EL EXORCISMO NORTEAMERICANO

 15 de junio de 2022

Las sesiones de la comisión parlamentaria sobre el 6 de enero de 2021 están siendo una especie de catarsis de la anomalía sistémica que supuso la estancia de Donald Trump en la Casa Blanca y, en particular, sus tormentosos últimos días.

Desde la dimisión de Nixon, en 1974, no se había conocido tal desprestigio de la presidencia estadounidense. Los dos periodistas que revelaron la trama del Watergate no han resistido la tentación de comparar  ambas fechorías (1). Las investigaciones parlamentarias revelan el empeño del magnate inmobiliario por presentar las elecciones de noviembre de 2020 como un fraude masivo y, en consecuencia, su resistencia obsesiva a no reconocer los resultados, hasta el punto de intentar forzar la suspensión de la certificación del triunfo de Joe Biden.

Hay testimonios solventes que acreditan la responsabilidad directa de Trump en el asalto al Congreso el 6 de enero, fecha en la que, por mor de un arcaísmo más del sistema electoral norteamericano, el Colegio de compromisorios se debía reunir para confirmar los resultados conocidos desde mes y medio antes.

Más que revelaciones sorprendentes o espectaculares, los trabajos de la Comisión arrojan pruebas y testimonios que avalan la imputación de Trump en lo que se considera ya a todas luces como un “intento de golpe de Estado”, la complicidad más o menos activa, según los casos, de numerosos legisladores republicanos y la insania política y personal de un hombre claramente incapacitado para el cargo

La sucesión de despropósitos de la noche electoral, con casi todos sus asesores tratando de convencerle de que su apelación al fraude no tenía fundamento alguno, parece más bien el guion de una dramedia: escenas esperpénticas envueltas en la gravedad de una crisis institucional desconocida. Giuliani, abogado personal de Trump, borracho según numerosas fuentes, fue el único de sus consejeros que sostenía la tesis del fraude; el resto, incluidos sus familiares más próximos (su hija, su yerno, su otro hijo…) trataban de disuadirle para que abandonara una idea absurda y sin fundamento alguno (2). ¿Llegó Trump a perder el juicio?, destacaba la publicación irónica MOTHER JONES (3).

Los medios liberales han emitido las sesiones en directo y en horario de máxima audiencia a modo de exorcismo. Editoriales y columnas de opinión coinciden en presentar estas horas finales (de momento) del trumpismo como una aberración del sistema. Además de señalar la necesidad de que Trump sea inhabilitado para evitar que vuelva a ser candidato presidencial, las lecciones morales se centran en señalar lo frágil que puede llegar a ser la democracia, la actitud pasiva cuando no claramente cómplice de la mayoría de un partido republicano infectado de populismo oportunista y la necesidad de reforzar los controles para que este bochorno no se repita (3).

UN SISTEMA QUEBRADO

Pero este exorcismo de la comisión parlamentaria se queda corto. Y no solo porque el estado mayor republicano intentara boicotear sus trabajos. El problema está en el alcance. Trump es un producto de un sistema enfermo. Es síntoma, no causa de unas perversiones políticas que se arrastran desde hace mucho tiempo: desde el nacimiento del país, según los analistas más críticos. La democracia estadounidense, tan celebrada por estos pagos por plumas y tertulianos que apenas si la conocen superficialmente o se adhieren doctrinalmente a ella sin cuestionar lo esencial, es, en realidad, un modelo quebrado.

En ningún país europeo se dan tantas artimañas para privar del voto a los ciudadanos, o se cocinan de forma tan deliberada y escandalosa las circunscripciones electorales para inducir la victoria de unos o hacer casi imposible la emergencia de otros. Y si, como en Europa, los partidos son por lo general puras maquinarias electorales con unos principios simplemente de fachada, en Estados Unidos la contienda se reduce a dos formaciones que sofocan la expresión de una sociedad mucho más plural, rica y contradictoria que esa opción binaria entre republicanos y demócratas, a veces intercambiables, y casi todos cada vez más dependientes de unas tramas de financiación que los convierten en agentes de poderosos intereses privados.

