25 de Septiembre de 2014
El
Presidente Obama se implica cada vez más en una partida que había prometido no
jugar. La extensión de los bombardeos a Siria, "para degradar y
destruir" a la dudosa amenaza del 'Califato'
es un paso más, casi inevitable, del "cambio de estrategia frente al terrorismo".
Por
muy hábil que sea en la conducción y presentación del relato, Obama no puede
disimular su incomodidad. La aproximación militarista a la sempiterna
degradación de Oriente Medio constituye uno de los pilares de la doctrina
neoconservadora, que Obama rechazó en su periodo de aspirante a la Casa Blanca
e intentó superar durante su primer mandato presidencial. Pero cierta
inconsistencia de su política en la zona, las presiones de sus adversarios (¡y
algunos supuestos correligionarios!) políticos y la desconfianza injustificada
de los aliados tradicionales de Estados Unidos en la zona (saudíes, israelíes y
egipcios) han terminado por desestabilizar los planes de Obama.
Obama
no ha sabido o no ha podido manejar la conjunción de todos estos favores
adversos. La percepción (que a veces importa más que la realidad) es que el
Presidente se ha ido quedando sin apoyos para mantener su visión y, alarmado
ante la perspectiva de convertirse en un "otro Carter", ha optado por
girar el timón.
Jimmy
Carter, el presidente en la segunda mitad de los setenta, fué el último de los demócratas
que ni siquiera optó a la reelección. Su presidencia resultó destruida por una
percepción generalizada de debilidad, en gran parte ocasionada por otra 'amenaza
islámica', en este caso la irrupción del Irán de Jomeini y sus 'ayatollahs'.
El fracaso de la operación de rescate de los rehenes se sobrepuso a otras
operaciones de no poco mérito en política exterior, sobre todo la paz
egipcio-israelí, mucho más consistente, sólida y duradera que cualquiera de los intentos posteriores.
A Carter no lo destruyeron los hechos, sino el relato, la propaganda, la
manipulación.
PERCEPCIONES
Y MANIPULACIONES
Las
últimas encuestas señalan que la mayoría de los estadounidenses desaprueban la
forma en que el Presidente está conduciendo la política exterior, la lucha
contra el terrorismo y, en particular, la persecución de los emergentes
extremistas islámicos. Sin embargo, como era de esperar, comparten con Obama el
rechazo a implicar fuerzas de tierra en la actual ofensiva militar en Irak y
Siria. Sin embargo, los adversarios del presidente interpretan estos sondeos
como una validación de sus críticas a la Casa Blanca, cuando en realidad, lo
que refleja la consulta es el desconcierto ciudadano ante lo que está
ocurriendo. El norteamericano medio no quiere que su país parezca débil,
impotente o derrotado. Pero no está dispuesto, a estas alturas, a seguir
arriesgando sangre para evitarlo.
Los
partidarios de una intervención fuerte, masiva y sostenida no cuentan con el
respaldo de la mayoría de la opinión pública, pero han conseguido imponer la
percepción de lo contrario y de que el sancionado es el Presidente. Lo
inquietante es que los propios mandos del Pentágono, voluntaria o
involuntariamente, contribuyen a estos equívocos al señalar, filtrar o insinuar
aparentes discordancias con el "Comandante en Jefe" sobre la
necesidad o no de enviar soldados al terreno (2).
Desde
la primera guerra contra Irak, en 1991, existe la convicción en la clase
política que la abrumadora superioridad
tecnológica estadounidense permite maximizar éxitos y minimizar riesgos
haciendo un uso intensivo del arsenal aéreo y naval. No hay fuerza en el mundo
capaz de contrarrestar un ataque combinado de aviones y misiles lanzadas desde
navíos. La experiencia ha demostrado que esta estrategia puede debilitar en
extremo a un adversario inferior. Pero en sucesivos conflictos (Somalia, Yugoslavia,
Irak), se ha demostrado que no se puede
prescindir completamente de las fuerzas de tierra, si se quiere fijar y
asegurar una victoria militar, y no sólo destruir técnicamente al enemigo.
