7 DE NOVIEMBRE DE 2013
Un creciente malestar se extiende
entre aliados tradicionales de EE.UU. en Oriente Medio por la política exterior
de la administración Obama. Aparte de la incomodidad que desde hace tiempo
reina en Jerusalén, y en cierto modo también en Ankara, se une el desencuentro
de Washington con El Cairo y Riad, más explicito que nunca recientemente.
UN DISCURSO LEJANO
Obama proclamó una nueva política
norteamericana en Oriente Medio apenas cien días después de sentarse en la Casa
Blanca. Su famoso discurso de El Cairo, en junio de 2009, apuntaba a la resolución de los conflictos
enquistados mediante una nueva metodología: la recuperación del consenso, la
superación de la desconfianza mutua, el desagrado por el uso de la fuerza y una
visión comprensiva y respetuosa del sistema democrático.
Los críticos en Estados Unidos
adujeron que el discurso de Obama sonó demasiado a petición de perdón por los
excesos cometidos durante los años de despliegue neocon. Se trataba de
una imputación injusta y miope. La percepción de Estados Unidos en la zona
durante esa primera década del siglo había llegado a ser muy negativa. Y, sin
embargo, las 'ideas' de Obama para la región no merecían el entusiasmo
tan precipitado que generó en ciertos ámbitos progresistas moderados. El primer
presidente afroamericano no pasó de proclamas y buenas intenciones, que
suelen tener el vuelo muy corto en política exterior.
Durante el año y medio siguiente,
casi nada ocurrió. En el conflicto palestino-israelí no se registró avance
alguno, sino todo lo contrario. El aliado estratégico de Estados Unidos,
Israel, renuente al cambio de ánimo en Washington, optó por atrincherarse en
posiciones que llegaron a ser provocadoras, como la intensificación de la
colonización en territorio palestino ocupado. Las relaciones entre Washington y
Jerusalén no habían sido tan tensas en décadas. La antipatía entre Obama y
Netanyahu llegó a ser patente. La reciente reanudación de las conversaciones
entre israelíes y palestinos ha sido puramente formal, por el momento.
El estallido de las revoluciones
árabes, un año y medio después, hizo saltar las costuras de la política
norteamericana. Obama dudó entre apuntalar el 'status quo' que convenía a los
intereses establecidos de Washington o ser coherente o respaldar un movimiento
que, en cierto modo, se inspiraba en ideas similares a las desgranadas por él
en su discurso de El Cairo. Estas vacilaciones no contentaron a nadie: los
regímenes se resintieron de la inhibición norteamericana y las fuerzas
renovadoras echaron de menos un compromiso más explicito.
EL INCÓMODO ACOMODO CON LOS
GENERALES EGIPCIOS
Es en Egipto es donde el
desencuentro con Washington se ha hecho más ruidoso. Las élites locales
reprocharon a Obama que no moviera un dedo para prolongar el régimen de Mubarak,
a pesar de los servicios prestados a Estados Unidos. Con los Hermanos
Musulmanes, el Presidente intentó un forzado entendimiento, que nunca cuajó. Con
el golpe de julio, la respuesta de Obama se percibió como vacilante e imprecisa
por unos y otros. La decisión reciente de recortar la ayuda militar a Egipto (bien
es cierto que la menos sustancial) ha desagradado a los generales, pero se ha
percibido como una medida insuficiente y cosmética para los que denuncian el
actual estado de cosas en el país, sean islamistas o no.
No debe sorprender que los
principales apoyos externos del golpe procedieran de Jerusalén y Riad. Los
israelíes no confiaban en los Hermanos Musulmanes y preferían que los militares
egipcios no se toparan con reparos internos en sus operaciones de control de la
frontera con Gaza y la persecución de focos 'jihadistas' en el Sinaí.
Los saudíes se apresuraron a anunciar el respaldo financiero inmediato a los generales
egipcios, nada más escuchar las reticencias de Washington a mantener intacto el
programa de ayuda militar.
