25 de Mayo de 2022
El fútbol no es sólo un
espectáculo de masas y, como tal, un foco ocasional de la atención política y
un vivero permanente del show mediático. También es un reflejo fiel de la
globalización económica y del predominio brutal del capitalismo sobre cualquier
manifestación de la cultura, el ocio y el esparcimiento en prácticamente todo
el mundo.
El fichaje frustrado de la
estrella francesa Kylian Mbappé por el Real Madrid ha provocado una corriente
inmensa de decepción entre los aficionados del vigente campeón de la Liga
española, que ya lo veían “vestido de blanco” la próxima temporada, como principal
garante de la hegemonía futbolística planetaria que el presidente del club, el
poderoso empresario y promotor inmobiliario, Florentino Pérez, persigue desde
hace décadas. Mbappé debía ser el emblema de una nueva era que tendrá como
escenario un estadio remozado al nivel de los mejores del mundo, en uno de los
barrios más elegantes y caros de la capital.
Pero más allá de la decepción
deportiva, el sentimiento dominante ha sido la “indignación”. Tanto en las
masas de seguidores como en unos medios de comunicación cada vez más distanciados
de su función social y convertidos en hinchas de los clubes. En la ronda
de agravios han participado algunos responsables políticos, aunque más
prudentemente.
El enfado está motivado en primer
lugar por la supuesta ”traición” del futbolista, al que esos medios habían atribuido
desde hace meses su compromiso de vincularse al Real Madrid, el “equipo de sus
sueños infantiles”, según se ha dicho y escrito con profusión. Algunos de estos
fanáticos comentaristas ha llegado a escribir que Mbappé será desde ahora un
“perdedor”, por haber plantado al Real Madrid, el “Rey de Europa”, fórmula hiperbólica
para destacar su condición de equipo con mayor número de trofeos (13) de la
competición que disputan cada año los mejores clubs de las ligas nacionales.
Pero las principales invectivas más
severas se dirigen al París St. Germain, donde juega y seguirá jugando Mbappé
(al menos hasta 2025). Un club históricamente modesto, pero convertido en campeón
casi indiscutido, a golpe de talonario desde que lo adquirió el estado de
Qatar, una de las riquísimas petromonarquías del Golfo Pérsico. El máximo
dirigente del club, Al Jelaifi, es un mero delegado del emir Al Thani. Los
qataríes intentaron sin éxito renovar el contrato del futbolista a finales del
año pasado y rechazaron sistemáticamente las sucesivas ofertas ascendentes del
Real Madrid, en un pulso que excedía la dimensión económica. La saneada
situación del club español no pudo doblegar a los dueños del PSG. Para la
familia real qatarí era insoportable que el sucesor de Messi en el cetro del
fútbol mundial les diera un portazo. Aún no se sabe la millonada que ha
retenido al jugador en París, amén de otras regalías.
El momento era deportivamente
clave. Este año la Copa del Mundo se disputará en Qatar. La asignación de la
sede del Mundial resultó en su día polémica, por el ínfimo peso del emirato en
el planeta fútbol. Conceder a Qatar la organización del campeonato más
prestigioso del deporte internacional supuso, entre otras cesiones y
adaptaciones, modificar el calendario de la competición del verano al otoño
(noviembre y diciembre), debido al imperativo climático, lo que supondrá una
interrupción no menor de las ligas nacionales en Europa. El dinero que Qatar
puso en los despachos de la FIFA resultó una oferta imposible de rechazar.
Algunos críticos incidieron también en la naturaleza absolutista del régimen
qatarí o en su desprecio por los derechos humanos, particularmente los de las
mujeres. Claro que la Federación española hizo lo propio con la competición de
la Super Copa, concedida a Arabia Saudí. Las consideraciones morales no fueron
tenidas en ningún momento en cuenta. En el hipercapitalista deporte del
fútbol sólo el dinero establece las pautas.
