17 de Septiembre de 2014
Ante
el referéndum escocés de mañana, éstas serían las incógnitas
mayores en torno a una decisión que inquieta sobremanera a propios, pero
también a ajenos, como se detecta fácilmente por estos pagos.
¿Cuándo tendría
la independencia de Escocia efectos prácticos? ¿Estará en condiciones de actuar
con plena soberanía? ¿Será reconocida por los países que son ahora principales
socios y aliados del estado matriz? ¿Tendrán los escoceses el derecho
a mantener el pasaporte británico al separarse de la unión política? ¿Quién
controlaría las fronteras? ¿Qué obediencia y/o colaboración cabría esperar de los
aparatos del Estado británico en la fase inaugural de la independencia e incluso
posteriormente? ¿Qué moneda manejarían los escoceses mientras se confirmaran las
intenciones de Londres de privarle del disfrute del uso legal de la libra?
¿Seguiría siendo el nuevo país un país protegido por la Alianza Atlántica o
pasará automáticamente a un estatus provisional de neutralidad?
Alguna
de estas incógnitas no han podido resolverse durante la campaña. Es más, el
debate ha hecho aflorar más dudas e incluso contradicciones en cualquiera de
los dos campos en disputa.
¿Es posible una Escocia independiente
dentro de la Unión Europea?
Cameron
lo ha negado y, con menor vehemencia, le han secundado los líderes laborista y
liberal. José
Manuel Durao Barroso se implicó en el debate previo poniendo el énfasis en las
dificultades de atender la reivindicación independentista escocesa de formar
parte de la Unión. Barroso descartó que una región escindida proclamada independiente
heredera la condición de miembro de que goza el país unitario al que pertenecía
previamente. Por tanto, según esta interpretación del político portugués, el
contador de una Escocia aspirante a formar parte de la UE se pondría a cero.
En
esta cuestión se entremezclan cuestiones jurídicas y políticas. Éstas últimas
no son consistentes para negar la aspiración escocesa. Ni el tamaño, ni la
dimensión económica, ni mucho menos el bagaje democrático del nuevo país,
supondrían un obstáculo. Resulta cuando menos hipócrita que se proteja un Estado
unitario en Gran Bretaña frente a una iniciativa independentista cuando, en su
día, se alentó políticamente a las repúblicas separatistas de la (en mala hora)
desaparecida Yugoslavia a buscar su horizonte político en el seno de una Unión
sin límites estrictos de crecimiento.
¿Será viable económicamente una Escocia
independiente?
Éste
ha sido el elemento, en negativo, por el que más han apostado los adversarios
de la separación. Los análisis técnicos, más o menos objetivos pero en todo caso
racionales o fríos, empleados en los orígenes de la campaña, fueron desbordados
y reemplazados por los más catastrofistas, a medida que las encuestas
respaldaban un posible triunfo del “Si”.
La apelación
al 'voto del miedo', la presentación de un horizonte tenebroso de hundimiento
económico, incremento del desempleo e inseguridad jurídica ha ido haciéndose cada
vez más habitual y sonoro en la intervención de los unionistas y en los medios
afines. El críptico comentario de la propia Reina Isabel, apelando al “cuidado”
en la opción de voto, pareció en sintonía con esa estrategia de provocar
inquietud y acentuar la incertidumbre.
Por el
contrario, los partidarios de la secesión también han cargado las tintas, pero
en su caso en los argumentos positivos sobre el futuro económico de un país
independiente. Las referencias al mantenimiento, cuando no al reforzamiento, del ‘welfare state’ (Estado del bienestar) o a políticas activas de fomento y
estímulo del empleo, suenan más a promesas que a propuestas contrastadas. El recurso económico y financiero que aportaría el petróleo del Mar del Norte ha sido
discutido, ya que se cuestiona la amplitud de los yacimientos presentada por los independentistas, cuando no
la capacidad tecnológica del nuevo país para asegurar su extracción a corto
plazo.
¿Qué divisa tendrá la
nueva Escocia segregada del Reino Unido?
El primer ministro británico, David Cameron,
aseguró que el triunfo separatista en el referéndum dejaría a la nueva Escocia
sin la libra, por voluntad de los partidos mayoritarios británicos y de los
ciudadanos que así se habrían manifestado, según las encuestas realizadas
durante la campaña.
No
obstante, la decisión británica de privar a los escoceses de la libra puede ser
más fácil de anunciar que de ejecutar. Como dice el profesor Blyth, de la Universidad
de Brown, para prevenir esa “unión monetaria” entre el Reino Unido y la nueva
Escocia, el Banco de Inglaterra debería retirar de la circulación billetes y
monedas, y esa es “una cuestión que sigue abierta”.
