6 de Julio de 2016
La
marejada política, económica y anímica provocada por el Brexit no ceja.
Sin duda, será el asunto del verano, de la rentrée (nunca mejor dicho:
Francia es uno de los países más expuestos), del otoño (elección de nuevo/s
líder/es en Gran Bretaña), del año próximo (citas electorales en Francia,
Alemania y Holanda (¿España?)... and so on. ¿Cuánto tiempo necesitará
Europa para acomodar el terremoto británico?).
Las
consecuencias más importantes se prolongarán durante años, pero por exigencia mediática
y por puros reflejos ciudadanos, lo que ha capturado la atención esta semana post-Brexit
ha sido el catálogo victimario inmediato en el lugar del eurocidio.
LA
IRONÍA TRÁGICÓMICA DE LOS TORIES
El
relato del after-Brexit bien podría construirse con citas de Shakespeare.
El destape de mentiras, engaños y medias verdades nos trae a la memoria una de
las más memorables frases del Hamlet: "algo huele a podrido..."...
en la campaña del Leave. Pero más apasionante resulta la gama
completa de impulsos dramáticos shakespearianos que puede detectarse en
la conducta de los tories: ambición, engaño, conjura, traición, asesinato
(político, se entiende).
La
caída de Boris Johnson, el demagogo líder carismático del Brexit, ha
sido el asunto más impactante. "El
puñal que empuñó (para matar a su amigo Cameron) ha terminado
clavado en su espalda", ha escrito el director de THE SPECTATOR, Alex
Massie. El anterior alcalde de Londres es el primer líder populista que
desaparece de escena. Le ha matado el éxito, no el fracaso. A primera vista,
una paradoja; en realidad, pura lógica. Es muy probable que Johnson nunca
creyera todo en la salida británica de la UE; y con seguridad, no estaba
preparado para asumir el reto de conducir un proceso como el que contribuyó a
alumbrar. Como dice, Sarah Lyall, la
ex-corresponsal del NYT en Londres: Johnson se ha pasado la vida actuando
como Falstaff, pero ni ha sabido,
ni ha podido, ni le han dejado convertirse en el Príncipe Hal (personajes
ambos del Enrique V).
Como
ya le ocurriera a Thatcher, son los propios y no los extraños los que han
reducido a Johnson a un elemento de usar o tirar. No ha sido el único
participante en esta conspiración blanda, claro, pero el que ha aparecido
detrás de la cortina con la daga en la mano ha sido el (todavía) Ministro de
Justicia, Michel Gove. Como Johnson, un periodista reciclado.
Gove
ya apuñaló (siempre políticamente) a Cameron, amigo del alma,
situándose en el asiento delantero del rechazo a Europa, cuando el primer
ministro decidió jugarse su fortuna política, y la de su país, en el
referéndum. No es que se hiciera íntimo de Johnson, pero ambos se exhibieron
como el tándem presentable de la campaña Leave, frente al exceso
xenófobo de Farage y el UKIP.
Como
en la fábula de la rana y el escorpión, Gove ha terminado picando a Johnson.
Alcanzada la orilla del Brexit, el ministro declaró solemnemente que el
ex-alcalde no estaba cualificado para ser el líder tory y presentó él mismo su
candidatura para el puesto. Poco importa ahora que haya negado mil veces tener ese
propósito. Por lo que se ha sabido, a Gove le inspiró, en su ambición/traición,
su esposa (adivínenlo: otra periodista). ¿Es posible una mayor afinidad con Macbeth?
Gove
se hace ahora el remolón con las consecuencias del Brexit. Pero sus planes
pueden importar poco muy pronto. Es más que probable que Gove no será el nuevo
líder conservador, aunque no se haya presentado por diversión o por
diletantismo, como Johnson hizo con la campaña del Leave. Tratará de luchar
por el puesto, aglutinando el instinto euro-escéptico de su partido y el
conformismo de los resignados, en nombre de un proyecto de unificación, con el
que afrontar una negociación futura con Europa en las mejores condiciones.
Lamentablemente
para sus cálculos, hay otros candidatos. Y la más cualificada, sin duda, es la
actual Ministra del Interior (Home Office), Theresa May. Contrariamente a Gove,
May se tragó su instinto euroescéptico, primó su lealtad a Cameron y se
ancló en el bando del Remain, aunque no hiciera campaña, pretextando que
su cargo le exigía dedicación plena. Este aurea de dignidad y sus modestos
orígenes convierten a May en una posible Thatcher del siglo XXI. Menos
estridente, sin duda, pero tan dura como ella.
Pero
la cuestión no es quién, sino para qué. May ya ha dicho que nada de repetir el
referéndum, o de interpretarlo creativamente, o de neutralizarlo con unas
nuevas elecciones planteadas como segunda vuelta de la consulta. Estos días se
ha dado rienda suelta al pánico de algunos brexiters johsonianos
(¿qué hemos hecho?), o al enfado de millones de jóvenes (muchos de los cuales
no fueron a votar, por cierto). Pero, salvo escándalo político mayúsculo, no se
puede remediar lo irremediable. La realidad se impone: Gran Bretaña ha tomado la
salida de la autopista europea y no hay cambio de sentido en muchos kilómetros
a la vista.
EL
DRAMA LABORISTA
En
el laborismo, las cosas no pintan mejor. Si acaso, peor. Otra muestra de cómo
las victorias, cuando son vicarias, se convierten en armas de autodestrucción.
Al izquierdista Corbyn le tenían ganas la mayoría de los diputados de su
partido, que nunca lo apoyaron, o lo hicieron de mala gana. Han aprovechado que
el líder no fuera un entusiasta participante en la campaña del Remain, para
lanzarse a degüello cuando ha triunfado el Brexit.
Hay
un aire de impostura en la revuelta de los MP's laboristas. Una cosa es que
Corbyn denunciara la austeridad como ideología dominante en la UE y otra cosa
es que predicara, o favoreciera, o fuera cómplice del Brexit. Ese dilema
es anterior al liderazgo de Corbyn en el laborismo. En realidad, en la mayoría
de la socialdemocracia europea puede detectarse ese malestar, esa frustración
por no haber sabido, podido (en algunos casos, querido) hacer cambiar el rumbo
de las políticas anti-crisis de la Unión Europea.
Corbyn
conocía la irritación de una buena parte de su electorado con Europa, y la
compartía. Quiso extraer la lección de los últimos fracasos electorales, al
materializarse una dolorosa fuga de votos del Labour hacia los xenófobos
del UKIP. Corbyn prometió presionar en favor de otra política si los
laboristas volvían a Downing St, no una declaración de amor europeísta, tan
hueca como inútil. Esa estrategia puede haberlo condenado. Pero la lucha no será incruenta. ¿Acaso
resonarán en los oídos de Corbyn los inmortales versos del Ricardo III:
"Mañana en la batalla, piensa en mí... desespera y muere"? En la obra
teatral, es la evocación del traicionado, del asesinado, en la hora decisiva
del destino; aquí son los votos perdidos, los electores traicionados, las
ilusiones destruidas.
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