7 de mayo de 2010
Las elecciones británicas han dejado un panorama político enormemente complicado para gestionar una crisis económica todavía por resolver. A falta de resultados finales y definitivos, el avance de los conservadores ha sido importante: habrán conseguido el 36% de los votos -ganan seis puntos- y casi un 50% de escaños más. Pero le faltarían alrededor de treinta diputados para obtener la mayoría absoluta. Los laboristas pierden seis puntos -no llegan al 30%- y la cuarta parte de sus diputados: se quedarán con cuarenta y tantos menos que sus adversarios tories. Los liberales digieren la amargura de comprobar que su enérgica y brillante campaña ha resultado ruinosa: sólo han ganado un punto, pero perderían entre cuatro y seis escaños. El desplazamiento de voto del 5% de los laboristas hacia los tories deja un Parlamento "colgado", sin un dueño claro de las decisiones legislativas. Nada más peligroso en las actuales circunstancias que una competición sin ganadores decisivos.
¿BESARÁ CAMERON LA MANO DE LA REINA?
O, en otras palabras, ¿se cumplirá la formalidad que abre el proceso de constitución de un nuevo gobierno? Seguramente sí, pero no inmediatamente. El líder conservador no esperó a los resultados definitivos para afirmar que "Brown ha perdido el mandato para gobernar" y que "los resultados han dejado claro que existe un deseo de cambio y un nuevo liderazgo para encabezarlo" . A lo largo de la noche electoral, sus escuderos insistieron que están preparados para dirigir el país, aunque no cuenten con mayoría absoluta.
Los conservadores proclaman que Cameron ha logrado un avance mayor que el obtenido por Thatcher en 1979. Cierto pero insuficiente. Y no por demérito de Cameron. Los laboristas disponían a finales de los noventa de una mayoría más reducida que la actual. Por lo tanto, conseguir el vuelco político necesario para poder gobernar con garantías le resultaba al "caballero de seda" Cameron mucho más difícil que entonces a la "dama de hierro". Ni siquiera el apoyo incierto de los unionistas del Ulster o de otras formaciones mínimas le permitiría a Cameron sobrepasar la barrera de los 326 diputado que otorga la mayoría absoluta.
Los laboristas se resisten a firmar su desalojo del gobierno. Las reglas electorales permiten a Brown mantenerse al menos una semana en el cargo e intentar componer una fórmula que asegure la constitución de un gobierno bajo su liderazgo. Nada lo obliga a dirigirse a Buckingham Palace precipitadamente. A última hora de la noche, en una declaración grave pero muy firme y serena, Brown ha dejado claro que seguía dispuesto a cumplir con su responsabilidad de constituir un gobierno "estable y de principios". No se ve claro cómo: ni el hipotético respaldo de los liberales les proporcionaría los 326 votos de una mayoría absoluta.
El retroceso socialista ha sido menos escandaloso de que lo se esperaba hace sólo un par de semanas, o incluso al principio de la campaña. Es cierto que los "rojos" han perdido ochenta y seis escaños y algunos de sus dirigentes no podrán seguir en la Cámara de los Comunes, pero, como señalaba el comentarista político de la BBC esta mañana, la guardia pretoriana de Brown ha conseguido revalidar su escaño, singularmente Ed Balls, el ministro de Educación, cuya caída había sido ferozmente perseguida por los conservadores y muchos comentaristas consideraban más que probable. En cambio, no ha podido salvarse Jacquie Smith, muy afectada por el escándalo de los pagos irregulares.
EL QUEBRADO SUEÑO DORADO
La resistencia laborista tiene mucho que ver con el sueño roto de los liberal-demócratas. la estrella rutilante de Nick Clegg se habría podido apagar en una noche de tormentas políticas. La "sorpresa dorada" venía perdiendo fuelle en los últimos días de campaña, a medida que cundía el pesimismo sobre la gravedad de la crisis económica y financiera por la pésima gestión política de la tragedia griega, los sobresaltos bursátiles y las previsiones de sacrificios sin precedentes. La sensación de que no era tiempo de experimentos políticos, por muy loables y revitalizadores que pudieran parecer, ha ido ganando terreno y favoreciendo las opciones conocidas por desmayadas que resultaran. El propio Clegg ha reconocido este comportamiento electoral, pero, a pesar de la "decepción" que admite sentir, ha prometido "redoblar sus esfuerzos" para conseguir un cambio del sistema para conseguir que las elecciones reflejen la verdadera expresión política del pueblo británico.
El miedo a un parlamento ineficaz, dividido e inhábil para construir una mayoría que afrontara la cirugía inevitable parece haber prendido. Esta fijación del voto en las opciones contrastadas ha arruinado el proyecto renovador de Clegg. Pero, paradójicamente, el retroceso de los liberales (han subido un punto, hasta el 23%, pero han perdido cinco o seis escaños) no conjura la pesadilla del parlamento colgado. El empeño del voto útil ha hecho, por supuesto, que muchos indecisos o conservadores tibios que pensaron dar una oportunidad a los liberales finalmente no lo hicieran. Pero el mismo reflejo ha provocado que muchos laboristas agotados, decepcionados o hartos dejaran para mejor ocasión su crédito a los renovadores lib-dems. Consecuencia: azules y rojos han resistido, con diferente intensidad, en sus feudos habituales. El voto asustado, lejos de haber evitado el riesgo de bloqueo, lo ha acentuado, porque ha hecho que cada opción potencialmente mayoritaria se afiance en sus zonas, con desplazamientos insuficientes de voto, pero sin morder decisivamente en feudos adversarios.