Por otro lado, el deseo de los
independentistas escoceses de compartir la divisa pero no el país plantea
problemas paradójicos para quienes defienden la escisión como un derecho de
soberanía. El economista Paul Krugman, que comparte la orientación ideológica
social-demócrata de los nacionalistas, ya ha advertido que tal opción les
privaría de voz sobre la política monetaria y ni siquiera podrían acudir al
Banco de Inglaterra como “prestamista de último recurso”, ya que se trataría de
un banco central extranjero. “Compartir la moneda sin compartir el gobierno
resulta extremadamente arriesgado”, ha dicho el economista de Princeton.
La paradoja estriba en que los
inacionaistas escoceses, mucho más europeístas que los conservadores e
incluso que muchos de los laboristas, optan por la libra antes que por el euro,
cuando, en el remoto caso de que se les aceptara compartirla, tendrían nula
capacidad de influencia en su gestión.
¿Está bien fundamentada ética y
políticamente la escisión por el procedimiento escogido para decidirla?
Durante la campaña los unionistas
han planteado dos objeciones básicas. La primera es que no es posible partir un
país dejando a la mayoría de él sin capacidad para expresar su opinión. El
derecho de los escoceses a decidir si crear o no un nuevo país independiente no
puede anular el derecho de los británicos a dejarse amputar una parte del suyo.
Por no hablar de los escoceses residentes fuera de Escocia. La segunda réplica
es alternativa a la primera: aún admitiendo que la cuestión se dirima sólo en
Escocia, no es aceptable que el margen de decisión se establezca con una
mayoría simple. Que menos que una mayoría cualificada, por ejemplo de dos
tercios, como ocurre en numerosos países europeos cuando se plantean cambios
constitucionales de este alcance. Un articulista escocés residente fuera de su
patria chica ha calificado esta situación de “tragedia moral”. En un espíritu
menos intelectual o elevado, es previsible que este reproche agriaría
sobremanera las relaciones entre el Reino Unido y ese país emergido de su seno.
¿Qué efecto puede tener la secesión de
Escocia para el futuro de las relaciones entre Gran Bretaña y la Unión Europea?
Es
de temer que las tendencias eurofóbicas se refuercen y terminan de colonizar
sectores cada vez más numerosos e influyentes del Partido Conservador, de las
instituciones más tradicionales e incluso de amplias masas de población débilmente
perfiladas políticamente pero apasionadamente desconfiadas con influencias y
condicionantes procedentes del exterior. No sería de extrañar el crecimiento
del UKIP (Partido de la Independencia del Reino Unido) e incluso la desafección
de sectores del electorado laborista, “dolidos” por lo que pueden entender como
traición de sus conciudadanos independentistas escoceses, de quien tan cerca
están objetivamente en el espectro político británico.
¿Qué consecuencias políticas internas
británicas puede comportar la separación de Escocia?
Se
trata de un asunto del que se ha hablado menos, aunque no por ello sea de inferior
importancia. La dirección del Partido Laborista se han sumado al campo de “no”,
según declaración propia, por coherencia con el proyecto político británico
conjunto y por fidelidad al deseo de sus propias bases. Existen, quizás, otras
razones menos admisibles públicamente. El laborismo es, de los tres grandes
partidos con opción de gobierno en Westminster, el que más votos obtiene del
caladero escocés (casi una sexta parte de sus diputados en el Parlamento estatal). Perder Escocia puede significar perder, por mucho tiempo, la
posibilidad de recuperar el gobierno en Londres.
Por el
contrario, los ‘tories’ apenas dispone de un escaño obtenido en Escocia. La segregación puede ser muy negativa
por factores bien conocidos, pero, otra paradoja más, reforzaría su hegemonía
política en el país que permanece unido.
Otros
analistas matizan, sin embargo, que esta indiscutible repercusión de la
secesión escocesa en un escenario político más favorable a los conservadores puede agudizar otras contradicciones menos
visibles en el Reino Unido. Las regiones septentrionales del país (las Middlands y otras) se sienten
perjudicadas por la conducción económica y política, aunque no alberguen
tentaciones separatistas ni mucho menos. En estas regiones, la percepción de la
situación socio-económica es mucho más negativa que en buena parte de Londres o
en las zonas ubicadas al sureste de la capital del reino. Es en ellas donde se
cosechan los efectos más favorables de la imposición del modelo neoliberal en
los ochenta. La percepción de una escisión social será mucho más acentuada al
separarse Escocia del país. El “adversario” interno se habría esfumado y se haría
más patente en el debate político esta fractura Norte-Sur, lo que perjudicaría,
sin duda, a los conservadores.
Para un comentario ulterior queda otra incógnita no menor: ¿cómo
alentaría un triunfo independentista a procesos similares en otros lugares de
la Europa comunitaria (Flandes, Padania, Tirol meridional, Cataluña, País
Vasco, etc.)?
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