25 de Junio de 2015
En
pleno clima de creciente inquietud por la situación bélica en Ucrania y las supuestas
amenazas rusas de desestabilización de sus vecinos más cercanos (los estados
bálticos preferentemente), se filtran más detalles sobre el espionaje norteamericano
a otros dirigentes aliados, en esta ocasión los tres últimos presidentes
franceses.
LA
IMPOSTURA DEL ESPIONAJE AMIGO
Obviamente,
por razones de imagen y de cierta manera de entender la credibilidad política y
el orgullo nacional, la reacción de París ha sido la esperada: indignación
contenida, reprimenda, exigencia de que tal conducta no puede repetirse y
arreglado. Desde Washington, idéntico ajuste al guión establecido: disculpas y
garantías de que se trata de actuaciones pasadas.
Ya
dijimos en su momento que estos escándalos de espionaje son muy efectistas,
hacen correr tintas políticas y mediáticas y encuentran un eco muy notable en cierta
opinión pública. Pero, a la postre, tienen un recorrido real, político o
diplomático, muy corto.
Indudablemente,
se espera cierta lealtad de un aliado, y algunas de las gamberradas
electrónicas practicadas por la inteligencia norteamericana son de una
vulgaridad sonrojante. Pero resulta un tanto hipócrita. Como ya se ha
demostrado convenientemente, Estados Unidos no habría podido espiar a Merkel,
Sarkozy, Hollande, Dilma Roussef u otros dirigentes europeos y del resto del
mundo, sin la colaboración de los servicios de inteligencia de algunos de los
afectados (1).
Desde
que los Estados se consolidaron como formas políticas destinadas a garantizar
los intereses de las naciones o de sus exponentes sociales, el espionaje es una
prolongación de la diplomacia. Como lo es la guerra. No se espía sólo a los
enemigos. A los amigos, también, porque nunca se sabe cuándo dejaran de serlo,
si lo son de verdad o hasta qué punto están dispuestos a demostrar y garantizar
su amistad. No hace falta ser un especialista en relaciones internacionales
para saber eso. Con haber leído algunas novelas de género debería bastar.
Pero
como esas relaciones internacionales, plagadas de trampas, duplicidad de lenguajes
e intenciones marcadas, proyectan un código de conducta determinado,
asistiremos en los próximos días a otra ronda suelta de indignaciones. El
Eliseo no se toca impunemente. Una vez
más, la proverbial incomodidad franco-norteamericana, tan tópica como engañosa,
encontrará espacio abundante en los medios y tertulias durante unos días.
EL
REGRESO DE LA OTAN A CASA
En medio de
ese ruido mediático-diplomático, los aliados occidentales pondrá a enfriar este
último bochorno y se empeñarán en afrontar el problema ruso, con la
adopción de medidas o compromisos que tengan la contundencia aparente necesaria
pero también la prudencia adecuada para no generar males mayores.
La
guerra de Ucrania, en riesgo de escapar al control de las grandes potencias,
incluida la propia Rusia, que supuestamente es su principal instigadora, va a
servir de cobertura para revisar veinte años de política de seguridad y defensa
en Europa.
La
tarea es complicada, porque se está lejos del consenso. No todos los aliados
perciben con igual claridad y sentido de urgencia el “peligro ruso”. Como es
natural, los países de frontera (los pequeños estados bálticos, Polonia y algún
otro) son los más activos en la reclamación de medidas efectivas de disuasión.
Por el contrario, los más alejados de Rusia, sin restar importancia al riesgo,
prefieren que se mantenga la atención en otras amenazas a la seguridad mucho
más apremiantes (Oriente Medio, presión migratoria, tráfico de drogas, etc.).
El
nuevo Jefe del Pentágono, Aston Carter, se estrena esta semana en Europa con el
portafolios nutrido de propuestas y opiniones. Llega al SHAPE (Cuartel General
Aliado, en Bruselas) después recorrer varios países para escuchar ideas,
sugerencias y reclamaciones, que serán compartidas en la reunión de primavera
del Consejo de Defensa de la OTAN.
