27 de Noviembre de 2014
Ningún
Presidente de Estados Unidos como el actual habrá sentido una amargura tan
grande por el caso de Fergusson, Missuri. Llueve sobre mojado. En el asunto de
la violencia racial, sigue lloviendo sobre suelos empapados de sangre en
Estados Unidos.
La
decisión del Gran jurado de no procesar al policía que mató a tiros al joven
afro-americano Michael Brown el pasado mes de agosto ha encendido de nuevo la
cólera en la pequeña localidad del Medio Oeste norteamericano y en otras muchas
ciudades de todo el país. Barack Obama hizo de tripas corazón en su
comparecencia pública para unirse al mensaje responsable de calma, serenidad y
respeto por el sistema judicial que un poco antes había lanzado ejemplarmente
la familia de la víctima.
Pero
el presidente dejó traslucir su amargura, su decepción... o su resignación,
según quien interprete su reacción y sus gestos. Mucho antes de su llegada a la
Casa Blanca, Obama había hecho esfuerzos ímprobos por convencer a la comunidad
afro-americana de que el racismo es marginal en Estados Unidos. "Yo mismo
soy un ejemplo", ha dicho en varias ocasiones".
Claro
que también dijo, cuando el joven afroamericano Trevor Martín fue abatido por
un vigilante, en Florida, hace dos años que la victima podía ser él mismo hace
tres décadas, cuando vivía en el turbulento South Side de Chicago, como un
negro más.
Obama
sabía que ser el primer presidente afroamericano no podía convertirse en una
plataforma para impulsar políticas que pudieran enseguida interpretarse como
revanchistas o raciales, pero en una dirección inversa a la dominante. Esta
conducta, políticamente calculada, ha terminado por crearle los mismos
problemas de credibilidad que quería evitar.
UN
SISTEMA FALLIDO
Según
publica el diario USA Today, citando fuentes del propio FBI, cada año
las fuerzas policiales matan a un centenar de afroamericanos en Estados Unidos.
Los homicidios cometidos por los encargados de hacer aplicar la ley debido a
causas consideradas como "justificables" fueron 461 (oficiales) en
2013, la cifra más alta de las dos últimas décadas. Un dato que debe escocer,
sin duda, al Presidente Obama.
No
hace falta advertir lo escurridizo que resulta el término
"justificable".
En
un artículo espléndidamente documentado escrito para el semanario progresista
THE NATION, el periodista Chase Madar parte de estos datos para diseccionar el
fallido sistema judicial norteamericano, auténtica razón por la que seguirán
produciéndose casos como el de Trevor Martin o Michael Brown.
Varios
casos de homicidios de afroamericanos en la segunda mitad de los ochenta
fijaron una especie de jurisprudencia sobre las circunstancias en que la
policía podía usar fuerza letal contra un sospechoso. El problema es que los
criterios eran demasiado ambiguos (resistencia, intento de escapada, amenaza
seria contra los agentes o terceros) como para que, en la práctica, se haya
impuesto sistemáticamente la percepción subjetiva de los policías.
La
realidad es que las sucesivas capas del sistema judicial no han generado un
sistema de protección para las minorías, sino obstáculos crecientes para
depurar responsabilidades por violación de los derechos cívicos. "El
primer paso para controlar a la policía es zafarse de una vez por todas de la
fantasía que supone pensar que la ley está de nuestro lado. La ley está
firmemente del lado de la policía que abre fuego contra civiles
desarmados", afirma Madar.
Ni
las querellas civiles, ni las investigaciones internas ni cualquier otra
supuesta herramienta de control y persecución de los abusos policiales tienen
la fuerza suficiente para imponerse a un sistema que genera impunidad. En los
pocos casos en que los policías han podido ser imputados y sancionados con
castigos económicos, la factura han terminado pagándola las autoridades o, como
sumo, los sindicatos corporativos.
LA
LIMITADA ACCIÓN DE LA CASA BLANCA
El
propio Obama y el todavía Fiscal General y Ministro de Justicia (está en
proceso de sustitución), Eric Holder, han recordado que aún está abierta una
investigación federal por el caso de Fergusson. Pero fuentes del propio
departamento, citados por algunos medios, han admitido su escepticismo sobre el
resultado de la misma, porque las pruebas disponibles no parecen encajar con
las que se consideran concluyentes en los casos de violencia policial.
Algunas
iniciativas protagonizadas por la sección de Derechos civiles del propio
Departamento de Justicia han servido para introducir algunas reformas y
mecanismos de control de las fuerzas policiales de varias grandes ciudades
norteamericanas. Pero estas medidas no han acarreado sanciones y castigos a
policías abusadores.
Otros
factores contribuyen a agravar el problema. La tantas veces denunciada y nunca
atajada pasión por las armas (hay más pistolas que habitantes en Estados
Unidos) o la militarización creciente de las policías locales incrementan el
riesgo de violencia.
Recuérdese
que después de la masacre de Newton (Connecticut), hace dos años, se llegó a creer que había
llegado el momento de atajar la locura del supermercado armamentístico a cielo
abierto. Otro espejismo. La poderosa Asociación del Rifle, la complicidad del
Partido Republicano, la timidez de los demócratas y una confusa conciencia
ciudadana sobre lo que son sus derechos a la defensa terminaron disolviendo el
compromiso de Obama, como ha ocurrido en tantas otras cosas.
En
esto también, el Presidente no se ha sentido con fuerza o decisión suficiente
para agotar todas sus posibilidades constitucionales, hasta que, como ha
ocurrido con la reforma migratoria, se ha encontrado literalmente entre la
espada de la oposición y la pared de las comunidades afectadas.
A
la postre, el riesgo es siempre preferible a la amargura. Nadie le ha pedido a
Obama una especie de "revancha histórica" durante su paso por la Casa
Blanca. Pero los que comparten el color de su piel tenían derecho a esperar
sentirse más seguros en las calles cuando uno de los suyos fuera el primer
ciudadano del país. No parece que vayan a conseguirlo.
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