La democracia norteamericana esta esclerotizada. Una mayoría de la población no vota porque no puede o no le dejan, o porque le resulta gravoso y caro, o sencillamente porque los candidatos no les representa en modo alguno. Una vez elegidos, los políticos, con muy escasas y nobles excepciones, quedan engullidos por unos procedimientos legislativos agotados y, lo que es peor, tramposos, que convierten su función teórica en una pantomima.

Los medios liberales denuncian estas carencias y perversiones, pero contribuyen sobremanera a su prolongación y vigencia al ocuparse con obsesiva dedicación a describir de forma detallada el juego vicioso de las negociaciones políticas y de las obstrucciones parlamentarias, o a prestar una atención excesiva a las peripecias particulares de unos y otros. La información política es un casting permanente. Cuando algún morador de ese Olimp selecto cae en desgracia, se presenta casi siempre como errores individuales de juicio, deshonestidad personal o cualquier otra desviación personal. No se alaba el sistema, pero se le acepta con resignación

ESPEJO DEFORMADO

Trump resultó una golosa anomalía que el complejo mediático serio no esquivó. Ni siquiera supo evitar su rol de colaborador necesario en un fenómeno político plagado de mentiras y demagogia barata. Poco importó que se tratara de un hombre de negocios mediocre, con una trayectoria llena de irregularidades y pufos, que una justicia lenta y trabada por unas leyes diseñadas para proteger las artimañas del enriquecimiento está tardando una eternidad en esclarecer (y no digamos ya castigar). Se postuló como solución a unos problemas que simplificó para conectar con una opinión pública crecientemente descreída. Bastaron sus ataques a unas élites políticas arrogantes y a un “estado profundo” (deep state) de funcionarios, asesores y sabelotodos que, a su juicio, encerraban a  la presidencia en una sucesión de ritos litúrgicos sin sustancia.

Lo que empezó tan torcido no podía terminar de otra forma. Trump dijo desde casi el principio de su mandato que su reelección sólo podía evitarla un fraude. Avisó sin disimulo que haría todo lo que estuviera en su mano para no ceder el poder conforme a la ceremonia habitual. Emitió señales de su flirteo con grupos violentos, racistas y supremacistas, como ejército de reserva para poner el país patas arriba. No se le puede reprochar que no cumpliera su palabra. De tanto fanfarronear con planes que nunca ejecutó (ni siquiera supo estructurar debidamente), se llegó a pensar que el intento de secuestrar la democracia tendría una suerte parecida. Pero Trump era, y es, un adicto del poder, no por ambición política, sino por una pulsión narcisista y enfermiza de ser el centro de todas las atenciones.

Y, esta ocasión, cumplió. De forma chapucera e incompetente, como corresponde a su personalidad. Las escenas de una turbamulta enseñoreándose de salas, pasillos y despachos del Congreso hizo que nosotros, españoles, nos acordásemos del 23-F. Las élites norteamericanas experimentaron un sonrojo sin precedentes. El 6E tuvo un impacto casi tan devastador como el 11S, más si cabe, cuanto que la amenaza en este caso procedía de dentro. América contra sí misma. América frente al espejo. Pero un espejo deformado que si bien devuelve la imagen de un villano solo pendiente de sí mismo, no refleja las profundas fracturas del sistema.

NOTAS

(1)     “Woodward y Bernstein thought Nixon defined corruption. The came Trump. THE WASHINGTON POST, 5 de junio.

(2)     “Trump aides told him the truth. Now, they are finally telling us”. EDITORIAL. THE WASHINGTON POST, 13 de junio.

(3)     “The 1/6 Committee’s biggest challenge: assessing whether Trump is bonkers”. DAVID CORN. MOTHER JONES, 13 de junio.

(4)     “We all have a duty to ensure that what happened on Jan. 6 never happens again”. EDITORIAL. THE NEW YORK TIMES, 10 de junio.

 

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