Pese a ello, el fútbol sigue
siendo un factor movilizador de pasiones nacionales, o mejor dicho,
nacionalistas, con un fervor digno de mejores causas. En pocos fenómenos lúdico-sociales,
se generan contradicciones tan flagrantes. En los clubes, entidades privadas,
muchas de ellas propiedad de grandes magnates por lo general extranjeros, la
mayoría de los jugadores titulares no pertenecen al país en que juegan (y mucho
menos a la ciudad en las que radican). Oligarcas rusos, jeques árabes o grandes
capitalistas norteamericanos dominan en la Premiere, (Liga inglesa), la más
rica y potente de Europa. En España, salvo el Real Madrid o el Barcelona, los
clubes son sociedades anónimas deportivas. Nuevos ricos chinos u orientales se
han hecho con clubes históricamente importantes o tienen gran peso en sus
Consejos de administración.
El caso Mbappé, por tanto,
difícilmente constituye una novedad en este juego dominado por un capitalismo
salvaje y depredador. El Real Madrid ha perdido con las mismas armas, pero
menos decisivas, que su rival parisino. Qatar ha echado el resto para conservar
al sucesor de Messi en el cetro futbolístico mundial. En ocasiones anteriores,
el equipo de la Castellana se llevó a los astros más rutilantes a base de
millones, no de apetencias deportivas y menos de impulsos sentimentales. Igual
proceder practican los clubes-empresa ingleses o ese otro “club-Estado” que es
el Manchester City, propiedad de los Emiratos Árabes Unidos.
Los futbolistas de élite se
evaden de esta condición económica que determina su profesión. Se colocan el gorro patriótico
cuando compiten con sus selecciones nacionales, en consonancia con sus
aficiones. Pero se lo cambian por la bufanda de sus clubes, que son quienes les
pagan sus fichajes y sueldos astronómicos, cuando regresan a los torneos
domésticos. El sentimiento nacional es de quita y pon, una mercancía más del
universo mercantilista en que viven.
Mbappé no iba a ser una
excepción. Dejó guiños de “cariño” al madridismo, lo que provocó delirantes
manifestaciones de rendición incondicional al futbolista, incluso después de
marcarle goles al Real en la actual Champions League. Ahora, esa miel se ha
transformado en hiel.
El propio Mbappé ha tirado de
guion nacionalista, para explicar su decisión de seguir en el PSG. En su rueda
de prensa de lunes, dijo que había recibido la “llamada de la patria [francesa]
y de la capital [París]”. Y todo ello,
claro está, con el deseo de “llevar a Francia a lo más alto”.
“Un acento gaullista”, ha
titulado con ironía LE MONDE. Macron y Sarkozy (gaullista de maneras más que de
principios el primero; y de origen luego olvidado, el segundo) “presionaron” al
jugador para que se quedase en París. Es decir, los dos principales políticos
de Francia (en pleno auge, uno; “vieja gloria”, el otro) se implicaron en el affaire
del año del mercado futbolístico, como si de una gran empresa “nacional” se
tratara. El prestigio de Francia es un valor político intangible, pero también
una divisa económica.
El fútbol no es sólo el deporte
más popular del planeta por número de seguidores. Durante decenios ha sido el
ascensor social más potente y rápido de los niños y adolescentes de las clases
más pobres. El propio Mbappé es de Bondy, banlieu del departamento de
Seine-Saint Denis, uno de los enclaves más conflictivos de la emigración subsahariana
y magrebí. Sus orígenes sociales no son de los más humildes (su padre es un
exjugador de fútbol y entrenador camerunés y su madre una jugadora de balonmano
de raíces argelinas). Pero algunos de sus compañeros, en el PSG y en la
selección gala, pertenecen a esa población a la que Sarkozy despreció cuando
era Ministro del Interior: denominó “chusma”, a los jóvenes más radicales o
desesperados, tras unos incidentes violentos. Hoy, desclasados y alejados de
sus raíces africanas, esos jugadores son adultos multimillonarios y patriotas
de ocasión.
Mbappé seguirá jugando en el
equipo del apéndice suburbial de la ciudad que lo vio nacer hace 23 años y
liderará a una Francia poderosa que aspira a revalidar su título de Campeona
del Mundo. El sueño del emir y de su delegado del PSG es que el astro francés
levante la Copa hacia el cielo de Qatar, el próximo diciembre. No muy distinto
es el de los Macron, Sarkozy y tantos otros, que no ven en los selectos
futbolistas del combinado nacional a un grupo de hombres de infancia misérrima con
origen familiar en las excolonias de África, sino a ciudadanos de una Francia
orgullosa que cantan la Marsellesa y que, por lo general, ya han olvidado de dónde
vienen.
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