14 DE MAYO DE 2012
La elección de François
Hollande como Presidente de la República Francesa ha generado un viento de
esperanza no sólo en el país vecino, sino entre los sectores progresistas de
toda la Unión Europea. Aunque casi todo el mundo es consciente de que la
amplitud y gravedad de la crisis no permite soluciones mágicas y mucho menos
inmediatas, se confía en un cambio de tendencia, o al menos en un reequilibrio
de la políticas, hasta ahora desafortunadas y estériles.
Para calibrar la solvencia de estas expectativas,
conviene analizar sobre todo tres factores estratégicos: la naturaleza y
orientación de las propuestas de Hollande y su equipo, las realidades
incontrovertibles de la economía, de la sociedad y la política francesas y la
actitud del entorno europeo e internacional.
HOLLANDE: SINTESÍS Y PRAGMATISMO
No hay que esperar
de Hollande un giro radical, en un doble sentido: combatividad exterior y
ruptura drástica con la austeridad. Sus recetas, al menos por lo que ha defendido
antes y durante la campaña, consisten en un reequilibrio. “Quiero ser un
continuador y un renovador”, ha dicho recientemente. No es la cuadratura del
círculo ni un mensaje puramente electoralista, para contentar a prudentes y
esperanzados. Es el instinto del nuevo presidente francés. Su gusto por la
´síntesis’, como asegura Françoise Fressoz, analista de LE MONDE. (1)
Hollande fue
secretario general del PSF durante casi una década. Su ambición fue cicatrizar
y unificar el partido sobre líneas comunes. Evitó todo lo que pudo ahondar las
fracturas, que lo habían debilitado increíblemente. Lo consiguió sólo a medias.
Pero nunca abjuró de su estrategia. Finalmente, le ha dado resultado. O al
menos eso pretende demostrar con la primera victoria presidencial socialista
después de dos décadas de ostracismo. Obviamente, se puede replicar que el
triunfo socialista se debe tanto a méritos del candidato como a la erosión del sarkozismo.
El instinto de
consenso llevará a Hollande a evitar las confrontaciones. Dentro y fuera. En una
inteligente conversación con Edgar Morin durante la campaña, el entonces
candidato socialista dejó claro que “la izquierda debe portar grandes
esperanzas, pero no puede limitarse a grandes momentos”. Debe permanecer. Debe
iniciar una transformación a largo plazo. Y, para ello, debe asegurarse el
gobierno por un periodo prolongado. Se acabó esa visión de los periodos de
izquierda como breves paréntesis en el proyecto continuado de los
conservadores.
Para eso eligieron
los socialistas a Hollande en las primarias. Para conquistar el poder, pero
también para durar en el poder. No un quinquenato. O dos. Más tiempo. La
primera opción fue Dominique Strauss-Khan. Con el polémico compañero, ahora
parece que definitivamente en desgracia, Hollande compartía la visión de un
'socialismo de la producción'. Una forma más elegante de referirse al
'social-liberalismo', a una versión 'blanda' de la socialdemocracia.
Hollande quiere que
la izquierda haga posible que "la democracia sea más fuerte que los mercados,
que la política recupere el control de las finanzas y gobierne la
mundialización". Pero eso no es incompatible con intentar que "el
mercado sea eficaz y competitivo". Por esa razón, no se trata de apartarse
radicalmente la austeridad. Como el término quema, o mancha, Hollande usa otro
más neutro: " sobriedad". Que es garantía y no obstáculo a la
prosperidad.
El nuevo presidente aspira a superar los excesos de
la austeridad, pero no para adentrarse en otro de distinto signo. "El
papel del político es luchar contra los excesos, los riesgos, las amenazas, y
reducir las incertidumbres", asegura. Por eso, tampoco quiere ser un keynessiano
a ultranza. Con independencia de que pudiera o no. Ha sido muy insistente en
eso. No sólo en su discurso económico y social. También en el proyecto
político. Ahí radica su idea de "presidencia normal". Ha combatido la
'sobreexposición' de Sarkozy, su hiper-presidencia. Asegura que
gobernará con todos, con los otros actores políticos, y concebirá la jefatura
del Estado como garantía de la búsqueda de consenso.
Muy redondo el discurso, pero difícil seguramente de
aplicar en las condiciones actuales. La polarización de la sociedad francesa es
más amplia de lo que le gustaría admitir a Hollande. Y eso enlaza con el
segundo factor a analizar: las realidades socio-económicas y políticas de
Francia, que explican la fractura nacional.
UNA ECONOMÍA FRAGIL, UNA SOCIEDAD FRACTURADA.
La economía francesa es la quinta del mundo. No es
una baza pequeña para afrontar la crisis por otro camino al escogido hasta
ahora. Pero algunos datos son inquietantes.
Francia soporta uno de los mayores índices de déficit
público de la zona euro en relación con el PIB (5,2%). La izquierda sostiene,
con mucha solvencia, que el déficit, ni es causa de la crisis, ni debe ser
obstáculo para superarla. Pero el hecho es que Hollande se ha comprometido a
rebajarlo al 3% a finales de 2013, lo que se antoja muy comprometido.
