24 de marzo de 2022
El pasado fin de semana supimos
por Marruecos que el presidente del gobierno español había remitido al Rey
Mohammed V una carta en la que califica la propuesta marroquí de una autonomía
para el Sahara Occidental, como una “la base más seria, creíble y realista”
para la resolución del conflicto. Las explicaciones oficiales españolas llegaron
a posteriori, cuando ya se había desatado la polémica. La carta de Sánchez fue filtrada
al diario EL PAÍS. En el Congreso, el ministro de exteriores, José Manuel
Albares, detalló el entramado de intereses económicos, comerciales, humanos y
culturales que vinculan a los dos países. La intención del gobierno, dijo, es abrir
una nueva etapa de cooperación reforzada en las relaciones hispano-marroquíes y
acabar con las “acciones unilaterales” que han provocado los conflictos
periódicos de las últimas décadas. Albares aseguró que “no abandonaremos a los
saharauis”.
Por el contrario, los grupos de izquierda,
incluidos los socios menores del gobierno, consideran que se ha traicionado, de
nuevo, a los saharauis, al esquivar la cuestión del referéndum. La derecha, que
no tiene en el fondo una postura diferente a la adoptada por Sánchez, le
reprocha al gobierno falta de transparencia y no haber consensuado la
iniciativa con las fuerzas políticas. El portavoz del PSOE se esforzó en aclarar
que no ha cambiado la posición española, ya apuntada durante el mandato de
Zapatero y defendida por los administraciones posteriores del PP.
La discordia interna en España contrasta
con la concertación europea. Hace unas semanas, el jefe de Estado alemán remitió
una carta al monarca alauí en unos términos muy similares a los empleados por Sánchez,
dando así por zanjada una polémica bilateral del año pasado a cuenta del
Sahara. Francia, el país más decisivo en la gestión diplomática del conflicto,
ha venido manteniendo una posición que encaja con la iniciativas recientes de Berlín
y Madrid.
Estados Unidos ya había marcado
el camino, como casi siempre. En 2020, Trump reconoció la soberanía de
Marruecos sobre el Sahara Occidental, a cambio de que el reino alauí se adhiriera
a los acuerdos Abraham, que establecen una cooperación económica y militar entre
los estados árabes ultraconservadores e Israel, con el objetivo, entre otros,
de estrechar el cerco a Irán. Durante su primer año de mandato, Biden no ha revertido
ni denunciado esta línea de actuación.
Después de la invasión rusa de
Ucrania, las relaciones internacionales vuelven a plantearse en clave de alineamiento
y de polarización. No según los parámetros ideológicos de la guerra fría, pero
si en términos análogos de rivalidad y confrontación. Este factor ha podido ser
decisivo en los cálculos de las principales potencias europeas para intentar
encauzar la cuestión del Sahara de manera diferente a cómo se ha hecho hasta
ahora, es decir, bajo el mandato de la ONU.
JUEGO DE PALABRAS Y DE VOLUNTADES
El texto de la resolución 690 del
Consejo de Seguridad, fechada en 1991, estableció un referéndum de
autodeterminación en el Sahara (en coherencia con un proceso de
descolonización) y la creación de la misión diplomática a tal efecto (la
MINURSO). El objetivo declarado era “alcanzar una solución justa y duradera”
para la cuestión de Sahara, aceptable para todas las partes. Al considerar la
propuesta marroquí de 2007 como una “base seria, creíble y realista”, la triada Paris-Berlín-Madrid se decanta por
un aparente pragmatismo, en detrimento de la justicia que implica contemplar la
aspiraciones de las dos partes.
Fijar la “autonomía” como “base”
de negociación refuerza a Marruecos y debilita las actuales aspiraciones saharauis.
Las resoluciones de la ONU plantean la cuestión entre independencia o
incorporación del Sahara a la soberanía marroquí. La propuesta de Rabat
reduce la consulta a esta última opción, bien mediante una gestión centralizada
del territorio o con un autogobierno, cuyo alcance y contenido estaría sometido
a una negociación que podría demorarse años. Eso sin contar con que habría que
resolver previamente el censo de votantes, factor decisivo en el estancamiento de
las tres últimas décadas. Pero determinar si la oferta de Marruecos es de
verdad una opción “seria, creíble y realista exige una revisión del proceso seguido
desde 1991.
