20 de octubre de 2023
Biden llegó, habló y se fue. Sólo
pisó suelo israelí. Sólo tuvo palabras de consuelo y apoyo para los ciudadanos
y las instituciones israelíes. Sus aliados árabes cancelaron el encuentro
previsto, en parte molestos por un nuevo ejercicio de parcialidad norteamericana
frente al conflicto israelo-palestino, en parte inquietos por una oleada de
indignación de sus poblaciones ante el injustificable castigo colectivo de
Israel a los más de dos millones de palestinos de Gaza.
El presidente norteamericano
deslizó cándidas recomendaciones a sus amigos israelíes para que no se dejaran
llevar por un “comprensible” ánimo de venganza, como si ese asedio cruel no fuera
ya otra manifestación más de ese habitual comportamiento desproporcionado del
estado hebreo anta el mínimo desafío. La apertura de un “corredor humanitario”
desde Egipto, insuficiente y condicionado a que Israel no advierta sospechas de
beneficio para Hamás, es el único resultado de una visita relámpago y carente
de iniciativas a medio y largo plazo. El verdadero mensaje no lo transmitió un presidente
corto de energías y escaso capital político en su propia casa. La “voz de América”
que de verdad importa es la que llega desde los dos portaaviones enviados a la
región, con un arsenal impresionante y 20.000 marines en orden de combate para abortar
cualquier otro sobresalto que pudiera sufrir Israel.
De vuelta a casa, Biden ha dado
una vuelta de tuerca a su intento de justificar la respuesta israelí, la actual
y la que venga, forzando una relación imposible entre las guerras de Palestina y
Ucrania. En esta ocasión, se ha dirigido desde el despacho oval a sus
ciudadanos; o mejor dicho, a los congresistas que deben autorizar que siga
llegando dinero y armas a sus aliados israelí y ucraniano. A los europeos no les
debería hacer gracia este segundo mensaje de Biden en pocos días. De hecho,
apenas han intentado no dejarse arrastrar por la parcialidad norteamericana en Oriente
Medio.
CUARENTA AÑOS DE PARCIALIDAD
El alicorto y sesgado viaje de
Biden a Israel resume sus 40 años de corresponsabilidad en la política de EE.UU
en la región. Ocho presidentes han suspendido la asignatura de Oriente Medio, y
en particular del conflicto palestino, si acaso con distinta puntuación:
pésimas las calificaciones de Reagan, Bush Jr. y Trump, empeñosas pero al cabo
frustradas las de Bush Sr. y Clinton, bien intencionada pero desganada la de
Obama e inicialmente evasiva la de Biden. Este suspenso general se debe a muchas
razones: lectura incorrecta de los problemas, visión muy parcial del conflicto,
predominancia del enfoque militar o de seguridad, pobre elección de los socios
locales y escasa atención a los consejos más templados aunque poco críticos,
salvo excepciones puntuales, de sus aliados europeos.
Biden no ha heredado esta
trayectoria de errores y deliberada parcialidad. Ha sido parte de ella. Su carrera
pública se ha desarrollado en todos los ámbitos del poder político e
institucional (Cámara Baja, Senado, Vicepresidencia y Presidencia). El actual
Jefe de la Casa Blanca destila establishment por todos su poros. A su
avanzada edad, no sería realista esperar
una visión más fresca, más arriesgada. Durante décadas ha recitado la letanía
de una política “posible” en Oriente Medio, que nunca ha superado el apoyo
incondicional a Israel y una retórica invocación a los derechos palestinos, al
tiempo que apoyaba el escamoteo sistemático de los instrumentos necesarios para
su realización.
Biden inició su mandato presidencial
bajo la presión de otras prioridades: el desafío de China y la enemistad de
Rusia. Eludió una implicación directa o indirecta en Oriente Medio, pretextando
que la región pasaba por una “tranquilidad no conocida en décadas”, según su Consejero
de Seguridad. Después de criticar a Trump, Biden optó por seguir su estela en
dos direcciones.
Por un lado, abandonó la
recuperación del acuerdo nuclear con Irán, consciente de que le traería más
problemas en Estados Unidos que apoyos en la región. Más recientemente, se decidió
a culminar los trumpianos acuerdos Abraham tratando de añadir la pieza
más preciada: el pacto entre Israel y Arabia. Se tragó el sapo de los
desplantes saudíes, de su guerra sangrienta y fallida en Yemen y hasta del
horroroso crimen del periodista Kassoghi.
El acuerdo israelo-saudí se
convirtió en la clave de su doctrina regional, porque comportaba beneficios
adicionales: podía frenar la cooperación creciente de Arabia con China,
introducía un elemento de tensión en el acercamiento entre saudíes e iraníes y condicionaba
el apoyo de los árabes moderados a Palestina.
El mantenimiento de la política
de los dos Estados no pasaba de ser una formalidad vacía de contenido: no se
trataba de dos Estados en igualdad de condiciones, sino de uno supeditado al
otro. La deriva extremista y autoritaria en Israel incomodó a Biden, pero no le
apartó de las recetas del establishment, destinadas a consolidar la
estrategia de una pax americana en la región, con Israel como cónsul
plenipotenciario.
El ataque de Hamas en el sur de Israel ha trastocado momentáneamente esa visión desmayada del anciano Presidente. La guerra no estaba en sus planes, pero ahora ni puede ni quiere pararla. Su cándido consejo a Netanyahu para que no incurra en los “errores” de Estados Unidos tras el 11-S ha sido recibido a beneficio de inventario. Esta guerra puede salvar o hundir al gobierno más extremista de la historia de Israel. Estados Unidos tratará por todos los medios de que ocurra lo primero.
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