Estas
últimas semanas no se han movido sólo papeles (se habla de un memorándum
confidencial con detalles y evaluaciones precisas sobre la dimensión y el
alcance de la amenaza rusa, que tendrá cada ministro y su staff en la reunión
de Bruselas). La OTAN está empezando a movilizar efectivos: carros de combates,
vehículos blindados y de transporte de tropas serán instalados próximamente en
algunos países del flanco oriental de la Alianza. La fuerza de reacción rápida
de 5.000 hombres, modesta pero ya muy significativa, estará lista muy pronto.
El esfuerzo no es menor. Equivale a desentumecer los músculos atrofiados, como
decía esta semana una analista de seguridad del Eurasia Group. EE.UU. todavía
tiene destacados 65.000 hombres en Europa, cuatro veces menos que durante la
“guerra fría”, pero cifra básica de disuasión a partir de la cual es creíble
una movilización extensiva.
Como
escenificación de este “despertar” de la “vieja OTAN”, o de la vuelta de la
OTAN a su escenario original, las amplias maniobras recién concluidas en
Letonia, sirven de mensaje de tranquilidad y compromiso a esos nuevos aliados,
menos curtidos en el arte del cinismo. O más sensibles al ronroneo de las
bravatas rusas.
Está
en ciernes una cierta recuperación de la lógica de la “guerra fría”, aunque no escucharemos
esa formulación, bajo concepto alguno. Existe un amplio convencimiento de que
la ilusión de una relación con Rusia como socio se ha desvanecido por completo
y que la crisis de Ucrania no es ocasional o temporal, sino el reflejo de los
problemas inherentes del coloso europeo para gestionar sus tensiones internas y
periféricas. Los “sovietólogos” se han convertido en “rusólogos”. El
“comunismo” ha sido sustituido por el “nacionalismo expansivo” (en combinación
o alianza con la religión ortodoxa) como combustible de agitación.
Rusia
no colabora mucho en desmontar este discurso. Ofrece sonoros argumentos cada
día. La mayoría son reactivos, pero de vez en cuando el Kremlin –como ocurría
en los tiempos del comunismo- siente la obligada necesidad de tomar la
iniciativa, o de hacer creer que tiene la capacidad para hacerlo.
LLAMANDO
A LAS PUERTAS DEL ADVERSARIO
La
anunciada modernización de ciertos arsenales nucleares, la propaganda
patriotera, la exhibición recurrente aunque vulgar de músculo militar son
guiños propagandísticos dudosamente novedosos, pero inevitables en la dinámica
actual. Otros, en cambio, presentan cierto carácter de singularidad. El más
espectacular ha sido, sin duda, la recepción al primer ministro griego, Alexeis
Tsipras, Petersburgo, a bombo y platillo, en plena crisis de la deuda.
Tsipras
se cubrió bajo la celebración de un seminario económico internacional, pero su
sola presencia en la capital rusa se convirtió en un acto político de
indiscutible envergadura. Ni el credo común ortodoxo de muchos griegos y rusos,
y menos el pasado comunista del político heleno, pudieron servir de paraguas o
justificación a esta visita en este
momento.
El
líder izquierdista griego evitó, como era lógico, cualquier referencia polémica
a los problemas con sus socios comunitarios. En reciprocidad, sus anfitriones
rusos resistieron la tentación de explotar esa discordia interna. Pero en la
mente de todo el mundo flotaba la tradicional
posición de Syriza en contra de las sanciones a Rusia por el conflicto
de Ucrania. Difícilmente encontraría Tsipras en Moscú lo que no consiga en
Bruselas, Frankfurt o Berlín (por citar el eje habitual de sus desvelos). No
está Rusia para “rescates” de tamaña naturaleza. Pero el alarde político era
demasiado tentador para no extraer el jugo adecuado.
Otra
regla más de la diplomacia: se puede ser aliado sin renunciar a las ventajas de
flirtear con los adversarios, o se puede tantear a los adversarios para
protegerse de tus amigos.
(1) Varios medios han denunciado
esto. Especial interés tiene la investigación públicada el pasado 30 de abril
por el diario SÜDDEUTSCHE ZEITUNG
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