprensible. Desde el final del nazismo, es tradicional la resistencia de los dirigentes alemanes a dejarse fotografiar en operaciones militares fuera de sus fronteras, que la Constitución continua acotando muy estrictamente a motivaciones indisputadamente defensivas. Esa línea se ha franqueado o interpretado con cierta libertad, o incluso libérrimamente, en algunas ocasiones, como en los Balcanes o en Afganistán. No es que el humor de los alemanes haya cambiado, sino que se les ha demandado con frecuencia una mayor contribución, como corresponde a su condición de país rico. En el caso libio, la muy ortodoxa Ángela Merkel, ha seguido la senda de sus predecesores y se ha mantenido al margen. Para una canciller tan estricta con la tesorería, estas operaciones reportan escasos beneficios a medio y largo plazo y, a la postre, en lo que interesa, siempre resultan caros.
El otro socio discrepante o altisonante ha sido la Italia de Berlusconi, anfitrión de las bases desde donde se acomete buena parte de la misión: garantizar la zona de exclusión aérea y la destrucción de la maquinaria militar libia, si ésta es empleada para doblegar las posiciones rebeldes conquistadas durante la revuelta. El primer ministro italiano bastante ha hecho con no poner demasiado pegas, pero se ha descolgado todo lo que ha podido. Los intereses económicos y la perspectiva de que Gadafi, pese a todo, se mantenga total o parcialmente al frente del país explican esta ambigüedad de un gobierno como el italiano tan poco aficionado a moverse desde el campo de los principios en sus actuaciones políticas.
Finalmente, otro socio del que se presumían reticencias es Turquía. La nueva política exterior de Ánkara mira más hacia el Este que hacia el Oeste, más al Sur que al norte. A los islamistas moderados de Erdogan les preocupa más no perjudicar su intensa campaña de 'soft power' entre la sociedades árabes que la lealtad ciega a un discurso y a unos intereses occidentales tan interpretables. Turquía pisa con pies de plomo, pone una vela a Gadafi y otra a la oposición, se convierte en 'pepito grillo' de sus aliados y cree preservar intacto su nuevo posicionamiento o 'ajuste' de su agenda diplomática.
España, entretanto, aplica el principio de que todo lo que venga de Obama es bueno y saludable y, con independencia de las interesadas críticas de la derecha o de la esperable posición del espectro socio-político más a la izquierda, acentúa el exceso su interés de que no se ponga para nada en duda su compromiso con la coalición internacional en contra del ahora amortizado socio libio.
MÁS ALLÁ DE LA PROTECCIÓN DE LOS REBELDES
Por lo demás, resulta poco creíble que no se pretenda cambiar un régimen (derribar a Gadafi, su familia, su clan, su entramado de intereses), cuando algunas de las operaciones militares parecen claramente diseñadas tanto a impedir que sus tropas ataquen a los rebeldes, cuanto a debilitar sus defensas en Tripoli, para incitar a los opositores a que asalten la fortaleza central. En los discursos de Obama no hay empeño en esconder que Washington "quiere otro gobierno", aunque se añada que el cambio político "compete al pueblo libio".
Es razonable que se debate sobre si, de nuevo, el petróleo es la clave de las actuaciones. Obviamente, si Gadafi mantiene resortes de poder -total o parcialmente-, es previsible un giro del régimen. En un blog de LE MONDE especializado en la materia, se podía leer esta semana que las compañías occidentales radicales en Libia (Total, BASF, Repsol, etc.) ya están actualizando la evaluación de riesgos y se toman muy en serio las advertencias del líder libio sobre el previsible fin del negocio. FINANCIAL TIMES aseguraba esta semana que las empresas con intereses directos en Libia "temen una nacionalización del petróleo". O, alternativamente, el desvío de futuras concesiones a países como China, India o Brasil, que no votaron a favor de la intervención militar en Libia.
Pero, salvo en el caso de Italia, que obtiene de Libia el 25 por ciento del crudo que consume (frente al 9 por ciento de Francia, por ejemplo), la dependencia occidental del petróleo controlado por Gadafi es reducida, incluso aunque sus reservas sean las cuartas del continente africano por volumen y uno de los más apreciados por su calidad y su proximidad.
Habrá por tanto que esperar a que Obama sea capaz de armar una fórmula que permita a Estados Unidos alejarse de la primera línea y mantenerse en situación de disponible por si las cosas se complican militarmente y debe convocarse de nuevo a la caballería decisiva.
OTROS FRENTES DE CONFLICTO
En el ánimo de la Casa Blanca y del Pentágono debe pesar también el rebrote de otros frentes de crisis que parecían apaciguados en las últimas semanas por el efecto magnético del caso libio. Se acelera, por lo que parece, las tensiones en Yemen y continúa sin ofrecerse una salida convincente en Bahréin.
En Yemen, las defecciones de altos cargos militares, políticos y tribales continúan, tras la muerte de medio centenar de manifestantes por represión policial. El presidente Saleh es un político al que se le adelanta cada día un poco más la fecha de caducidad. Los responsables de la seguridad norteamericanas deben estar a buen seguro pactando con los potenciales dirigentes alternativos garantías suficientes de que el gran beneficiado del derrumbamiento del régimen no será la franquicia local de Al Qaeda.
Y, finalmente, distintas fuentes de solvencia, indican que las protestas ya han alcanzado cierto nivel de importancia en la siempre hermética Siria, hasta ahora relativamente a salvo de la 'contaminación democrática'. Otro régimen de escasas simpatías occidentales, pero con el que se tiene cierta deferencia por el vacilante proceso de diálogo encubierto con Israel (bajo patrocinio turco) y su papel clave en el control de los chiíes libaneses proiraníes de Hezbollah, cada día más influyentes para el futuro de su país.
El presidente Obama, guerrero reticente, quiere deshacerse del 'compromiso libio' cuanto antes. No lo tiene fácil, porque, como era de esperar, entre los aliados se han desatado las habituales discrepancias que suelen manifestarse en materia de defensa, seguridad y operaciones militares exteriores.
Estos celos, recelos y profusión de matices y enfoques nacionales entre los aliados han servido a mucho tiempo a Estados Unidos para determinar la agenda internacional en momentos de crisis, con amplio margen de maniobra. Pero en ocasiones como ésta, es más fuerte la incomodidad que supone 'no dejarlos solos'.
Las noticias que se han filtrado de los contactos en el seno de la OTAN volverían a poner en evidencia la fragilidad de las estrategias conjuntas europeas en materia de defensa y seguridad internacional. Como ha ocurrido durante décadas, en el periodo de guerra fría, y en los últimos veinte años, los intereses, perspectivas y urgencias nacionales dificultan el consenso y provocan disfunciones.
Si es cierto que los embajadores francés y alemán dejaron la mesa del Consejo Atlántico este martes al escuchar las críticas del Secretario General, el danés Rasmussen, la situación no parece muy edificante. Son varios las razones de las fricciones, pero no son muy originales. O muy diferentes a las habituales en este tipo de situaciones críticas.
Por lo que se sabe entre bastidores (ya que públicamente todo es consenso, armonía y enfoque en el asunto fundamental), Francia prefiere una coalición internacional bajo liderazgo franco-británico que mantenga alejado de la OTAN el foco del protagonismo político y diplomático. Alega París -con más propiedad, el Eliseo- que conviene emplazar la responsabilidad de las operaciones en curso más allá del ámbito atlántico u occidental, y señala la necesaria y conveniente implicación de la Liga Árabe y de otras potencias emergentes, ahora renuentes pero recuperables. El papel de la OTAN sería instrumental, pero no político, según el planteamiento francés.
En realidad, la posición de Francia siempre genera polémica o debate en la comunidad atlantista. En esta ocasión, la actuación del inquilino del Eliseo ha sido especialmente llamativa. Después de haber tenido que soportar justificadas críticas por su inhibición en episodio inaugural de Túnez, si no complicidad con el depuesto Ben Alí, Nicolás Sarkozy ha visto en la crisis libia la oportunidad para 'recuperar prestigio' entre la opinión pública de aquella zona y recobrar cierta posición diplomática de fuerza entre los aliados occidentales. No está claro que lo haya conseguido. Es muy del gusto de la potencia francesa agrandar su importancia internacional -que es innegable-, aprovechando incluso los momentos menos oportunos. Molestó a algunos de sus aliados que los aviones franceses abrieran fuego contra el dispositivo militar de Gadafi, sin previo aviso, el pasado fin de semana. Máxime, cuando la diplomacia francesa había utilizado ciertos recursos dilatorios que retrasaron el comienzo oficial de las operaciones militares, entre otros su empeño en solemnizar la ejecución de la resolución 1973 en una reunión convocada en París que algunos vieron innecesario o puramente mediática.