El FMI pronostica que las promesas electorales de
Hollande (la creación de empleo público en el sector educativo, la recuperación
de servicios ligados a la atención social, el adelanto en dos años de la edad
de jubilación, etc.) podría situar el déficit en el 3,9%. Aún en el supuesto de
que esa institución acierte -lo cual es mucho suponer-, los umbrales de la austeridad
podrían ser revisados, si se incorpore la perspectiva del crecimiento en un
renovado Pacto Europeo para afrontar la crisis.
Hollande tiene un desafío interno de la mayor
trascendencia: construir un consenso social y nacional, que está ahora hecho
pedazos. En las propuestas programáticas del nuevo presidente hay cierta
ambigüedad sobre cómo va a diseñar el pacto social que necesita para afrontar
la negociar con Berlín y las instancias anexas de poder en Europa. Cuenta con
la comprensión de los sindicatos, pero a la hora de negociar a buen seguro
emergerán los problemas y contradicciones.
Desde Alemania se le va a reclamar un esfuerzo para
flexibilizar el mercado laboral, como ya le ocurrió a Sarkozy. Con la
diferencia de que el anterior presidente no tenía que afrontar una 'ruptura de
familia'. Como recordaba recientemente THE ECONOMIST, incluso los ortodoxos que
creen ahora necesario un alivio en las políticas de austeridad, como la plana
mayor mundial del BANCO MUNDIAL, "han advertido que los costes labores en
Francia se han elevado demasiado, si se tiene en cuenta el número de horas
relativamente bajo que trabaja la gente". Esta situación no es sostenible
y, en la lógica neoliberal, coloca al país en posición desventajosa con
respecto a los países de Asia y Europa oriental.
¿Podrá Hollande sumar
a los líderes sindicales a esa incierta ecuación que combinaría
austeridad y crecimiento? No está garantizado, ni mucho menos. La experiencia dice que la proximidad
política, e incluso la fraternidad ideológica no exime de conflictividad
social.
EL DESAFÍO EUROPEO
Consiga o no ese gran
acuerdo social y nacional, lo que está claro es que, aún en el mejor de los
casos, no será suficiente. Hollande deberá asegurarse una posición sólida en
Europa. Debe exhibir mucha sabiduría política y mucha habilidad táctica para
combinar la presión con la convicción. La fragilidad de la situación en el sur
de Europa no le es ajena. En la situación socio-económica y financiera de
Francia se pueden encontrar síntomas propios de la llamada 'debilidad
mediterránea'. No son pocos los analistas que, para enfriar el ánimo
progresista, se han dedicado estos días a resaltar el riesgo de una deriva de
Francia: desde el núcleo duro en el que ilusoriamente proclamó Sarkozy que
estaba anclado el país, hasta los márgenes escurridizos en que se esfuerzan en
sobrevivir los vecinos del sur.
Lo paradójico es que
esta debilidad puede convertirse en fortaleza negociadora, si se combina con el
crédito político que Hollande acaba de conseguir. Su éxito electoral le
proporciona respaldo y tiempo, algo que, a pesar de las apariencias, no tiene
de sobra la canciller Merkel. La reciente derrota de su partido en Renania del
Norte-Westfalia, el land más poblado de Alemania, supone un serio aviso,
aunque no pueda extrapolarse el resultado a nivel federal. En un año -si no hay
sobresaltos antes- ella tendrá que someterse a las urnas. Aunque las encuestas
le son favorables todavía, las perspectivas electorales de la jefa del gobierno
germano son inciertas. El dilema de la nueva 'dama de hierro' se expresa en los
siguientes términos: si afloja y percibe que se ha cedido en favor de los
indisciplinados mediterráneo, su electorado puede volverle la espalda; si
mantiene la presión y se niega a revisar el pacto fiscal de austeridad, el
equilibrio europeo puede explosionar y provocar el colapso general.
En cualquiera de los
dos caminos hay horizontes de catástrofe. Esa es la gran baza diplomática de
Hollande. No sólo es Francia, la nueva Francia, aliada de otros países, con o
sin gobiernos conservadores, los interesados en una flexibilización de las
políticas actuales. Alemania también corre riesgos inaceptables. La pretensión
de convertir una Alemania europea en una Europa alemana es suicida, cuando
menos. Una apuesta en exceso ambiciosa puede resultar suicida. No se puede
gobernar desde Berlín -o desde sus epígonos tecnoburocráticos en
Frankfurt y Bruselas- contra todos, o con el malestar del resto. Los mensajes
de Monti, de Durao Barroso (a los que se unirá pronto Rajoy, sin duda) no
suponen una conversión keynesiana, una rectificación de fondo, una autocrítica
profunda. Responden a un instituto de supervivencia que Hollande, fiel a su pedigree
político, puede explotar para conseguir una posición más razonable del socio
alemán.
(1) Para saber un poco más del pensamiento y la praxis del flamante
Presidente Hollande, se recomienda dos libros:
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