UN FRACASO DIPLOMÁTICO CONTINUADO
El conflicto del Sahara
Occidental ha estado parcialmente desconectado de la trama global compleja de
Oriente Medio, pero en absoluto ajeno. Las sacudidas de la primera guerra de
Irak llegaron al Magreb, con aire precursor. La amenaza para Occidente no era
ya el comunismo o sus aliados regionales, sino un islamismo aún emergente. En
la primera mitad de los noventa, la terrible guerra interna en Argelia entre el
Ejército y los integristas islamistas hizo que primara el objetivo de la
estabilidad. Se favoreció el acercamiento entre Marruecos, siempre prooccidental,
y una Argelia que había perdido a su socio mayor soviético y parecía a la
deriva.
En un principio, el Reino alauí
se vio aparentemente forzado a flexibilizar su posición y aceptar teóricamente
la opción del referéndum. Los independentistas saharauis, nada sospechosos de
islamismo, resultaron beneficiados por este viraje. Georges Bush, deseoso de apadrinar
un pax americana en la región, apoyó la solución del referéndum para el
Sahara. La administración Clinton colaboró en el desarrollo de las condiciones
para su realización.
Pero el entusiasmo por el nuevo
orden mundial se fue evaporando. Rabat fue dilatando el proceso, el ejército
argelino salió debilitado del baño de sangre y los saharauis vieron muy mermado
su principal apoyo militar, para quedar a merced de la promesa diplomática y de
la solidaridad internacional humanitaria para con sus refugiados.
A finales de los noventa era
evidente que la consulta nunca se iba a celebrar, y así lo admitían en privado algunos
dirigentes saharauis más pragmáticos. Salvo, claro está, que se hubieran
aceptado las condiciones de Marruecos sobre el censo de votantes, lo que habría
supuesto desnaturalizar la iniciativa. Como es bien sabido, ante la
eventualidad de verse obligados a ceder, los sucesivos gobiernos marroquíes
repoblaron el territorio con colonos cuya lealtad al Reino y, por lo tanto,
contrarios a la independencia, estaba por completo garantizada.
Al poco tiempo de tomar el relevo
de su padre, en 1999, Mohammed V se encontró con la oportunidad de salir del
atolladero de la ONU. Después del 11 de septiembre de 2001, las sucesivas
”guerras contra el terror” dominaron la estrategia norteamericana en toda la
región. El nuevo Rey se ofreció como
baluarte local de la ofensiva de Washington contra el extremismo islamista, a
pesar de que Casablanca fuera uno de sus núcleos más activos de la propagación ideológica
y del reclutamiento de militantes radicales. Mohammed V emuló lo que había
hecho su padre durante la era bipolar. Hassan II fue un socio fiable contra los
aliados regionales de Moscú y siempre dejó abierto un cauce de diálogo con
Israel, sin perder su condición de abanderado de los derechos palestinos, como
presidente del Comité Al Qods de la Liga árabe.
Para zafarse de su aislamiento en
África, Rabat pasó de obstaculizar el
plan de la ONU a desvirtuarlo. El soberano alauí planteó en 2007 un modelo que podía
sonar bien en las cancillerías occidentales: el de la participación de la
población local en los asuntos de gobierno. Pero el giro marroquí carecía de
solvencia política. Pese a los guiños de liberalización política de Mohammed V,
la férrea autoridad del Trono en todos los ámbitos estratégicos de la
gobernación del Reino no ha disminuido en estas dos décadas largas de reinado. Los
tímidos cambios constitucionales tras el sobresalto de 2011 no alteraron la
estructura de poder.
