18 de Diciembre de 2014
La
espantosa masacre de escolares y enseñantes en una escuela de Peshawar, a la
que asistían niños y niñas de los militares pakistaníes, es el resultado de más
de diez años de violencia, odio y desestabilización en Waziristán, la zona 'más peligrosa del mundo', según algunos analistas. Esa región se extiende por la frontera
entre Pakistán y Afganistán, donde ambos estados compiten en autoridad,
legitimidad y control con las estructuras tribales pastunes.
EL
'ODIO A AMÉRICA'
Los
autores de esta atrocidad han sido militantes pertenecientes a la Federación de
los Talibán de Pakistán (Tehrik-e-Taliban Pakistán), una constelación de
grupos vinculados pero independientes de sus vecinos afganos. Nacieron en 2007,
como movimiento organizado de resistencia de los pastunes, la etnia mayoritaria
en el Waziristán, contra la colaboración de Pakistán y Estados Unidos en la
denominada "guerra contra el terror".
Una
vez derrotados los talibán afganos y desmantelada Al Qaeda, algunos de sus
líderes se refugiaron en las zonas tribales fronterizas. Washington intentó eliminar
ese foco hostil, con éxito desigual. A medida que se prolongaba el conflicto,
se complicaban las operaciones y el Ejército pakistaní combinaba la tolerancia con
la represión para controlar el movimiento talibán. Estados Unidos nunca aceptó
este doble juego e intentó resolver el problema a base de cañonazos o ataques
teledirigidos, menos precisos de lo admitido. La muerte de inocentes en ataques
erróneos o descuidados ha sido el combustible más activo para encender el odio
contra Estados Unidos y, por extensión, contra todo Occidente.
EL
AMBIGUO JUEGO DE PROTECCIÓN Y REPRESIÓN
El
Ejército pakistaní, la institución más potente y articulada del país, ha
utilizado a los talibán para reforzar su estrategia en Afganistán y en la India,
los dos vecinos de los que depende su estabilidad como estado, según la
mentalidad invariable de los militares. El principal instrumento de apoyo a los
talibán ha sido el ISI, la poderosa agencia militar de inteligencia de las
fuerzas armadas, cuya duplicidad ha irritado no pocas veces a Washington.
Cuando
Pakistán reprimía a los talibán no era por lealtad a la alianza con EE.UU.,
sino para demostrar a los militantes que no gozaban de carta blanca para actuar
a su conveniencia. El mensaje parecía claro: los que aceptaran ponerse bajo
control del Ejército serían tolerados, mientras a los díscolos sólo les
esperaba la destrucción.
El
líder musulmán conservador Nawaz Sharif, que había regresado al poder de nuevo
en 2013, intentó la vía de la conciliación, para frenar la sangría e impulsar sus
planes de recuperación económica. Pero algunas exigencias de los talibán, como la
liberación de todos los prisioneros o la concesión de una 'zona franca' en
Waziristán, le resultaron inaceptables. Las negociaciones, que nunca pasaron de
la fase tentativa, se interrumpieron.
Otro
elemento que ha contribuido a deteriorar la situación ha sido la inestabilidad en
el liderazgo talibán, iniciada tras la muerte por ataques de drones de
los dos Messud, Beitullah (2009) y Hakimullah (2013). Distintas facciones
compitieron por el control del movimiento hasta el punto de protagonizar
acciones armadas de consideración. El nuevo líder no quiso, no supo o no pudo
controlar a los sectores más intransigentes.
En
junio, tras un atentado de los talibán en el área militar del aeropuerto de
Karachi, que provocó casi un centenar de muertos, el Ejército pakistaní, a
iniciativa propia o por orden del primer ministro Sharif, inició una feroz
campaña de represión en el norte de Waziristán, que se había convertido desde
2009 en el único feudo talibán, después de que una ofensiva militar anterior
les hubiera expulsado de su otro enclave, el sureño valle del Swat.
Desde
el verano, esta ofensiva militar ha causado un millar de muertos en las áreas
tribales y, lo que resulta aún más doloroso para la población civil, la
expulsión de sus hogares de un millón y medio de personas, incluidos ancianos,
mujeres y niños. De ahí el sentido de la venganza talibán en Peshawar: devolver
en carne infantil el sufrimiento que el ejército les ha causado en sus pueblos
y aldeas natales.
Si,
como se teme, el Ejército replica ahora con un ahogamiento más tenaz de las
zonas rebeldes y el Estado restaura la pena de muerte, como ha anunciado el
primer ministro Sharif, sólo cabe esperar una escalada aún mayor de la
violencia.
LA
SOMBRA DEL ESTADO ISLÁMICO
Por
añadidura, las pugnas internas en el movimiento talibán han contribuido a la
falta de control. De hecho, algunos conocedores de este grupo no descartan que
el atentado de Peshawar responda no sólo a la sed de revancha contra el
Ejército sino también a un ajuste de cuentas entre las distintas facciones de
los talibán, para forzar un cambio de liderazgo.
El
débil jefe actual, Fazlullah, se ha resistido a unirse al Estado Islámico, como
pretende un activo sector disidente de los talibán. Fuentes de la seguridad
pakistaní aseguran que, aprovechando una creciente radicalización contra los shiíes
en la región de Baluchistán, el Califato ha intentado atraerse a su
bando a varios de estos grupos talibán, que hasta ahora se habían mantenido más
o menos fieles a la alianza histórica con Al Qaeda. De hecho, la brutalidad del
atentado de Peshawar parece sintonizar con las tácticas sangrientas de las
huestes de Al Bagdadi en Iraq, lo que ha abonado este posible fraccionamiento de
los talibán pakistaníes.
LA
MALDICIÓN ESCOLAR
Por
lo demás, la crueldad contra las escuelas es una divisa talibán, a uno y otro
lado de la frontera. Esta lacra encontró un eco internacional muy vivo este
mismo año, al ser galardonada una de sus víctimas, Malala Yousefzai, con el
Premio Nobel de la Paz.
La
organización Global Coalition to Prevent Education from Attack ha documentado
más de un millar de asaltos a escuelas y colegios en Pakistán entre 2009 y
2012. Seguramente la cifra es aún mayor, ya que hay zonas de muy difícil
acceso, precisamente las más vulnerables a este tipo de agresiones, de las que
no se tienen datos. El fanatismo de estos sectores radicales y el fracaso del
sistema escolar hace que Pakistán país sea el segundo país peor del mundo en número
de niños y niñas que no van a la escuela: uno de cada cinco no lo hace. La tasa
de analfabetismo se reduce en casi todo el mundo, pero no en Pakistán.
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