El caso alemán es más comprensible. Desde el final del nazismo, es tradicional la resistencia de los dirigentes alemanes a dejarse fotografiar en operaciones militares fuera de sus fronteras, que la Constitución continua acotando muy estrictamente a motivaciones indisputadamente defensivas. Esa línea se ha franqueado o interpretado con cierta libertad, o incluso libérrimamente, en algunas ocasiones, como en los Balcanes o en Afganistán. No es que el humor de los alemanes haya cambiado, sino que se les ha demandado con frecuencia una mayor contribución, como corresponde a su condición de país rico. En el caso libio, la muy ortodoxa Ángela Merkel, ha seguido la senda de sus predecesores y se ha mantenido al margen. Para una canciller tan estricta con la tesorería, estas operaciones reportan escasos beneficios a medio y largo plazo y, a la postre, en lo que interesa, siempre resultan caros.
El otro socio discrepante o altisonante ha sido la Italia de Berlusconi, anfitrión de las bases desde donde se acomete buena parte de la misión: garantizar la zona de exclusión aérea y la destrucción de la maquinaria militar libia, si ésta es empleada para doblegar las posiciones rebeldes conquistadas durante la revuelta. El primer ministro italiano bastante ha hecho con no poner demasiado pegas, pero se ha descolgado todo lo que ha podido. Los intereses económicos y la perspectiva de que Gadafi, pese a todo, se mantenga total o parcialmente al frente del país explican esta ambigüedad de un gobierno como el italiano tan poco aficionado a moverse desde el campo de los principios en sus actuaciones políticas.
Finalmente, otro socio del que se presumían reticencias es Turquía. La nueva política exterior de Ánkara mira más hacia el Este que hacia el Oeste, más al Sur que al norte. A los islamistas moderados de Erdogan les preocupa más no perjudicar su intensa campaña de 'soft power' entre la sociedades árabes que la lealtad ciega a un discurso y a unos intereses occidentales tan interpretables. Turquía pisa con pies de plomo, pone una vela a Gadafi y otra a la oposición, se convierte en 'pepito grillo' de sus aliados y cree preservar intacto su nuevo posicionamiento o 'ajuste' de su agenda diplomática.
España, entretanto, aplica el principio de que todo lo que venga de Obama es bueno y saludable y, con independencia de las interesadas críticas de la derecha o de la esperable posición del espectro socio-político más a la izquierda, acentúa el exceso su interés de que no se ponga para nada en duda su compromiso con la coalición internacional en contra del ahora amortizado socio libio.
MÁS ALLÁ DE LA PROTECCIÓN DE LOS REBELDES
Por lo demás, resulta poco creíble que no se pretenda cambiar un régimen (derribar a Gadafi, su familia, su clan, su entramado de intereses), cuando algunas de las operaciones militares parecen claramente diseñadas tanto a impedir que sus tropas ataquen a los rebeldes, cuanto a debilitar sus defensas en Tripoli, para incitar a los opositores a que asalten la fortaleza central. En los discursos de Obama no hay empeño en esconder que Washington "quiere otro gobierno", aunque se añada que el cambio político "compete al pueblo libio".
Es razonable que se debate sobre si, de nuevo, el petróleo es la clave de las actuaciones. Obviamente, si Gadafi mantiene resortes de poder -total o parcialmente-, es previsible un giro del régimen. En un blog de LE MONDE especializado en la materia, se podía leer esta semana que las compañías occidentales radicales en Libia (Total, BASF, Repsol, etc.) ya están actualizando la evaluación de riesgos y se toman muy en serio las advertencias del líder libio sobre el previsible fin del negocio. FINANCIAL TIMES aseguraba esta semana que las empresas con intereses directos en Libia "temen una nacionalización del petróleo". O, alternativamente, el desvío de futuras concesiones a países como China, India o Brasil, que no votaron a favor de la intervención militar en Libia.
Pero, salvo en el caso de Italia, que obtiene de Libia el 25 por ciento del crudo que consume (frente al 9 por ciento de Francia, por ejemplo), la dependencia occidental del petróleo controlado por Gadafi es reducida, incluso aunque sus reservas sean las cuartas del continente africano por volumen y uno de los más apreciados por su calidad y su proximidad.
Habrá por tanto que esperar a que Obama sea capaz de armar una fórmula que permita a Estados Unidos alejarse de la primera línea y mantenerse en situación de disponible por si las cosas se complican militarmente y debe convocarse de nuevo a la caballería decisiva.
OTROS FRENTES DE CONFLICTO
En el ánimo de la Casa Blanca y del Pentágono debe pesar también el rebrote de otros frentes de crisis que parecían apaciguados en las últimas semanas por el efecto magnético del caso libio. Se acelera, por lo que parece, las tensiones en Yemen y continúa sin ofrecerse una salida convincente en Bahréin.
En Yemen, las defecciones de altos cargos militares, políticos y tribales continúan, tras la muerte de medio centenar de manifestantes por represión policial. El presidente Saleh es un político al que se le adelanta cada día un poco más la fecha de caducidad. Los responsables de la seguridad norteamericanas deben estar a buen seguro pactando con los potenciales dirigentes alternativos garantías suficientes de que el gran beneficiado del derrumbamiento del régimen no será la franquicia local de Al Qaeda.
Y, finalmente, distintas fuentes de solvencia, indican que las protestas ya han alcanzado cierto nivel de importancia en la siempre hermética Siria, hasta ahora relativamente a salvo de la 'contaminación democrática'. Otro régimen de escasas simpatías occidentales, pero con el que se tiene cierta deferencia por el vacilante proceso de diálogo encubierto con Israel (bajo patrocinio turco) y su papel clave en el control de los chiíes libaneses proiraníes de Hezbollah, cada día más influyentes para el futuro de su país.
ALGUNOS RIESGOS DE LA INTERVENCION EN LIBIA
21 de marzo de 2011
Ocho años después, día por día, del ataque unilateral contra Iraq, las principales potencias occidentales, en esta ocasión con el apoyo inicial de la Liga Árabe, ha emprendido acciones armadas en otro país árabe. En esta ocasión, el consenso internacional es mucho más amplio, la operación tiene un objetivo preciso –proteger a la población civil que se ha levantado contra el denostado régimen de Gadaffi- y un alcance supuestamente limitado.
El resultado de las primeras acciones ha sido el esperado. Las defensas antiaéreas libias se consideran neutralizadas, se ha infringido un aviso disuasivo en Bengazi, que habría frenado la reconquista de la ciudad por las tropas gubernamentales e incluso se le ha mandado un mensaje personal al máximo dirigente libio, con la destrucción de uno de sus palacios. En definitiva, se ha cimentado con hechos la amenaza de un uso contundente de la fuerza. De momento, de manual.
Pero el paso emprendido este fin de semana no está exento de riesgos. Son los siguientes:
1) Si hay víctimas civiles abundantes, la operación puede convertirse en un arma de de doble filo, en un boomerang. Aunque Gadaffi asegure que los ataques de la OTAN han provocado muertes inocentes desde el primer momento y sus datos carezcan de credibilidad, no pasará mucho tiempo antes de que se verifique la existencia de víctimas civiles.
2) Que, como consecuencia de lo anterior, pero no sólo de lo anterior, algunos países árabes comiencen a girar en redondo sobre sus posiciones. De hecho, la Liga Árabe ya está diciendo que apoyó el establecimiento de una zona de exclusión aérea, para evitar que los aviones de Gadafi bombardearan a la población civil en su represión del levantamiento, pero no respaldó ataques aéreos generalizados contra instalaciones o maquinaria militar del líder libio.
3) Libia puede quedar dividida, con la oposición controlando el Este y Gadafi el resto del país, falta de control y peligro de caos. La tentación de dividir el país puede resultar nefasta. Si se confirma que se trabaja con esa hipótesis, aventuramos dos motivos: uno, que se pretende asegurar parte del abastecimiento del petróleo; dos, que se admite privadamente que no será fácil desalojar a Gadaffi del poder sin una intervención masiva y prolongada, opción que produce auténticas pesadillas en las capitales europeas y un rechazo frontal en Washington.
4) La falta de una autoridad clara en Libia puede ser explotada por sectores islámicos radicales, que deslegitimen tanto a Gadaffi, por su actitud represiva mantenida en los últimos años, como a la oposición, por su complicidad con Occidente y por haber permitido que se inmiscuya en los asuntos del país.
5) Si se produce un escenario represivo en otro país árabe, como ya empieza a apuntarse cada día con más claridad en Yemen, las potencias occidentales se podrían enfrentar al reproche del ‘doble rasero’. Si se actúa en Libia para proteger a la población civil, no será fácil argumentar que los yemeníes no tienen el mismo derecho a esa protección. Pero en Yemen, la caída del régimen no pasa por los cálculos de Estados Unidos, que dependen enormemente de la cooperación del Presidente Saleh para combatir el crecimiento de Al Qaeda en ese país como base de refugio, actuación y planificación, después de su repliegue en Afganistán. ¿Y qué decir si los episodios represivos se acentúan en los ‘países amigos’ como Bahrein o la propia Arabia? ¿Protegeremos también a sus poblaciones, si los dirigentes no se muestran razonables? Como la respuesta sería negativa, las operaciones militares en Libia quedarían en entredicho.