EL RESISTIBLE ENFADO SAUDÍ
La crisis egipcia sólo fué el
comienzo de una cadena de discordias entre Washington y Riad. Más efectos
negativos tuvo la renuncia de Obama a intervenir militarmente en Siria, que la
realeza saudí anhelaba vivamente, ya que veía en ello la antesala inevitable de
la caída del régimen de los Assad, principal aliado de Irán en la región. No se
entendió nunca en Riad el apaño diplomático con Moscú. Semanas después, la
confirmación del nuevo clima entre Washington y Teherán y la reanudación de las
negociaciones para controlar el proyecto nuclear iraní han irritado tanto a los
saudíes, que se han visto incapaces de controlar sus contenidas maneras.
La diplomacia de la casa Saud es famosa
por su extremada discreción. Hasta en los peores tiempos del trauma del 11 de
septiembre, con las complicidades y simpatías terroristas nunca del todo
esclarecidas, el reino se empeño en poner sordina al ruido creciente en las
relaciones bilaterales. La renuncia a ocupar un puesto en el Consejo de
Seguridad de la ONU sorprendió a la comunidad internacional, por tratarse de
una decisión sin precedentes, pero sobre todo por ser tan contraria al estilo
saudí. Tanto es así que su personal en Nueva York había celebrado públicamente
la elección. El rechazo posterior sólo pudo llegar desde las más altas
instancias del reino. La quebradiza salud del Rey Abdullah no explica una
brusquedad tan inusual. Es como si, según el dicho francés, se hubiera querido
resaltar el escándalo. Afirmar, como hizo la diplomacia de Riad, que sentarse
en el Consejo de Seguridad avalaría el fracaso del alto organismo en la
resolución del conflicto palestino es de una hipocresía asombrosa.
UNA GIRA DE DUDOSOS RESULTADOS
Que el Secretario de Estado, John
Kerry, haya visitado estos días consecutivamente El Cairo y Riad, antes de
detenerse en Israel, demuestra la preocupación de la Casa Blanca por apaciguar
los ánimos y mantener las alianzas tradicionales libres de sobresaltos adicionales.
Los resultados son
decepcionantes. Kerry llegó a Egipto en víspera de la apertura del juicio al
depuesto Presidente Morsi. Unos interpretaron la visita como un recordatorio
del desagrado de la administración Obama por la falta de compromiso de los
golpistas con la restauración de las libertades. Pero Kerry terminó irritando a
los críticos de los militares al asegurar, con excesiva complacencia, que los
militares caminaban por el camino correcto y que la congelación parcial de la
ayuda norteamericana no era un "castigo" a las nuevas autoridades. Ni
el General Al-Sisi ni cualquier otro de los dirigentes secundarios actuales le
dieron garantías de que el estado de sitio no sería prorrogado a mediados de
este mes, cuando vence el decreto que lo instauró. La restauración del antiguo
régimen, cada día más evidente y ruidosa no ha merecido una crítica explícita
de Washington.
En Arabia Saudí, Kerry se ha
mostrado aún más suave para agradar a sus anfitriones. Los saudíes han vuelto a
su hermetismo se han mostrado herméticos, lo cual puede interpretarse como un
esfuerzo por no seguir aireando las discrepancias, seguramente porque no hay
que seguir derramando agua en un vaso que ya rebosa. Pero más que discretas han
sido también las protestas de amistad, que otrora se proclamaban abiertamente.
Que la audiencia del Rey Abdullah con el Secretario de Estado se prolongara
durante dos horas ya indica la complicación reinante en las relaciones
bilaterales.
¿A qué obedecen estos
desencuentros, si la política de Washington no ha cambiado tanto en realidad?
Algunos analistas señalan que la clave reside en la necesidad del equilibrio
entre objetivos en cierto modo contradictorios. Por un lado, Obama necesita la
colaboración de los aparatos estatales locales, para seguir afrontando con
garantías la amenaza del extremismo islámico. Pero, por el contrario, esos
instrumentos gozan de un poder que es incompatible con la democratización, la
apertura política y un desarrollo social más armónico de esos países. Esta explicación
clásica es cuestionable. Los propios regímenes autoritarios son los primeros
interesados en frenar al islamismo radical. Por tanto, estamos ante una mutua
dependencia. De ahí los límites de una política que pretenda ser demasiado
innovadora.
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