La entrada en el Gobierno de los
islamistas moderados del Partido de la Justicia y el Desarrollo, tras sus
triunfos electorales en 2012 y 2016, no significó una alternativa real por la
tutela ejercida por la Corona. El Rey mantiene áreas reservadas de decisión (Interior,
Defensa, Exteriores, etc.), designa a los ministros y responsables que
considera oportuno y relativiza el peso de las mayorías parlamentarias. El
modelo marroquí está más cerca de las monarquías absolutas del Golfo que de los
reinos constitucionales europeos. Con esta trayectoria de décadas, no de años,
no es difícil suponer la visión que Marruecos puede tener de “autonomía”
saharaui.
UN CONTEXTO REGIONAL Y MUNDIAL DE
CRISIS
Tras más de treinta años de
inoperancia de la ONU, como en tantos otros conflictos, parece que Europa opta
ahora por vías más directas, pero seguramente menos garantistas de los derechos
de la parte más débil. El actual clima bélico ha debido pesar mucho en esta
nueva orientación y viene a complicar un contexto regional de tensión y conflicto
que puede resumirse así:
En Libia se vive un pandemónium
político-militar pese a la actual tregua bélica. En Túnez, se impone cada día
más el modelo egipcio. El alivio inicial por la contención del islamismo,
siquiera moderado, se ha tornado en inquietud ante el creciente autoritarismo
ejercido por el presidente Saïd. El agravamiento de las tensiones entre Rabat y
Argel (principal valedor político de los saharauis) va más allá de las
habituales fricciones bilaterales. Argelia no termina de asentarse tras las
convulsiones del régimen y la represión mitigada del Hirak, el
movimiento democrático ciudadano. Frente a este nuevo “arco de crisis”,
Marruecos intenta presentarse como un enclave regional de estabilidad, aunque
arrastre tensiones socio-económicas graves.
La percepción de marginación
internacional empujó al Polisario, en su 15º Congreso, a finales de 2019, a
amagar con un regreso a la lucha armada. No se ha producido hasta la fecha. Tan
sólo ha habido escaramuzas, más bien protagonizadas por Marruecos, pero no se
ha quebrado el alto el fuego. Rabat ha aprovechado la tensión para recrudecer
la represión en el territorio saharaui.
EUROPA: SALIR DEL PASO
Por todo ello, la UE no está
interesada en forzar la mano de Marruecos, con quien tiene vigentes convenios
de cooperación en materia comercial, agrícola y pesquera, entre otros. En
cuanto a los casos nacionales específicos, Rabat tiene cartas sustanciales que
explotar a su favor.
Francia necesita un socio fiable de
retaguardia para mantener su controvertida política de gendarme occidental en
el África subsahariana. El fracaso de la operación Barkhane, en el Sahel, debilita la contención del islamismo
radical en la región. El gobierno militar de Mali acude a los mercenarios
Wagner, conectados con Moscú y con experiencia de combate en Libia.
Berlín alberga proyectos de
energía limpia que cree poder desarrollar en Marruecos, por las condiciones
naturales del país. Por el contrario, el gas argelino no es relevante para
Alemania.
Pero sí para España. De ahí el
malestar que ha provocado en Argel una alineación tan rotunda del gobierno
español con sus socios europeos mayores. En Madrid se confía que Argelia no
dejará de suministrarnos gas, porque el valor de este recurso representa el 97%
de sus exportaciones y no puede prescindir de un cliente tan importante como es
su vecino español.
En contraste, los ámbitos de
presión marroquí son bien conocidos: inducción de crisis migratorias puntuales,
reclamaciones territoriales periódicas subidas de tono en Ceuta y Melilla,
trabas en la vigilancia del narcotráfico o el relajamiento de los controles
policiales sobre los caladeros de islamistas considerados peligrosos. La intimidación
marroquí suele presentarse en forma de represalias por asuntos relacionados con
el Sahara (como la atención hospitalaria brindada al líder de Polisario el año
pasado), pero también como palancas preventivas ante negociaciones bilaterales o
eurocomunitarias.
Los intereses y no los valores
definen la política exterior. Es lo que diferencia a la justicia del pragmatismo. O, dicho de otra forma, a los objetivos
solemnes de los adjetivos con que se adornan los regateos diplomáticos más
prosaicos. A estas alturas, los saharauis lo saben muy bien y hace tiempo que debían
temerse lo que ha ocurrido.
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