6) La oposición libia necesita clarificar cuanto antes su programa político, sus prioridades en este momento dramático del país. Es comprensible que las operaciones militares no les hayan dejado tiempo. Pero alguien tendrá que estar pensando, ahora precisamente, en esos asuntos. Si eso se demora, o siguen produciéndose cacofonías, surgirán una creciente incomodidad en Occidente.
7) Las divisiones en la administración Obama sobre la conveniencia de esta operación podrían agudizarse en los próximos días, si no se obtiene resultados contundentes de forma inmediata. El pasado sábado, THE NEW YORK TIMES describía muy claramente los distintos bandos, las valoraciones distintas y hasta opuestas, en relación a la operación militar en Libia. Finalmente, los defensores de los ‘principios’ (con la embajadora Rice y el senado Kerry a la cabeza) ganaron el corazón de Obama, frente al pragmatismo del Pentágono, que se ha resistido hasta el final. Parece que el cambio de tornas de Hillary Clinton, a favor de la línea dura, favoreció la decisión del Presidente. Pero Obama ha dejado claro que pondrá fin a la implicación norteamericana cuanto antes. Cuando quiera hacerlo, podría ocurrir que no fuera oportuno.
Ocho años después, día por día, del ataque unilateral contra Iraq, las principales potencias occidentales, en esta ocasión con el apoyo inicial de la Liga Árabe, ha emprendido acciones armadas en otro país árabe. En esta ocasión, el consenso internacional es mucho más amplio, la operación tiene un objetivo preciso –proteger a la población civil que se ha levantado contra el denostado régimen de Gadaffi- y un alcance supuestamente limitado.
El resultado de las primeras acciones ha sido el esperado. Las defensas antiaéreas libias se consideran neutralizadas, se ha infringido un aviso disuasivo en Bengazi, que habría frenado la reconquista de la ciudad por las tropas gubernamentales e incluso se le ha mandado un mensaje personal al máximo dirigente libio, con la destrucción de uno de sus palacios. En definitiva, se ha cimentado con hechos la amenaza de un uso contundente de la fuerza. De momento, de manual.
Pero el paso emprendido este fin de semana no está exento de riesgos. Son los siguientes:
1) Si hay víctimas civiles abundantes, la operación puede convertirse en un arma de de doble filo, en un boomerang. Aunque Gadaffi asegure que los ataques de la OTAN han provocado muertes inocentes desde el primer momento y sus datos carezcan de credibilidad, no pasará mucho tiempo antes de que se verifique la existencia de víctimas civiles.
2) Que, como consecuencia de lo anterior, pero no sólo de lo anterior, algunos países árabes comiencen a girar en redondo sobre sus posiciones. De hecho, la Liga Árabe ya está diciendo que apoyó el establecimiento de una zona de exclusión aérea, para evitar que los aviones de Gadafi bombardearan a la población civil en su represión del levantamiento, pero no respaldó ataques aéreos generalizados contra instalaciones o maquinaria militar del líder libio.
3) Libia puede quedar dividida, con la oposición controlando el Este y Gadafi el resto del país, falta de control y peligro de caos. La tentación de dividir el país puede resultar nefasta. Si se confirma que se trabaja con esa hipótesis, aventuramos dos motivos: uno, que se pretende asegurar parte del abastecimiento del petróleo; dos, que se admite privadamente que no será fácil desalojar a Gadaffi del poder sin una intervención masiva y prolongada, opción que produce auténticas pesadillas en las capitales europeas y un rechazo frontal en Washington.
4) La falta de una autoridad clara en Libia puede ser explotada por sectores islámicos radicales, que deslegitimen tanto a Gadaffi, por su actitud represiva mantenida en los últimos años, como a la oposición, por su complicidad con Occidente y por haber permitido que se inmiscuya en los asuntos del país.
5) Si se produce un escenario represivo en otro país árabe, como ya empieza a apuntarse cada día con más claridad en Yemen, las potencias occidentales se podrían enfrentar al reproche del ‘doble rasero’. Si se actúa en Libia para proteger a la población civil, no será fácil argumentar que los yemeníes no tienen el mismo derecho a esa protección. Pero en Yemen, la caída del régimen no pasa por los cálculos de Estados Unidos, que dependen enormemente de la cooperación del Presidente Saleh para combatir el crecimiento de Al Qaeda en ese país como base de refugio, actuación y planificación, después de su repliegue en Afganistán. ¿Y qué decir si los episodios represivos se acentúan en los ‘países amigos’ como Bahrein o la propia Arabia? ¿Protegeremos también a sus poblaciones, si los dirigentes no se muestran razonables? Como la respuesta sería negativa, las operaciones militares en Libia quedarían en entredicho.
6) La oposición libia necesita clarificar cuanto antes su programa político, sus prioridades en este momento dramático del país. Es comprensible que las operaciones militares no les hayan dejado tiempo. Pero alguien tendrá que estar pensando, ahora precisamente, en esos asuntos. Si eso se demora, o siguen produciéndose cacofonías, surgirán una creciente incomodidad en Occidente.
7) Las divisiones en la administración Obama sobre la conveniencia de esta operación podrían agudizarse en los próximos días, si no se obtiene resultados contundentes de forma inmediata. El pasado sábado, THE NEW YORK TIMES describía muy claramente los distintos bandos, las valoraciones distintas y hasta opuestas, en relación a la operación militar en Libia. Finalmente, los defensores de los ‘principios’ (con la embajadora Rice y el senado Kerry a la cabeza) ganaron el corazón de Obama, frente al pragmatismo del Pentágono, que se ha resistido hasta el final. Parece que el cambio de tornas de Hillary Clinton, a favor de la línea dura, favoreció la decisión del Presidente. Pero Obama ha dejado claro que pondrá fin a la implicación norteamericana cuanto antes. Cuando quiera hacerlo, podría ocurrir que no fuera oportuno.
EL PODER DECLINANTE DE JAPÓN
17 de marzo de 2011
El terremoto, el tsunami y la alarma nuclear subsiguiente han sumido a Japón en un momento de incertidumbre de enormes dimensiones. El país otrora más poderoso de Asia vive la situación "más grave desde el final de la Segunda Guerra Mundial", ha afirmado su primer ministro, el voluntarioso pero endeble Naoto Kan. No exagera. Sin embargo, esta acumulación reciente de desgracias representa sólo la puntilla en un largo proceso de decadencia.
EL FINAL DE JAPON INC.
Hace veinte años, las perspectivas de Japón eran bien distintas. Los expertos económicos -o al menos los que se dedican a vaticinar- aseguraban que al iniciarse la segunda década del siglo XXI -es decir, el tiempo que vivimos-, Japón habría desbancado a Estados Unidos como primera potencia económica mundial. Japón como otra forma de Imperio del Sol naciente. Lo que ha ocurrido, como se sabe, no ha sido precisamente eso. Al concluir la primera década del siglo, la economía japonesa pesaba lo mismo que cuando se hicieron aquellas optimistas predicciones. Con las actualizaciones de cambio correspondientes, el producto interior bruto se ha estancado en 5,7 billones de dólares. En cambio, el líder supuestamente destronado había duplicado el valor numérico de su poderío económico, hasta alcanzar los 14,7 billones de dólares (Datos de la OCDE). Japón no sólo no ha desbancado a Estados Unidos del primer puesto, sino que hace apenas nueve meses perdió la segunda posición, en beneficio de China, que es la potencia que amenaza ahora la hegemonía norteamericana. ¿Qué ha pasado en Japón para que se hayan defraudado esas expectativas tan brillantes?
JAPON=DEFLACION
Hay bastante consenso entre los economistas en el análisis sobre la concatenación de fenómenos que han conducido a esta situación. Incluso se habla abiertamente de 'modelo japonés ' como definitorio de una serie de políticas y comportamientos económicos.
Japón vivió una fiebre especulativa en los ochenta que generó, básicamente, dos tipos de burbujas, una bursátil y otra inmobiliaria, con amplias y nocivas consecuencias para el sector financiero -que ha estado varias veces al borde del colapso- y para toda la actividad económica en general. A comienzos de los noventa, poco después de las predicciones triunfalistas mencionadas, las burbujas reventaron. Los sucesivos gobiernos intentaron sostener la situación mediante respaldos de dinero público que generaron un crónico déficit público, el más alto del mundo (200% del PIB). Posteriores políticas de austeridad para corregir esta tendencia no resolvieron la depresión económica y se instaló en el país una deflación persistente, durante toda una generación, hasta el punto de que Japón se ha convertido en el exponente arquetípico de este comportamiento económico en los tiempos actuales.