UNA
APUESTA ARRIESGADA
En
el caso que nos ocupa, Obama ha querido solucionar este "problema" descargando
la responsabilidad sobre el terreno en las fuerzas 'locales'; es decir, en
esa especie de miríada de semiejércitos, milicias y simples combatientes
aficionados que son enemigos a muerte del Estado Islámico. En Irak, un
fantasmal y sectario 'Ejército nacional', las milicias chiíes (más sectarias aún,
por su propia naturaleza) y las fuerzas kurdas (peshmergas). En Siria, un 'pandemonium'
de grupos armados opuestos tanto al régimen como al Estado Islámico, casi nunca
capaces de unir fuerzas; o peor, en ocasiones avenidos con los extremistas por
cuestiones tácticas o de oportunidad.
Una
consecuencia indeseable de esta táctica de responsabilidad compartida es que al
debilitar al Estado Islámico se fortalezca a
otras fuerzas no menos peligrosas. En Irak podría verse reforzado el sectarismo
chií, pese a las esperanzas puestas en el nuevo primer ministro. De hecho, los
líderes tribales sunníes denuncian que Ias persecuciones continúan (1). En Siria,
podrían resultar favorecidos o el régimen de Assad o las filiales de Al Qaeda
enemigas del EI, como Al Nusra o Jorrasan. A ésta última organización se le
atribuye ahora un "complot" para introducir explosivos en pasta dentífrica
y provocar atentados en Occidente. De ahí que los bombardeos se hayan dirigido también
contra esta facción islamista radical, más fantasmal aún (su líder, hombre de
confianza en su día de Osama Bin Laden, habría sido "eliminado").
Ese
es el eslabón más débil de la última línea de resistencia de Obama en el giro
de su política contra el terror. Nunca confió en la oposición siria, porque no
sabía muy bien cuál era el interlocutor fiable, si había alguno. No consiguió
que el gobierno iraquí se aviniera a un pacto de seguridad que facilitara la
retirada militar que él deseaba sin dejar al país expuesto al caos. El
resultado ha sido el fracaso. Pero resulta una deshonestidad palpable afirmar
que la evolución de los acontecimientos en estos dos países es consecuencia de
las indecisiones de Obama. Pocos analistas norteamericanos se atreven a señalar
esta impostura (3).
El
año pasado, Obama dijo en el discurso de apertura de la Asamblea General de la
ONU que Estados Unidos no podía convertirse en el "gendarme del
mundo". Trataba de justificar entonces su decisión, muy criticada por sus
adversarios internos y externos, de no implicarse en la guerra de Siria. Este
año, su intervención no ha podido por menos que reflejar el giro realizado.
Obama ha puesto el énfasis en el "liderazgo" de Estados Unidos en la
guerra que debe librarse en estos países para derrotar al extremismo. Lo que va
de un año a otro es el debilitamiento de su presidencia.
Le
queda el multilateralismo, última barrera de resistencia frente al fantasma
acechante de los neoconservadores y sus enloquecidas visiones intervencionistas.
Lo malo es que, al depender de unos aliados locales muy poco fiables, su
equilibrio en la cuerda tensa fracase de modo estrepitoso.
El
gran riesgo para Obama es que, en su preocupación por sacudirse el complejo
Carter, termine por aproximarse a otro fracaso, el más lacerante de la reciente
historia norteamericana, el de Nixon en su intento por evitar la derrota en
Vietnam, confiando su suerte a unos ineptos amigos locales.
(1) NEW YORK TIMES, 22 de septiembre de 2014.
(2) "Rifts widen between Obama and U.S. military over
strategy to fight against Islamic State" CRAIG WHITLOCK. THE WASHINGTON
POST, 18 September 2014.
(3) "The six fictions that we have to stop teling
ourselves about Obama, the Islamic State and what United States can and can't
do to save Iraq and Siria". DAVID AARON MILLER. FOREIGN POLICY, 23
de September 2014.
a
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