7 de enero de 2021
El
asalto al Capitolio representa la culminación del periodo más oscuro de la
historia norteamericana desde la guerra de secesión (1860-1865). Ni siquiera el
episodio del Watergate llegó a desnudar de forma tan visible las carencias,
fracturas e inconsistencias del sistema político. El bochornoso espectáculo del
6 de enero en el edificio más emblemático de la democracia americana no es
responsabilidad de un solo hombre, aunque sea el máximo dirigente del país, ni
siquiera de su equipo más recalcitrante: la vergüenza arrastra a casi todo el
liderazgo del partido republicano, cooperador necesario en el desastre.
A la reparación del daño, interno y externo,
acumulado durante estos años, se añade ahora el esclarecimiento de los hechos
que han ofrecido de Estados Unidos una imagen propia de una república bananera.
Algunas incógnitas debe ser despejadas de inmediato.
a)
¿Por qué el servicio de seguridad del Capitolio fue tan endeble, cuando se
sabía desde hacía días que los seguidores de Trump viajaban hacia Washington
para alterar el normal funcionamiento de una sesión casi protocolaria en el
Congreso?
b)
¿Por qué no se había prevenido a la Guardia Nacional, lo que hubiera evitado la
demora de tres horas en su movilización, después de consumada la invasión del legislativo?
c)
¿Por qué no hubo un pronunciamiento de los líderes del Congreso asediado, tras
ser evacuados del plenario donde procedían a la proclamación oficial de los
resultados electorales del 3 de noviembre?
Más
allá de estas cuestiones puntuales, el día resultó una desgracia en cuanto a
las respuestas políticas inmediatas.
1)
El ocupante de la Casa Blanca, lejos de condenar, siquiera de lamentar lo que
estaba ocurriendo, se limitó a repetir sus cantinela de otras ocasiones en las
que esta amalgama de seguidores ultraderechistas, supremacistas, racistas o
simplemente alborotadores desclasados ha actuado: pedirles que se abstuvieran
de actos violentos. Como si propio comportamiento no fuera, de por sí, un
ejercicio integral de violencia. La hipocresía del fraudulento presidente se
puso de nuevo de manifiesto con el descaro habitual.
2) El liderazgo del GOP (Great Old Party) se había distanciado de Trump, conforme decenas de jueces desestimaban las inconsistentes denuncias de fraude de Trump y sus acólitos. La desesparada llamada del inquilino de la Casa Blanca al secretario de estado (principal autoridad electoral) de Georgia, para que “encontrara 11.780 votos” a su favor y revertir así la victoria de Biden en ese estado fue la señal definitiva de alarma para algunos prominentes dirigentes republicanos. El vicepresidente Pence replicó a su jefe que, contrariamente a lo que éste sostenía en público, él no tenía autoridad para abortar la proclamación de Biden como presidente electo. El líder de la mayoría republicana en el Senado, el sibilino y destructivo McConnell, también se desmarcó por primera vez de Trump, en el típico gesto de abandonar el edificio minutos antes de desplomarse, después de haber contribuido a prenderle fuego. Aun así, un grupo nada desdeñable de representantes y senadores siguió aferrado a la teoría conspiratoria del fraude electoral y mantuvo su intención de forzar una investigación inútil y puramente obstruccionista en la sesión de Colegio electoral de ayer. Incluso después de los gravísimos incidentes de ayer, una vez reanudada la sesión y con la ciudad bajo toque de queda, algunos de esos legisladores se negaron inútilmente a validar los resultados emitidos por el Colegio Electoral, otra institución arcaica y disfuncional.
3) Biden, el presidente electo, compareció bajo las condiciones limitativas del COVID para pedir a Trump que compareciera públicamente y ordenara a sus seguidores que se retiraran. Su pretendido tono de serena firmeza dejó muchas dudas sobre la contundencia con la que actuará frente a estas hordas ultraderechistas cuando asuma el mando de la nación. El empeño “sanador” de Biden puede convertirse en pasividad, en aras de una pretendida reconciliación nacional. No pocos especialistas en el fenómeno terrorista de estos tiempos han documentado que la principal amenaza no proviene del yihadismo o de los silenciosos ataques cibernéticos de Moscú y Pekín, sino de estos grupos de ultras tolerados, alimentados, protegidos y jaleados por el trumpismo y sus cómplices locales de un partido republicano cada vez más entregado a una estrategia antidemocrática.
UN
SISTEMA PERVERTIDO
Lo
paradójico de toda esta farsa es que el fraude electoral es una realidad
histórica y política contrastada. Pero no precisamente la que ahora pretenden
hacer creer Trump y sus cómplices, acólitos o cooperadores. Los republicanos
son los principales responsables de un sistema electoral que priva,
obstaculiza, manipula y altera el derecho y el ejercicio de voto desde tiempos
inmemoriales. Los demócratas han sido incapaces, por acción, omisión o temor,
de sanear el sistema. Y los jueces del Supremo, cuando los conservadores han
sido mayoría, han impedido o revertido todos los tímidos intentos por prevenir
el fraude institucional.
Lo
más sangrante de la jornada de ayer es que los abanderados de una supuesta
protesta a favor de una limpieza electoral eran los soldados de un ejército de
las tinieblas cuyos oficiales mantienen la democracia norteamericana bajo
sospecha permanente, ante la indignación de unos pocos ciudadanos conscientes,
la indiferencia de muchos que no esperan nada del sistema político y la resignación
de una mayoría que se ha acostumbrado a vivir el cuento de la sagrada
democracia americana.
El
asalto al Congreso, con su galería de imágenes propias de novelas o
películas distópicas en la línea de Siete
días de mayo, House of Cards o El cuento de la criada, representa
un golpe más en el quebradizo prestigio del sistema americano. La cabalgada de
los ultras con sus banderas confederadas y sus ridículas vestimentas por los
pasillos, salas, despachos y hemiciclos equivale a una suerte de profanación
política. El impacto institucional es comparable al del derribo de las Torres
Gemelas. En aquella ocasión, se trató de un ataque exterior, no del todo
inesperado, que la incompetencia de las agencias impido prevenir. Ahora, los
agresores son ciudadanos norteamericanos, conocidos la gran mayoría, que habían
anunciado su desafío con la arrogancia y la despreocupación de su protector.
Para
nosotros, los españoles, es difícil no sustraerse a la comparación con el 23-F.
De alguna manera, lo de ayer en Washington es una suerte de tejerazo: el
intento por impedir la proclamación de un candidato validado por los mecanismos
legales e imponer una solución distinta a la sancionada por las urnas. Dos
modalidades distintas pero análogas de intento de golpe de Estado o
interrupción de la normalidad constitucional.
Lo
ocurrido desde el 3 de noviembre sería merecedor de un nuevo impeachment
presidencial. Ciertamente, ni hay voluntad política, ni el mecanismo establecido
permite una actuación tan rápida. Pero si Nixon fue obligado a dimitir antes de
ser humillado por el legislativo, Trump se irá anunciando su regreso y sin
haber reconocido su derrota, aunque, en la resaca de la insania política de
ayer, prometa ahora una entrega ordenada del poder el próximo 20 de enero.
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