La caída de los precios en términos reales ha sido de tal envergadura que, por citar el ejemplo del mercado inmobiliario, el más emblemático en la crisis del país, el valor medio de una propiedad es hoy la misma que en 1983. Si tomamos como referencia el mercado de valores, las empresas que cotizan en Bolsa valen hoy cuatro veces menos que en 1989.
PESIMISMO, REPLIEGUE, NUEVOS HÁBITOS SOCIALES
Las sucesivas manifestaciones de la crisis económica (financiera, bursátil, presupuestaria, económicas) ha provocado auténticos tsunamis sociales. Los expertos advierten un indiscutible cambio en el patrón de vida de Japón a lo largo de la presente generación, durante las últimas dos décadas. No ayudó mucho el desprestigio casi generalizado de una clase política atrapada en la corrupción, el clientelismo, la incompetencia.
El pesimismo ha condenado el consumismo japonés. El miedo a las consecuencias de la crisis ha provocado un repliegue en los hábitos aparentemente consolidados de la clase media japonesa de pedir créditos, adquirir bienes de consumo y servicios. El ciclo endeudarse y gastar es ya historia. Los japoneses ya no inundan aeropuertos y museos mundiales con sus pequeñas cámaras fotográficas. Ahora viajan mucho menos y son muchos menos los que viajan.
El presidente del Instituto de Investigación sobre Hábitos de Mercado y Consumo, Hisazaku Matsuda, decía en un reciente libro glosado por THE NEW YORK TIMES hace unos meses que los japoneses habían pasado de 'consumistas devoradores' a 'consumption-haters' (personas que odian consumir).
Pero no se ha reducido el gasto en consumo, en el ocio, en el disfrute, en lo que parece superfluo. En un sector de primera necesidad como la vivienda, la deflación ha tenido efectos devastadores, porque muchos propietarios que han querido sostener con la venta de su piso una mala situación económica o laboral se encuentran con que el valor del mismo es varias veces inferior a la hipoteca que aún no han terminado de pagar.
La crisis se ceba con especial crudeza en las nuevas generaciones. Los jóvenes se hacinan en las famosas 'microcasas', auténticas cajas de cerillas en el paisaje urbano. Las aspiraciones de un joven japonés de clase media, o media alta, de completar sus estudios en las universidades norteamericanas se han desvanecido por completo. Este ambiente de pesimismo ha incidido en el clima laboral. La tradicional laboriosidad japonesa se resquebraja. Los jóvenes que trabajan no pasan tantas horas en la oficina o en el taller. Conscientes de que los sueldos no les van a permitir un nivel de vida como el que han conocido en sus padres o abuelos, se sienten sin estímulos para el esfuerzo. Pocos se sienten animados a pedir créditos, a crear sus empresas, a asumir riesgos.
En el plano social, la depresión de las expectativas ha llevado a una crisis de la pareja y del universo emocional. Se ha incrementado aún más el índice de suicidios, que ya era notablemente alto antes de la crisis, en comparación con otras potencias industriales avanzadas. El cine o la literatura japonesa de estas dos últimas décadas ofrecen abundantes ejemplos de esta 'melancolía social' que amenaza con arruinar ese espíritu emprendedor que se percibía desde Occidente.
FORTALEZAS PARA RESISTIR.
Y, a pesar de todo lo anterior, Japón dispone aún de fortalezas importantes para remontar. Continua siendo una potencia industrial de primer orden y no ha perdido pie en la vanguardia tecnología. Dedica un 3,8% de PIN a investigación y desarrollo, una cifra que ya se querría en Europa.
Hace unos días, el corresponsal de LE MONDE en Tokio destacaba, como lo han hecho otros colegas, el ejemplo de civismo del japonés golpeado por las actuales catástrofes naturales. Atribuía Philippe Mesmer esta actitud a la educación: "desde la escuela -aseguraba- se transmite el valor del grupo, se aprende a hacer las cosas juntos". Afrontar en bloque la tragedia. Ese, efectivamente, ha sido un valor de la sociedad japonesa.
Pero la educación no es la única explicación. Contrariamente a China, el capitalismo nipón adoptó ciertas provisiones del capitalismo renano y se dotó de ciertos mecanismos de cohesión social, que amortiguó las diferencias sociales propias del sistema. El paro, pese a los tsunamis económicos y sociales no supera el 5%. La población tiene sus necesidades básicas y menos básicas bastante cubiertas. La población de elevada edad está bien cuidada. No hay tensiones sociales alarmantes, aunque la reducción del papel corrector del Estado pueden hacer aflorar problemas latentes. En todo caso, lo más inquietante es el estado de ánimo de los más jóvenes. El fracaso reiterado de la clase política, la frustración ante fórmulas 'renovadoras' como la representada por el actual primer ministro añaden pesimismo al escenario.
Las consecuencias de este último desastre están aún por evaluar con rigor. Pero seguramente contribuirán a debilitar las respuestas públicas y, por lo tanto, a ahondar la crisis social en el país. LE MONDE concluye su editorial dedicado a los efectos duraderos de la catástrofe con una frase elocuente: 'Japón vive un momento churchilliano'. Sangre, sudor y lágrimas...
El terremoto, el tsunami y la alarma nuclear subsiguiente han sumido a Japón en un momento de incertidumbre de enormes dimensiones. El país otrora más poderoso de Asia vive la situación "más grave desde el final de la Segunda Guerra Mundial", ha afirmado su primer ministro, el voluntarioso pero endeble Naoto Kan. No exagera. Sin embargo, esta acumulación reciente de desgracias representa sólo la puntilla en un largo proceso de decadencia.
EL FINAL DE JAPON INC.
Hace veinte años, las perspectivas de Japón eran bien distintas. Los expertos económicos -o al menos los que se dedican a vaticinar- aseguraban que al iniciarse la segunda década del siglo XXI -es decir, el tiempo que vivimos-, Japón habría desbancado a Estados Unidos como primera potencia económica mundial. Japón como otra forma de Imperio del Sol naciente. Lo que ha ocurrido, como se sabe, no ha sido precisamente eso. Al concluir la primera década del siglo, la economía japonesa pesaba lo mismo que cuando se hicieron aquellas optimistas predicciones. Con las actualizaciones de cambio correspondientes, el producto interior bruto se ha estancado en 5,7 billones de dólares. En cambio, el líder supuestamente destronado había duplicado el valor numérico de su poderío económico, hasta alcanzar los 14,7 billones de dólares (Datos de la OCDE). Japón no sólo no ha desbancado a Estados Unidos del primer puesto, sino que hace apenas nueve meses perdió la segunda posición, en beneficio de China, que es la potencia que amenaza ahora la hegemonía norteamericana. ¿Qué ha pasado en Japón para que se hayan defraudado esas expectativas tan brillantes?
JAPON=DEFLACION
Hay bastante consenso entre los economistas en el análisis sobre la concatenación de fenómenos que han conducido a esta situación. Incluso se habla abiertamente de 'modelo japonés ' como definitorio de una serie de políticas y comportamientos económicos.
Japón vivió una fiebre especulativa en los ochenta que generó, básicamente, dos tipos de burbujas, una bursátil y otra inmobiliaria, con amplias y nocivas consecuencias para el sector financiero -que ha estado varias veces al borde del colapso- y para toda la actividad económica en general. A comienzos de los noventa, poco después de las predicciones triunfalistas mencionadas, las burbujas reventaron. Los sucesivos gobiernos intentaron sostener la situación mediante respaldos de dinero público que generaron un crónico déficit público, el más alto del mundo (200% del PIB). Posteriores políticas de austeridad para corregir esta tendencia no resolvieron la depresión económica y se instaló en el país una deflación persistente, durante toda una generación, hasta el punto de que Japón se ha convertido en el exponente arquetípico de este comportamiento económico en los tiempos actuales.
La caída de los precios en términos reales ha sido de tal envergadura que, por citar el ejemplo del mercado inmobiliario, el más emblemático en la crisis del país, el valor medio de una propiedad es hoy la misma que en 1983. Si tomamos como referencia el mercado de valores, las empresas que cotizan en Bolsa valen hoy cuatro veces menos que en 1989.
PESIMISMO, REPLIEGUE, NUEVOS HÁBITOS SOCIALES
Las sucesivas manifestaciones de la crisis económica (financiera, bursátil, presupuestaria, económicas) ha provocado auténticos tsunamis sociales. Los expertos advierten un indiscutible cambio en el patrón de vida de Japón a lo largo de la presente generación, durante las últimas dos décadas. No ayudó mucho el desprestigio casi generalizado de una clase política atrapada en la corrupción, el clientelismo, la incompetencia.