Esta situación alumbra una nueva paradoja: que los liberales de Clegg, pese a sus decepcionantes resultados, mantengan su condición de "king makers", de muñidores del próximo prime minister. Es una vuelta a lo que se les presumía antes de que comenzara la campaña, antes de que apareciera la ilusión de que atesorarían una influencia mucho mayor, hasta el punto de juguetear con el escenario de situar a su líder en Downing Street. Con la prudencia que los números aconsejan, el tercer partido tiene en su mano la decisión sobre cuál de los dos principales líderes del país pueda presentar a la Reina un gobierno con mayoría parlamentaria dentro de quince días. De momento, el mensaje de Clegg en esta página del libreto ha sido rechazar las prisas. En su primera declaración postelectoral ha dejado abiertas todas las posibilidades y, aunque ha reconocido que la victoria conservadora les habilita para intentar formar gobierno, ha resaltado que todas las opciones tienen derecho a intentarlo también y que los tories "deben demostrar que pueden gobernar en beneficio de la nación".
UNAS NEGOCIACIONES ANTIPÁTICAS
Habrá que negociar. Como se temía, las bases del intercambio son complicadas. A los laboristas les acerca a los liberales su mayor disposición a emprender una reforma del sistema electoral que establezca una representación más cercana a la realidad socio-política del país. Pero Clegg ha demostrado una resistencia comprensible a embarcarse con Brown en una barca zozobrante en plena marejada económica que, lejos de amainar, muestra inquietantes nubarrones y duros presagios. Tampoco parece que los discretos resultados obtenidos por el líder liberal le otorguen la fuerza suficiente para influir en el debate interno laborista y propiciar un cambio de líder que, dudosamente, facilitaría una coalición rojo-dorada.
Si este gobierno agotó sus días sumergido en la impopularidad, el que le sucede no va a tener un entorno más favorable. Resuenan de nuevo los augurios del gobernador del Banco de Inglaterra, quien aventuró que el partido que ganara estas elecciones y tuviera la responsabilidad de gobernar estaría alejado del poder durante dos generaciones después de cumplir la tarea. Así de peligroso se presenta la responsabilidad. Brown, personaje de tragedia griega, ha asumido ese destino terrible, consciente de que su futuro político consiste en consumirse en la actual hoguera. Pero no es el caso de Clegg que aspira legítimamente a una carrera política prometedora y digna.
Por el contrario, ofrecer un apoyo desganado al ganador insuficiente de las elecciones, el tory Cameron, podría dispensarles a los liberales demócratas una mayor comprensión del electorado de centro-derecha, pero tendrían que arrastrar el mismo desgaste que gobernando con los laboristas. Además, Clegg malograría su discurso de renovación al menos durante todo el tiempo que durara la legislatura, porque no es previsible que pueda arrancar a los conservadores siquiera una modificación cosmética de las reglas electorales. Más bien al contrario, las urgencias económicas y el previsible malestar social podría dejar muy poca energía para la reestructuración del paisaje político y otras iniciativas de orden moral. A los tories le resultaría suicida cualquier cambio que supusiera un deslizamiento hacia un sistema más proporcional, porque el previsible acortamiento de la legislatura le empujaría hacia unas elecciones anticipadas en las que el escenario más probable sería un parlamento dividido en tercios de dimensión similar en el que la fórmula más trabajable para componer un nuevo gobierno sería una coalición entre laboristas y liberal demócratas.
Por todo ello, lo más probable es que, por fracaso de cualquier fórmula de coalición, Cameron pueda presentar a la Reina una opción de gobierno minoritario. Con cierta soledad, tendrá que afrontar la pronunciadísima cuesta arriba, confiar en una mejora del clima y en el acierto de sus decisiones y, cuando las circunstancias lo permitan, seguramente mucho antes de que se agote la legislatura, intentar revalidar su liderazgo en las urnas, con una mayoría absoluta propiciada por sistema electoral vigente. Sólo de esta forma se podría consolidar un nuevo periodo conservador en Gran Bretaña.
Una última consideración sobre los problemas que impidieron votar a cientos -o miles- de británicos. Una mayor participación de la esperada hizo que no diera tiempo a que todos los que acudieron a una decena de colegios electorales pudieran ejercer su derecho a voto antes de que se clausuraran las urnas. La situación recordaba el bochorno, mucho mayor y con orígenes mucho más oscuros, de las elecciones presidenciales de 2004 en el estado norteamericano de Ohio. La irritación de los electores privados de voto fue aireada profusamente en los programas nocturnos de televisión y pusieron en evidencia la esclerosis que domina buena parte del sistema político británico.
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