26 de abril de 2023
El infierno que vive Sudán en las
últimas semanas es sólo la agudización de una crisis cuyos orígenes se remontan
mucho tiempo atrás. La mayoría de los analistas remiten a la fallida transición
hacia un gobierno civil tras el derrocamiento del general pro-islamista
Osman Bashir, en 2019. Pero, en
realidad, los males vienen de antes: sin exagerar, desde el momento mismo de la
formal independencia del país del Alto Nilo, en 1956. La primera década del
nuevo estado fue turbulenta. En 1969, el general Yaafar al-Numeiri encabezó un
golpe militar que sofocó una larga y penosa guerra civil. De inspiración
comunista y panarabista-nasserista, el régimen fue deslizándose hacia
posiciones conservadoras, que se acentuaron con el cambio histórico de Sadat,
el tratado de paz egipcio-israelí y la llegada de Reagan a la Casa Blanca.
Más tarde, la irrupción del
islamismo radical contra el orden norteamericano en la región sacudió también
Sudán. El general Bashir tomó el mando e impuso un régimen amable con Al Qaeda.
Clinton ordenó bombardeó supuestas bases de los integristas en 1998, tras los
atentados de Kenia y Tanzania. Bin Laden se trasladó a Afganistán y el nuevo
régimen sudanés se estabilizó.
UNA RIVALIDAD INDUCIDA
Bashir nunca se creyó a salvo y,
temiendo un golpe inspirado desde el interior o desde el exterior, fragmentó los
aparatos militar y de seguridad. Milicias y fuerzas especiales crecieron fuera
del control directo del mando militar. De esa escisión operativa y funcional
surge la discordia que ahora enfrenta al jefe del Ejército y cabeza de la Junta
militar en el poder, el general Abdulfattah Burhan, y su colega Mohamed Hamdam
Dagalo (alias Hemedti), jefe de la Fuerza de Reacción rápida, evolución
de una milicia represora (los janjanweed), que liquidó brutalmente una
revuelta campesina en la región meridional de Darfur en 2003. (1).
Sin embargo, otra rebelión mucho
más antigua y poderosa condujo a la secesión del extremo meridional del país,
poblado mayoritariamente por cristianos animistas. En 2005, nació Sudán del
Sur, tras más de treinta años de guerra.
Cuando una sublevación popular contra
la carestía de la vida y la corrupción derribó el régimen de Bashir en 2019, los
dos generales antes mencionados se aliaron para controlar el movimiento popular
con la falsa promesa de devolver el poder a los civiles para establecer la
democracia. No fue eso lo que ocurrió. Los militares siguieron controlando
férreamente el poder, como siempre. Pero la rivalidades entre ambos gallos
uniformados ha terminado por explotar. El pueblo llano, sobre todo el que no
dispone de medios para escapar, paga las consecuencias.
LA DISFUNCIONALIDAD AFRICANA
Esta nueva guerra interna en
Sudán reproduce muchos de los factores disfuncionales de los regímenes
políticos surgidos de procesos de independencia fallidos e interferencias
externas regionales y globales, a despecho de los intereses de las poblaciones
locales. A saber: la hegemonía militar en los equilibrios institucionales, la
riqueza natural como imán de la codicia de los agentes de poder, la corrupción que
gangrena el Estado y los renovados mecanismos de dominación de las antiguas
potencias coloniales y de nuevos actores emergentes.
En la mayoría de los países
africanos, las élites coloniales fueron sustituidos por liderazgos débiles
dependientes en gran medida de fuerzas militares cuya orientación ideológica
inicial fue revolucionaria, aunque a medida que sus jefes se consolidaban en el
poder, abandonaron el discurso de liberación para ejercer un poder de casta y
consolidarse como nueva clase dominante.
El principal estímulo para
centralizar y monopolizar el poder ha sido el disfrute egoísta de las inmensas
riquezas naturales en el continente. En algunos casos, las compañías
occidentales mantuvieron la exploración de los recursos minerales y
energéticos, en connivencia con las nuevas élites locales y la vigilancia de
las antiguas potencias coloniales; en otros, la ruptura con los antiguos
dominadores extranjeros no garantizó, ni mucho menos, el reparto igualitario de
la riqueza. África se convirtió en un gigantesco botín para unos pocos (2). La
injusticia colonial fue sustituida por la depredación interna alentada o
consentida desde fuera.
Este nuevo reparto no ha sido
pacífico. La unidad de las Fuerzas Armadas nunca existió salvo en contadas
excepciones. Los jefes militares actuaron según lealtades raciales y sobre todo
tribales. O surgieron milicias armadas que se han apoderado de ricos recursos
con los que financian sus revueltas y estructuras de poder paralelas, mediante
contrabando o contratos formales.
Esta corrupción endémica alcanza
a casi todos los estamentos políticos, aunque el único decisivo sea el militar,
garante del nuevo orden neocolonial. Los movimientos de resistencia o protesta
de la sociedad civil o de los sectores desfavorecidos han sido sofocados; y, en
los casos en que pudieron ser exitosos, resultaron más tarde neutralizados o
cooptados.
A veces, los militares, bien por
conveniencia o voluntad propia, bien por presiones externas inducidas por
cuestiones de imagen o de propaganda frente a la concurrencia de otros agentes,
han permitido la creación de gobiernos civiles y de un sistema institucional
más aparente. Pero se presente de uniforme o de traje y corbata, el poder no ha
cambiado de manos. En ciertos casos, los mismos militares han cambiado la
casaca por la chaqueta (3).