El pesimismo ha condenado el consumismo japonés. El miedo a las consecuencias de la crisis ha provocado un repliegue en los hábitos aparentemente consolidados de la clase media japonesa de pedir créditos, adquirir bienes de consumo y servicios. El ciclo endeudarse y gastar es ya historia. Los japoneses ya no inundan aeropuertos y museos mundiales con sus pequeñas cámaras fotográficas. Ahora viajan mucho menos y son muchos menos los que viajan.
El presidente del Instituto de Investigación sobre Hábitos de Mercado y Consumo, Hisazaku Matsuda, decía en un reciente libro glosado por THE NEW YORK TIMES hace unos meses que los japoneses habían pasado de 'consumistas devoradores' a 'consumption-haters' (personas que odian consumir).
Pero no se ha reducido el gasto en consumo, en el ocio, en el disfrute, en lo que parece superfluo. En un sector de primera necesidad como la vivienda, la deflación ha tenido efectos devastadores, porque muchos propietarios que han querido sostener con la venta de su piso una mala situación económica o laboral se encuentran con que el valor del mismo es varias veces inferior a la hipoteca que aún no han terminado de pagar.
La crisis se ceba con especial crudeza en las nuevas generaciones. Los jóvenes se hacinan en las famosas 'microcasas', auténticas cajas de cerillas en el paisaje urbano. Las aspiraciones de un joven japonés de clase media, o media alta, de completar sus estudios en las universidades norteamericanas se han desvanecido por completo. Este ambiente de pesimismo ha incidido en el clima laboral. La tradicional laboriosidad japonesa se resquebraja. Los jóvenes que trabajan no pasan tantas horas en la oficina o en el taller. Conscientes de que los sueldos no les van a permitir un nivel de vida como el que han conocido en sus padres o abuelos, se sienten sin estímulos para el esfuerzo. Pocos se sienten animados a pedir créditos, a crear sus empresas, a asumir riesgos.
En el plano social, la depresión de las expectativas ha llevado a una crisis de la pareja y del universo emocional. Se ha incrementado aún más el índice de suicidios, que ya era notablemente alto antes de la crisis, en comparación con otras potencias industriales avanzadas. El cine o la literatura japonesa de estas dos últimas décadas ofrecen abundantes ejemplos de esta 'melancolía social' que amenaza con arruinar ese espíritu emprendedor que se percibía desde Occidente.
FORTALEZAS PARA RESISTIR.
Y, a pesar de todo lo anterior, Japón dispone aún de fortalezas importantes para remontar. Continua siendo una potencia industrial de primer orden y no ha perdido pie en la vanguardia tecnología. Dedica un 3,8% de PIN a investigación y desarrollo, una cifra que ya se querría en Europa.
Hace unos días, el corresponsal de LE MONDE en Tokio destacaba, como lo han hecho otros colegas, el ejemplo de civismo del japonés golpeado por las actuales catástrofes naturales. Atribuía Philippe Mesmer esta actitud a la educación: "desde la escuela -aseguraba- se transmite el valor del grupo, se aprende a hacer las cosas juntos". Afrontar en bloque la tragedia. Ese, efectivamente, ha sido un valor de la sociedad japonesa.
Pero la educación no es la única explicación. Contrariamente a China, el capitalismo nipón adoptó ciertas provisiones del capitalismo renano y se dotó de ciertos mecanismos de cohesión social, que amortiguó las diferencias sociales propias del sistema. El paro, pese a los tsunamis económicos y sociales no supera el 5%. La población tiene sus necesidades básicas y menos básicas bastante cubiertas. La población de elevada edad está bien cuidada. No hay tensiones sociales alarmantes, aunque la reducción del papel corrector del Estado pueden hacer aflorar problemas latentes. En todo caso, lo más inquietante es el estado de ánimo de los más jóvenes. El fracaso reiterado de la clase política, la frustración ante fórmulas 'renovadoras' como la representada por el actual primer ministro añaden pesimismo al escenario.
Las consecuencias de este último desastre están aún por evaluar con rigor. Pero seguramente contribuirán a debilitar las respuestas públicas y, por lo tanto, a ahondar la crisis social en el país. LE MONDE concluye su editorial dedicado a los efectos duraderos de la catástrofe con una frase elocuente: 'Japón vive un momento churchilliano'. Sangre, sudor y lágrimas...
DEL 'YES, WE CAN' AL 'IF CAN...'
10 de marzo de 2011
Las potencias occidentales se encuentran atrapadas en su propia retórica acerca de cómo apoyar las revueltas populares árabes. Como ya se había apreciado desde aquí, Gadaffi ha proporcionado la oportunidad a Occidente de lavar la mala conciencia, olvidar años de errores y malas prácticas, de dobles raseros y discursos hipócritas, y apuntarse al bando de los "buenos", de los que reclaman democracia y libertades, justicia y vida digna.
En realidad, estamos ante una prolongación de la impostura. El debate sobre la conveniencia y las modalidades de una intervención militar se eterniza, en parte de forma justificada por la complejidad de las consideraciones legales, políticas y operacionales, pero también por las dudas sobre la rentabilidad de tal decisión.
UNA CALCULADA DEMORA
Una autorización de la ONU a la imposición de una zona de exclusión aérea para mantener a los aviones y helicópteros de Gadaffi en tierra es improbable, por no decir imposible, debido al veto previsible de China y Rusia en el Consejo de Seguridad. Un consenso entre los aliados de la OTAN para ejecutar la operación también parece enfrentarse a dudas y problemas que cuesta explicar a una opinión pública muy condicionada por el relato apasionado de la mayoría de los medios de comunicación, más ávidos del espectáculo de la novedad que comprometidos en la comprensión de los acontecimientos.
Así las cosas, el tiempo pasa, el régimen libio recompone sus fuerzas, aprovecha las vacilaciones occidentales y construye un discurso con opciones alternativas. Por el contrario, el bando rebelde empieza a dar muestras inequívocas de falta de recursos, de precaria preparación militar, de discrepancias políticas, de debilidad orgánica, de incapacidad para aparcar contradicciones. Y en esas, también se demora en apostar por una estrategia estable y coherente.
La dilación en la resolución de la crisis libia no es casual ni constituye una novedad en el tratamiento de este tipo de conflictos. Por el contrario, hay una metodología que, pese a la impresión externa de confusión y prolijidad, responde a la preservación de los intereses.
Occidente querría que cayera Gadaffi, pero no a cualquier precio. Occidente querría que los rebeldes se impusieran, pero no sin saber antes, y con garantías, qué piensan hacer con el país. Occidente querría que pase lo que pase, nuestros intereses queden preservados. En Libia, esos intereses son: abastecimiento garantizado del petróleo libio, freno al flujo de emigrantes con destino a las playas europeas, mantenimiento de la unidad del país por cuestiones pragmáticas y blindaje contra cualquier aprovechamiento por parte de Al Qaeda -o de otros elementos extremistas islámicos, o de fuerzas progresistas menos dóciles- de un eventual debilitamiento del nuevo poder ejecutivo.
QUE RESULTE LO QUE CONVENGA
Ése será el principio regidor de la decisión político-diplomática que se adopte en relación con una intervención militar: que nos convenga lo que resulte. Pero hay otro aspecto esencial a considerar: el precio a pagar para dar cumplimiento a lo anterior.
La administración norteamericana es perfectamente consciente de que tendrá que ser el principal contribuyente en este esfuerzo, por mucho que algunos aliados quieran salir en la foto de la resolución de la crisis, aportando elementos de fuerza de cierta -pero limitada- significación.
Quizás los que estos días han hablado más claro -en ocasiones, hasta demasiado públicamente- han sido los mandos militares del Pentágono. El entusiasmo de algunos medios y dirigentes políticos en favor del apoyo militar a los rebeldes ha sido contestado con cierta arrogancia profesional y comentarios despectivos apenas disimulados del tipo de 'establecer una zona de exclusión aérea no es un ejercicio de video-juego'. Naturalmente, el sentido de estos comentarios y de otros más fundamentados o razonados no ha sido ridiculizar a los políticos o a los propagandistas selectivos de la causa democrática árabe, sino ajustarse a lo esencial: ¿para qué intervenir? En un análisis reciente sobre este debate, David Sanger, el titular del NEW YORK TIMES para asuntos de seguridad internacional, escribe:
"La institución militar norteamericana mantiene en privado una actitud escéptica ante gestos humanitarios que suponen riesgo para la vida de nuestras tropas en función de una causa coyuntural, mientras el interés nacional es sólo muy tenue".
Dicho de forma menos alambicada: que no merece la pena el esfuerzo. Sustituyan 'gestos humanitarios' por 'exigencias propagandísticas o de imagen' y compondremos un encuadramiento más real del debate en marcha.
