11 de julio de 2012
Desde el
comienzo de su mandato, el Presidente Obama abandonó el unilateralismo de la
administración Bush en la gestión de los problemas mundiales y restableció un
método de diálogo y consenso con los socios mayores, los miembros de la
OTAN. Pero en su condición de líder
indiscutido e indiscutible de la esfera occidental, Estados Unidos ha seguido
marcando la pauta de las certificaciones de buena conducta, debido a dos factores
fundamentales: la percepción de cambios estratégicos y las presiones internas.
LA
‘PREFERENCIA’ AFGANA
En
el caso de Afganistán, las presiones internas son demasiado visibles. Estados
Unidos acaba de otorgar a este país el estatus de aliado preferente fuera de la
OTAN. Es una consideración que excede la retórica diplomática, porque tiene
efectos económicos y militares. En la Conferencia de Tokio se concretó la
significación futura de este compromiso. Estados Unidos arrastró a sus aliados
de la OTAN y a los de la alianza paralela en Asia a fortalecer un futuro sin
amenazas en el cuarto país más pobre de la tierra, y quizás el más volátil de
todos, en cuanto a los intereses occidentales se refiere. Los 16 mil millones
de dólares aportados deberían servir para edificar una infraestructura elemental
de desarrollo en el país. Ha pasado inadvertido que esa cantidad, a depositar
en cuatro años, es idéntica a la que Estados Unidos se gastará anualmente en
consolidar los aparatos de seguridad (Fuerzas Armadas y policía).
Europa ha
aceptado sin entusiasmo, y aportará cantidades mucho más pequeñas,
comparativamente, porque no se fía de que el dinero sea invertido
correctamente. Aunque la donación está supeditada al cumplimiento de unas
condiciones de buen gobierno y erradicación de la corrupción, y el propio
presidente Karzai ha admitido que se trata de una exigencia justa y razonable,
no está claro que pueda alcanzarse ese objetivo.
Pero
Obama no puede parar la dinámica de abandono europeo de Afganistán y necesita
una estabilización exprés y un escenario
de cierta claridad antes de noviembre. La grandilocuencia de los gestos no
compensa las dudas y los recelos sobre el terreno.
Afganistán
es un caso especial, porque representa el escenario más complicado de la
política exterior norteamericana. Pero no el único. Por ceñirnos a estos
últimos cuatro años, los de la administración Obama, la selección de aliados ha
estado sometida a procesos de revisión complejos e inciertos.
En Asia, la
‘doctrina Clinton’ sobre la prioridad estratégica de este continente para los
intereses norteamericanos en el comienzo de este siglo y la necesidad de
ofrecer una contención política, militar y económica al surgimiento de China.
Europa contempla con sumo interés esta situación, pero no juega un papel
determinante. Si bien, la hegemonía china en el mundo emergente se confirma día
a día, pese a las dificultades, y sufre también las consecuencias en su
economía y en su modelo social, lo cierto es que Estados Unidos percibe una
amenaza mucho más directa, porque Pekín le está disputando la preponderancia en
el escenario mundial. Estas urgencias explican el cambio de actitud de
Washington hacia Birmania, precipitadamente favorable según algunos analistas.
BAILE DE
DISFRAZES EN ORIENTE MEDIO
En
el otro escenario más conflictivo del momento, el mundo árabe, la consideración
de aliados está sometida a revisión intensa y la confusión se acrecienta por
semanas. En un reciente artículo
del NEW YORK TIMES se examinan las paradojas que dominan la actitud de
Washington, impensables hace unos años.
Incluso
en los lugares en que todavía se puede sostener un discurso maniqueo, como en
Siria, las percepciones de aliados y enemigos no se perfilan con claridad. Si
las potencias occidentales no se permiten considerar de momento la intervención
militar es, básicamente, porque no están seguro de quien se beneficiaría de la
caída del régimen alawita de Assad. Resulta tentador el debilitamiento
indirecto de Irán, pero la emergencia de una Siria sunní conservadora ligada a
los intereses de las petromonarquías del Golfo no tranquiliza a Occidente. Peor
aún sería la ‘yemenización’ (conflicto
étnico y radicalización religiosa) del país.
Siria no es
Libia, se dice con frecuencia en los análisis de los expertos militares.
Cierto. Se trata de dos países muy distintos en cuanto a la consideración de
riesgo de una acción militar. Pero las diferencias son de también de orden
político y estratégico. Libia no está en el epicentro del mundo árabe islámico,
la influencia de los islamitas ortodoxos es más lejana, la implantación de las
células radicales es mucho menor. Y prueba de ello han sido las elecciones
legislativas recientes, que han roto con la cadena de triunfos islámicos en la
franja mediterránea africana, a favor de una coalición de corte liberal y
afinidades occidentales. En cambio, Siria es un elemento fundamental en el
equilibrio regional. La desestabilización del país repercutiría en toda la
región y las consecuencias no serían fáciles de absorber.
Ocurre lo
mismo en Egipto, donde esa percepción alterada de aliados y rivales es muy
aguda estos días. Una vez confirmado en la jefatura del Estado, el candidato de
los Hermanos Musulmanes, Mohamed Morsi, ha decidido marcar su territorio al
declarar la nulidad de la disolución del Parlamento electo, lo que supone un
desafío a los militares, pero también a los jueces (la otra pieza institucional
clave del antiguo régimen). Se avecina una cohabitación en toda regla. Y tanto
los poderes fácticos como el poder político miran a Washington para percibir de
qué lado se decantan allí los favores o las simpatías. De momento, puede pensarse
con cierta lógica que si a Morsi se le permitió tomar posesión es porque
Estados Unidos previno a los militares de una maniobra de fuerza. Pero no es un
secreto que muchos miembros de la administración norteamericana están mirando
con lupa las actuaciones de la cofradía antes de extenderle un apoyo seguro.
Algunos
ejemplos paradójicos. Preocupa en Washington que Morsi manifestara su intención
de pedir la entrega de Omar Abdel Rahman, el Jeque ciego que cumple cadena
perpetua en Estados Unidos por el primer atentado contra las Torres Gemelas.
Pero, al mismo tiempo, se le concede visa a un parlamentario salafista que jugó
un papel relevante en la organización yijadista Gamma Islamia en los años
noventa.
Todo ello se
explica por ese vertiginoso cambio de percepciones. Las opciones islamistas ya
no se asocian al terrorismo, como en la época de Bush, sino que se ven como
ventanas de oportunidad para prevenir derivas radicales.
Este cambio de óptica en la identificación de
bandos crea incomodidad en la sociedad egipcia. Los sectores liberales y
progresistas censuran a Morsi que haya restablecido el Parlamento disuelto,
aduciendo futuras complicaciones jurídicas, cuando en realidad temen la
consolidación de una orientación islámica conservadora en el país. Entre el
sable y la sotana, eligen lo primero, porque creen que los militares pueden
estar más controlados por el amigo americano. ¿Estarán en lo cierto?
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