La conflictividad no ha cesado de
manifestarse, generalmente en función de la diversidad racial y tribal, de las ambiciones
personales insatisfechas, de lealtades traicionadas y de un tejido continuo de
apoyos exteriores. Hubo un tiempo en que los golpes de Estado parecían cosa del
pasado, tanto por la eficacia en el reparto del botín entre todos los actores
capaces de agitar la caja, cuanto por la preferencia de las potencias
exteriores por la “estabilidad”.
El auge del islamismo en ciertas
regiones y su predicamento en las masas locales ha tenido un efecto múltiple y
contradictorio. Si bien en algunos casos resultó útil para acabar con los focos
antioccidentales postreros, como en Libia (en el marco de la primavera árabe),
en otros ha alterado el orden neocolonial, caso paradigmático del Sahel, donde
el fracaso de los sucesivos intentos de control militar francés (operaciones Epervier,
Serval y Barkhane) ha sido llamativo. El nuevo “partenariado”
proclamado ahora por Macron no presenta mejores perspectivas (4).
Los servicios de inteligencia
occidentales sostienen que Rusia ha visto la oportunidad de llenar ese vacío o
debilitamiento de la tutela externa, mediante la infiltración de los grupos de
mercenarios Wagner, que se extiende ya, en mayor o menor medida, por más de una
decena de países, la mayoría en el Sahel (5). En el caso de Sudán, su hombre
sería Hemedti, hasta ahora formalmente el número dos de este régimen
provisional (6). Sin embargo, Moscú mantiene un acuerdo de cooperación política
y militar con su rival, el general Burhan, el fáctico Jefe del Estado. No está
claro, por tanto, qué papel juega Moscú en este conflicto, si es que juega
alguno.
China, conforme a su proyecto de
hegemonía (o respuesta a la hegemonía occidental, según se mire) ha expandido
sus tentáculos económicos, con inversiones, obras de infraestructura y
préstamos masivos (7). Pekín detenta la mayor parte de la deuda pública y
privada africana, lo que preocupa sobremanera en Washington y Bruselas. La
iniciativa pro-Democracia de Biden está orientada a neutralizar la influencia económica
china y la penetración militar rusa (8).
En la actual crisis de Sudán , la
rivalidad militar es el reflejo de intereses corporativos y locales, apoyados
por algunas de la potencias regionales que han prolongado la guerra civil en
Libia (Egipto, las petromonarquías arábigas, Rusia). La pasividad que
algunos ven en la postura de Estados Unidos es sólo aparente. Washington habría
actuado a través de sus aliados regionales, pero el actual clima de
desconfianza mutua ha complicado las cosas.
Diplomáticos, asesores y
académicos con experiencia en Sudán se lamentan estos días de los errores
cometidos en las negociaciones para la transferencia del poder tras la caída
del régimen de Bachir (9). Con todas las notables diferencias que se puedan
señalar, Sudán es una especie de mini Afganistán para Estados Unidos.
NOTAS
(1) “Stopping Sudan’s descent into a full-blown
civil war”. INTERNATIONAL CRISIS GROUP, 20 de abrill .
(2) “Why Africa is
one of the most unequal continents in the world”. THE ECONOMIST, 13 de
abril.
(3) “The state of
Democracy in Africa and the Middle East”. ECONOMIST INTELLIGENCE UNIT https://www.economist.com/graphic-detail/2023/02/01/the-worlds-most-and-least-democratic-countries-in-2022
(4) “En Afrique, le nouvelle ‘partenariat’ proposé par Macron mise a
l’épreuve par la crisis en RDC”. CHRISTOPHE CHÂTELOT. LE MONDE, 6 de marzo.
(5) “Comme le groupe Wagner tisse
sa toile en Afrique” (artículo del diario suráfricano MAIL & GUARDIAN,
reproducido por COURRIER INTERNATIONAL, 15 de marzo; “Wagner group is
moving aggressively to establish a ‘confederation’ of anti-Western states in
Africa”. THE WASHINGTON
POST, 24 de abril.
(6) “How a military leader fell out with
the army and plunged the country into war” NESRINE MALIK. THE GUARDIAN (THE
LONG READ), 20 de abril.
(7) “How America
plans to break China’s grip on African minerals”. THE ECONOMIST, 28 de
febrero; “China hasn’t given up on the Belt and Road. MATT SCHRADER y J.
MICHAEL COLE. FOREIGN AFFAIRS, 7 de febrero.
(8) “What is the
relevance of a second democracy summit for Africa?”. DANIELLE RESNICK. THE WASHINGTON POST, 28 de marzo; “A new cold war
looms in Africa as U.S. pushes against
Russians gains”. DECLAN WALSH. THE NEW YORK TIMES, 19 de marzo.
(9) “The violence in
Sudan is partly our fault”. JACQUELINE
BURNS (ex-asesora para Sudan del Departamento de Estado). FOREIGN POLICY, 23 de abril; “Sudan is tearing itself and Washington
lost its capacity to to help”. ALEX DE WAAL (asesor de la OUA). RESPONSIBLE
STATESCRAFT, 20 de abril);“In Sudan, U.S. policies pave the way for war”. JUSTIN
LYNCH (investigador y analista en Washington). FOREIGN POLICY, 20 de
abril.
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