Por estas razones, no debemos descartar que la demora en la decisión responda a la estrategia de forzar una rendición honorable de Gadaffi sin que sea necesario poner a volar los 'aviones preventivos' de la OTAN. LE MONDE da cuenta de escaramuzas diplomáticas para forzar la 'retirada pactada' del líder libio, que naturalmente han sido desautorizadas de forma contundente en Tripoli. La propia oposición -o sectores de ella- se apuntarían a esta salida, aunque los más vehementes mantengan el discurso de 'no negociar con el dictador'.
'OBAMLET'
Obama duda, ergo tarda. Se lo reprochan propios y ajenos, partidarios y adversarios. Los mismos republicanos que le censuraron que dejara caer a Mubarak, le achuchan ahora con insistencia para que empuje violentamente a Gadaffi fuera de la escena internacional. Que lo mande al infierno con Saddam, si es preciso. Los suyos, incluso los que hasta ahora más en la ayuda en la tarea exterior, como el senador Kerry, también le piden más coraje, más energía, por motivaciones y con un discurso distinto. Pero no le ofrece soluciones decisivas.
Para el presidente norteamericano, no vale con hacer lo que resulta más popular. Lo que hoy puede ser aplaudido, podría resultar una pesada hipoteca mañana. Algunas facciones de los propios rebeldes libios se oponen categóricamente a la intervención extranjera (occidental), aunque con una mano rechacen y con la otra demanden.
Obama sabe, por instinto, que intervenir militarmente en un país musulmán, después de todo lo ocurrido, resulta muy arriesgado. El ruido y la atención preferente a la situación libia ha dejado en segundo plano dos hechos recientes muy molestos para Washington: la enésima masacre de civiles en Afganistán por errores de cálculo o de ejecución de las armas ciegas norteamericanas y la renovación de las 'comisiones militares' (tribunales fantasma) de Guantánamo.
En Afganistán, los militares exigen manos libres y gestión fría de los 'accidentes'. Acabar el trabajo sin miramientos. El ejército norteamericano ha causado más víctimas civiles desarmadas en las áridas estepas afganas que Gadaffi estos días en sus levantiscas ciudades. Las invocaciones a tribunales internacionales para enjuiciar, castigar y reparar crímenes de guerra deberían ser más sólidas y coherentes.
En Guantánamo, Obama ha abolido formalmente la tortura, ha introducido más garantías judiciales y legales y ahora ha prometido revisar periódicamente las condiciones legales de los presos. Pero, en lo fundamental, ha asumido la 'doctrina Bush'. Con una insana complacencia se lo restregaban destacados republicanos esta semana. Con cierto pesar, lo admitían los portavoces de las principales organizaciones cívicas de derechos humanos, que confiaban en obtener resultados más alentadores del Presidente, aunque reconocen que la clase política ha hecho todo lo posible para impedírselo.
Al negarse a que los detenidos de Guantánamo sean juzgados en los tribunales civiles de sus estados, la mayoría de los congresistas, incluidos numerosos demócratas, prefieren taparse la nariz, y seguir avalando una práctica judicial monstruosa, injusta e incluso ineficaz, con tal de que la opinión pública perciba que no se flojea con el terrorismo islamista.
En ambos escenarios de la cacareada 'lucha contra el terror', Obama está vendido, ciertamente, pero tampoco da muestras de la 'rebeldía' que vendió como candidato. Del 'Yes, We can' hemos pasado al 'If we can'. Del 'Sí, podemos' al 'si podemos...'
Las potencias occidentales se encuentran atrapadas en su propia retórica acerca de cómo apoyar las revueltas populares árabes. Como ya se había apreciado desde aquí, Gadaffi ha proporcionado la oportunidad a Occidente de lavar la mala conciencia, olvidar años de errores y malas prácticas, de dobles raseros y discursos hipócritas, y apuntarse al bando de los "buenos", de los que reclaman democracia y libertades, justicia y vida digna.
En realidad, estamos ante una prolongación de la impostura. El debate sobre la conveniencia y las modalidades de una intervención militar se eterniza, en parte de forma justificada por la complejidad de las consideraciones legales, políticas y operacionales, pero también por las dudas sobre la rentabilidad de tal decisión.
UNA CALCULADA DEMORA
Una autorización de la ONU a la imposición de una zona de exclusión aérea para mantener a los aviones y helicópteros de Gadaffi en tierra es improbable, por no decir imposible, debido al veto previsible de China y Rusia en el Consejo de Seguridad. Un consenso entre los aliados de la OTAN para ejecutar la operación también parece enfrentarse a dudas y problemas que cuesta explicar a una opinión pública muy condicionada por el relato apasionado de la mayoría de los medios de comunicación, más ávidos del espectáculo de la novedad que comprometidos en la comprensión de los acontecimientos.
Así las cosas, el tiempo pasa, el régimen libio recompone sus fuerzas, aprovecha las vacilaciones occidentales y construye un discurso con opciones alternativas. Por el contrario, el bando rebelde empieza a dar muestras inequívocas de falta de recursos, de precaria preparación militar, de discrepancias políticas, de debilidad orgánica, de incapacidad para aparcar contradicciones. Y en esas, también se demora en apostar por una estrategia estable y coherente.
La dilación en la resolución de la crisis libia no es casual ni constituye una novedad en el tratamiento de este tipo de conflictos. Por el contrario, hay una metodología que, pese a la impresión externa de confusión y prolijidad, responde a la preservación de los intereses.
Occidente querría que cayera Gadaffi, pero no a cualquier precio. Occidente querría que los rebeldes se impusieran, pero no sin saber antes, y con garantías, qué piensan hacer con el país. Occidente querría que pase lo que pase, nuestros intereses queden preservados. En Libia, esos intereses son: abastecimiento garantizado del petróleo libio, freno al flujo de emigrantes con destino a las playas europeas, mantenimiento de la unidad del país por cuestiones pragmáticas y blindaje contra cualquier aprovechamiento por parte de Al Qaeda -o de otros elementos extremistas islámicos, o de fuerzas progresistas menos dóciles- de un eventual debilitamiento del nuevo poder ejecutivo.
QUE RESULTE LO QUE CONVENGA
Ése será el principio regidor de la decisión político-diplomática que se adopte en relación con una intervención militar: que nos convenga lo que resulte. Pero hay otro aspecto esencial a considerar: el precio a pagar para dar cumplimiento a lo anterior.
La administración norteamericana es perfectamente consciente de que tendrá que ser el principal contribuyente en este esfuerzo, por mucho que algunos aliados quieran salir en la foto de la resolución de la crisis, aportando elementos de fuerza de cierta -pero limitada- significación.
Quizás los que estos días han hablado más claro -en ocasiones, hasta demasiado públicamente- han sido los mandos militares del Pentágono. El entusiasmo de algunos medios y dirigentes políticos en favor del apoyo militar a los rebeldes ha sido contestado con cierta arrogancia profesional y comentarios despectivos apenas disimulados del tipo de 'establecer una zona de exclusión aérea no es un ejercicio de video-juego'. Naturalmente, el sentido de estos comentarios y de otros más fundamentados o razonados no ha sido ridiculizar a los políticos o a los propagandistas selectivos de la causa democrática árabe, sino ajustarse a lo esencial: ¿para qué intervenir? En un análisis reciente sobre este debate, David Sanger, el titular del NEW YORK TIMES para asuntos de seguridad internacional, escribe:
"La institución militar norteamericana mantiene en privado una actitud escéptica ante gestos humanitarios que suponen riesgo para la vida de nuestras tropas en función de una causa coyuntural, mientras el interés nacional es sólo muy tenue".
Dicho de forma menos alambicada: que no merece la pena el esfuerzo. Sustituyan 'gestos humanitarios' por 'exigencias propagandísticas o de imagen' y compondremos un encuadramiento más real del debate en marcha.
Por estas razones, no debemos descartar que la demora en la decisión responda a la estrategia de forzar una rendición honorable de Gadaffi sin que sea necesario poner a volar los 'aviones preventivos' de la OTAN. LE MONDE da cuenta de escaramuzas diplomáticas para forzar la 'retirada pactada' del líder libio, que naturalmente han sido desautorizadas de forma contundente en Tripoli. La propia oposición -o sectores de ella- se apuntarían a esta salida, aunque los más vehementes mantengan el discurso de 'no negociar con el dictador'.
'OBAMLET'
Obama duda, ergo tarda. Se lo reprochan propios y ajenos, partidarios y adversarios. Los mismos republicanos que le censuraron que dejara caer a Mubarak, le achuchan ahora con insistencia para que empuje violentamente a Gadaffi fuera de la escena internacional. Que lo mande al infierno con Saddam, si es preciso. Los suyos, incluso los que hasta ahora más en la ayuda en la tarea exterior, como el senador Kerry, también le piden más coraje, más energía, por motivaciones y con un discurso distinto. Pero no le ofrece soluciones decisivas.
Para el presidente norteamericano, no vale con hacer lo que resulta más popular. Lo que hoy puede ser aplaudido, podría resultar una pesada hipoteca mañana. Algunas facciones de los propios rebeldes libios se oponen categóricamente a la intervención extranjera (occidental), aunque con una mano rechacen y con la otra demanden.
Obama sabe, por instinto, que intervenir militarmente en un país musulmán, después de todo lo ocurrido, resulta muy arriesgado. El ruido y la atención preferente a la situación libia ha dejado en segundo plano dos hechos recientes muy molestos para Washington: la enésima masacre de civiles en Afganistán por errores de cálculo o de ejecución de las armas ciegas norteamericanas y la renovación de las 'comisiones militares' (tribunales fantasma) de Guantánamo.
En Afganistán, los militares exigen manos libres y gestión fría de los 'accidentes'. Acabar el trabajo sin miramientos. El ejército norteamericano ha causado más víctimas civiles desarmadas en las áridas estepas afganas que Gadaffi estos días en sus levantiscas ciudades. Las invocaciones a tribunales internacionales para enjuiciar, castigar y reparar crímenes de guerra deberían ser más sólidas y coherentes.
En Guantánamo, Obama ha abolido formalmente la tortura, ha introducido más garantías judiciales y legales y ahora ha prometido revisar periódicamente las condiciones legales de los presos. Pero, en lo fundamental, ha asumido la 'doctrina Bush'. Con una insana complacencia se lo restregaban destacados republicanos esta semana. Con cierto pesar, lo admitían los portavoces de las principales organizaciones cívicas de derechos humanos, que confiaban en obtener resultados más alentadores del Presidente, aunque reconocen que la clase política ha hecho todo lo posible para impedírselo.
Al negarse a que los detenidos de Guantánamo sean juzgados en los tribunales civiles de sus estados, la mayoría de los congresistas, incluidos numerosos demócratas, prefieren taparse la nariz, y seguir avalando una práctica judicial monstruosa, injusta e incluso ineficaz, con tal de que la opinión pública perciba que no se flojea con el terrorismo islamista.
En ambos escenarios de la cacareada 'lucha contra el terror', Obama está vendido, ciertamente, pero tampoco da muestras de la 'rebeldía' que vendió como candidato. Del 'Yes, We can' hemos pasado al 'If we can'. Del 'Sí, podemos' al 'si podemos...'
DEL BLOQUEO EN LIBIA A LAS SEÑALES EN YEMEN
3 de Marzo de 2011
La crisis libia se prolonga y deja en suspenso el proceso de revueltas en el resto del mundo árabe. El debate de estos últimos días sobre las opciones militares para detener la represión del levantamiento contra Gadaffi ha puesto de manifiesto los límites de una interferencia externa en los acontecimientos. Entretanto, se reactivan otras alarmas.
En Libia, la opción más comentada estos días, el llamado 'embargo de los cielos', la 'no fly zone', al estilo de lo decidido en Irak o en Bosnia. Para algunos se trataría de una intervención indirecta. En realidad, no. Impedir que los aviones de Gadaffi bombardeen posiciones rebeldes implicaría medidas militares directas. Como advertía el jefe militar del Pentágono para Oriente Medio, el general Mattis, al fin y al cabo, tal operación exigiría neutralizar las defensas antiaéreas libias y tal objetivo no se podría lograr si adoptar actuaciones ofensivas plenas. Inevitable escalada.
LA INTERVENCION MILITAR ES INDESEABLE...
En resumen, éstas serían las razones que hacen improbable una operación militar abierta en favor de los insurgentes contra Gadaffi.
1) No hay consenso de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad. China se niega sistemáticamente a la injerencia militar en asuntos de otros países, y menos por cuestiones relacionadas con violaciones de derechos humanos, ya que estaría sentando un precedente para avalar otras intervenciones peligrosas. Tampoco Rusia suele avenirse a estas prácticas, por razones similares, aunque se muestra más cooperativa en la búsqueda de alternativas que conduzcan a soluciones parecidas. Si la autorización de la ONU, tal operación, tenga la apariencia que tenga, sería ilegal. O, para decirlo de forma más imprecisa, unilateral. En esta ocasión, no hay estómago para eso.
2) División de percepciones en la Alianza Atlántica. Los europeos se muestran muy reticentes o claramente contrarios (Turquía, por ejemplo; también Francia), tanto por razones políticas como por consideraciones prácticas. Aunque la situación actual es potencialmente peligrosa (recuperación de Gadaffi, riesgo de guerra civil prolongada), una intervención militar directa aceleraría, a corto plazo, la huida masiva de población y desencadenaría una auténtica crisis humanitaria. Los actuales problemas en las fronteras de Egipto y Túnez se ampliarían a las salidas marítimas.
3) Escaso entusiasmo de los propios libios opuestos a Gadaffi. Estos días, el debate sobre la conveniencia de la ayuda militar exterior ha sido intenso entre los sublevados. Las consideraciones morales se han cruzado con los cálculos políticos. Parecen ser mayoría los que rechazan la intervención extranjera, conscientes de que podría convertirse en un arma propagandística inesperada en manos de Gadaffi. Ya ha empezado a reavivar el fantasma del viejo colonialismo europeo, al que sacó tanto partido en sus apaños con Berlusconi. Pero si la resistencia del régimen se prolonga, si la sangre sigue corriendo y los muertos aumentando, ese celo de independencia podría debilitarse.
4) Dudas sobre la orientación de los sublevados y la viabilidad de una alternativa política en Libia. Más allá de las difusas simpatías que puedan despertar los sectores que han decidido librarse del Coronel Gadaffi, se ignora profundamente quienes podrían controlan el movimiento revolucionario, o a quien puede beneficiar la caída de la dictadura. La debilidad de la oposición tradicional es conocida. Y entre los sublevados da la impresión de que la voz cantante la llevan personajes que hasta hace dos días formaban parte de la nomenclatura del régimen, en el gobierno, en las fuerzas armadas o en el entramado paralelo de poder que la familia Gadaffi ha venido construyendo desde hace décadas. En otras palabras, no sabemos quiénes son 'los nuestros'.
5) Establecimiento de un precedente ante otros posibles casos, si continúan prendiendo las revueltas y algún otro gobernante decide morir matando, como Gadaffi. Sólo que el próximo podría no ser tan antipático, ni su derribo tan propicio para los intereses occidentales. Aunque los discursos se modifican con cierta facilidad y el cinismo dispone de un amplio arsenal para decir una cosa y la contraria, la situación no sería cómoda.
... ENTONCES NO LA LLAMEMOS INTERVENCION MILITAR
Descartada una intervención abierta, es decir, tomar partido claramente por los rebeldes, debilitando, neutralizando o incluso aniquilando las capacidades armadas de Gadaffi y precipitando su caída, se barajan otras opciones más sutiles.
- No es descabellado suponer que los sublevados han recibido ya algún tipo de asistencia militar, particularmente de inteligencia, de información. Si no de instrucción o de asistencia práctica. De ser así, cabe pensar que irá en aumento.
- Por lo demás, el actual despliegue naval es una forma de intervención. No sólo por su papel disuasorio evidente y por su aliento explícito a que continúe la defección de militares y otros exponentes de fuerza. También porque, como asegura Philippe Leymarie en LE MONDE DIPLOMATIQUE, "constituye de hecho un cordón de seguridad que desalienta una fuga en masa de libios por mar o de emigrantes africanos hacia Europa".
YEMEN, EN BASTIDORES
El próximo escenario de crisis podría estar preparándose en el extremo meridional de la península arábiga. Estos últimos días se han sucedido acontecimientos interesantes en Yemen. Poderosos dirigentes tribales han retirado pública y ruidosamente su apoyo al presidente Saleh. Él ha respondido con el palo y la zanahoria: ofertando un gobierno de unidad nacional y cesando a los gobernadores de las provincias díscolas. Una fórmula poco imaginativa, seguramente, pero probablemente la única a su alcance, a estas alturas.
La prensa occidental, especialmente la norteamericana, se ha dedicado a analizar el delicado equilibrio tribal y la capacidad de maniobra del jefe de un Estado tan frágil como el yemení. Parece que a Saleh le salva la desconfianza que despierta en algunas de esas poderosas tribus otras opciones de poder alternativas a la actual. No sólo están unas tribus con otras, sino que en el seno de las más poderosas se advierten tendencias distintas y hasta opuestas. De ahí que los distintos análisis consultados estos días (en el WASHINGTON POST, en el CHRISTIAN SCIENCE MONITOR, en el WALL STREET JOURNAL, en LOS ANGELES TIMES) sugieran escenarios muy resbaladizos.
El otro acontecimiento que ha generado importante inquietud en Washington ha sido la aparición pública del influyente clérigo Abdul Majid al-Zindani expresando públicamente su oposición al presidente. Al Zindani fue mentor de Osama Bin Laden y aunque no parece con capacidad suficiente para liderar un movimiento sedicioso, algunos observadores estiman que si las distintas facciones tribales no alcanzaran un consenso y se produjera algo parecido a un vacío de poder, su figura podría crecer.
El presidente Saleh es consciente de que gran parte de sus opciones para hacer valer su agenda en la crisis depende de la habilidad con que juegue esta carta de la amenaza islámica, del peligro de una toma del poder por los socios o agentes del Al Qaeda. De ahí que Saleh haya aireado estos días la injerencia norteamericana e israelí en las revueltas árabes con un oportunismo sonrojante. Naturalmente, ha omitido reconocer que él es precisamente uno de los principales cómplices de la intervención norteamericana en la zona. Sin el apoyo directo -y masivo- de Washington, protegiendo sus espaldas y lubrificando las lealtades que lo sostienen, probablemente ya habría compartido el destino de Ben Alí y de Mubarak.
En el resto de puntos calientes, parece haber un compás de espera para ver lo que ocurre en Libia y si hay cambio de doctrina en Occidente. Después de todos, estas revoluciones también constituyen, y muy especialmente, un espectáculo televisivo, una especie de culebrón... Todos atentos a la pantalla.
La crisis libia se prolonga y deja en suspenso el proceso de revueltas en el resto del mundo árabe. El debate de estos últimos días sobre las opciones militares para detener la represión del levantamiento contra Gadaffi ha puesto de manifiesto los límites de una interferencia externa en los acontecimientos. Entretanto, se reactivan otras alarmas.
En Libia, la opción más comentada estos días, el llamado 'embargo de los cielos', la 'no fly zone', al estilo de lo decidido en Irak o en Bosnia. Para algunos se trataría de una intervención indirecta. En realidad, no. Impedir que los aviones de Gadaffi bombardeen posiciones rebeldes implicaría medidas militares directas. Como advertía el jefe militar del Pentágono para Oriente Medio, el general Mattis, al fin y al cabo, tal operación exigiría neutralizar las defensas antiaéreas libias y tal objetivo no se podría lograr si adoptar actuaciones ofensivas plenas. Inevitable escalada.
LA INTERVENCION MILITAR ES INDESEABLE...
En resumen, éstas serían las razones que hacen improbable una operación militar abierta en favor de los insurgentes contra Gadaffi.
1) No hay consenso de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad. China se niega sistemáticamente a la injerencia militar en asuntos de otros países, y menos por cuestiones relacionadas con violaciones de derechos humanos, ya que estaría sentando un precedente para avalar otras intervenciones peligrosas. Tampoco Rusia suele avenirse a estas prácticas, por razones similares, aunque se muestra más cooperativa en la búsqueda de alternativas que conduzcan a soluciones parecidas. Si la autorización de la ONU, tal operación, tenga la apariencia que tenga, sería ilegal. O, para decirlo de forma más imprecisa, unilateral. En esta ocasión, no hay estómago para eso.
2) División de percepciones en la Alianza Atlántica. Los europeos se muestran muy reticentes o claramente contrarios (Turquía, por ejemplo; también Francia), tanto por razones políticas como por consideraciones prácticas. Aunque la situación actual es potencialmente peligrosa (recuperación de Gadaffi, riesgo de guerra civil prolongada), una intervención militar directa aceleraría, a corto plazo, la huida masiva de población y desencadenaría una auténtica crisis humanitaria. Los actuales problemas en las fronteras de Egipto y Túnez se ampliarían a las salidas marítimas.
3) Escaso entusiasmo de los propios libios opuestos a Gadaffi. Estos días, el debate sobre la conveniencia de la ayuda militar exterior ha sido intenso entre los sublevados. Las consideraciones morales se han cruzado con los cálculos políticos. Parecen ser mayoría los que rechazan la intervención extranjera, conscientes de que podría convertirse en un arma propagandística inesperada en manos de Gadaffi. Ya ha empezado a reavivar el fantasma del viejo colonialismo europeo, al que sacó tanto partido en sus apaños con Berlusconi. Pero si la resistencia del régimen se prolonga, si la sangre sigue corriendo y los muertos aumentando, ese celo de independencia podría debilitarse.
4) Dudas sobre la orientación de los sublevados y la viabilidad de una alternativa política en Libia. Más allá de las difusas simpatías que puedan despertar los sectores que han decidido librarse del Coronel Gadaffi, se ignora profundamente quienes podrían controlan el movimiento revolucionario, o a quien puede beneficiar la caída de la dictadura. La debilidad de la oposición tradicional es conocida. Y entre los sublevados da la impresión de que la voz cantante la llevan personajes que hasta hace dos días formaban parte de la nomenclatura del régimen, en el gobierno, en las fuerzas armadas o en el entramado paralelo de poder que la familia Gadaffi ha venido construyendo desde hace décadas. En otras palabras, no sabemos quiénes son 'los nuestros'.
5) Establecimiento de un precedente ante otros posibles casos, si continúan prendiendo las revueltas y algún otro gobernante decide morir matando, como Gadaffi. Sólo que el próximo podría no ser tan antipático, ni su derribo tan propicio para los intereses occidentales. Aunque los discursos se modifican con cierta facilidad y el cinismo dispone de un amplio arsenal para decir una cosa y la contraria, la situación no sería cómoda.
... ENTONCES NO LA LLAMEMOS INTERVENCION MILITAR
Descartada una intervención abierta, es decir, tomar partido claramente por los rebeldes, debilitando, neutralizando o incluso aniquilando las capacidades armadas de Gadaffi y precipitando su caída, se barajan otras opciones más sutiles.
- No es descabellado suponer que los sublevados han recibido ya algún tipo de asistencia militar, particularmente de inteligencia, de información. Si no de instrucción o de asistencia práctica. De ser así, cabe pensar que irá en aumento.
- Por lo demás, el actual despliegue naval es una forma de intervención. No sólo por su papel disuasorio evidente y por su aliento explícito a que continúe la defección de militares y otros exponentes de fuerza. También porque, como asegura Philippe Leymarie en LE MONDE DIPLOMATIQUE, "constituye de hecho un cordón de seguridad que desalienta una fuga en masa de libios por mar o de emigrantes africanos hacia Europa".
YEMEN, EN BASTIDORES
El próximo escenario de crisis podría estar preparándose en el extremo meridional de la península arábiga. Estos últimos días se han sucedido acontecimientos interesantes en Yemen. Poderosos dirigentes tribales han retirado pública y ruidosamente su apoyo al presidente Saleh. Él ha respondido con el palo y la zanahoria: ofertando un gobierno de unidad nacional y cesando a los gobernadores de las provincias díscolas. Una fórmula poco imaginativa, seguramente, pero probablemente la única a su alcance, a estas alturas.
La prensa occidental, especialmente la norteamericana, se ha dedicado a analizar el delicado equilibrio tribal y la capacidad de maniobra del jefe de un Estado tan frágil como el yemení. Parece que a Saleh le salva la desconfianza que despierta en algunas de esas poderosas tribus otras opciones de poder alternativas a la actual. No sólo están unas tribus con otras, sino que en el seno de las más poderosas se advierten tendencias distintas y hasta opuestas. De ahí que los distintos análisis consultados estos días (en el WASHINGTON POST, en el CHRISTIAN SCIENCE MONITOR, en el WALL STREET JOURNAL, en LOS ANGELES TIMES) sugieran escenarios muy resbaladizos.
El otro acontecimiento que ha generado importante inquietud en Washington ha sido la aparición pública del influyente clérigo Abdul Majid al-Zindani expresando públicamente su oposición al presidente. Al Zindani fue mentor de Osama Bin Laden y aunque no parece con capacidad suficiente para liderar un movimiento sedicioso, algunos observadores estiman que si las distintas facciones tribales no alcanzaran un consenso y se produjera algo parecido a un vacío de poder, su figura podría crecer.
El presidente Saleh es consciente de que gran parte de sus opciones para hacer valer su agenda en la crisis depende de la habilidad con que juegue esta carta de la amenaza islámica, del peligro de una toma del poder por los socios o agentes del Al Qaeda. De ahí que Saleh haya aireado estos días la injerencia norteamericana e israelí en las revueltas árabes con un oportunismo sonrojante. Naturalmente, ha omitido reconocer que él es precisamente uno de los principales cómplices de la intervención norteamericana en la zona. Sin el apoyo directo -y masivo- de Washington, protegiendo sus espaldas y lubrificando las lealtades que lo sostienen, probablemente ya habría compartido el destino de Ben Alí y de Mubarak.
En el resto de puntos calientes, parece haber un compás de espera para ver lo que ocurre en Libia y si hay cambio de doctrina en Occidente. Después de todos, estas revoluciones también constituyen, y muy especialmente, un espectáculo televisivo, una especie de culebrón... Todos atentos a la pantalla.
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