26 de Noviembre de 2015
Hay
políticos que esconden su programa y políticos que se esconden detrás de su
programa. Para los primeros, el programa es un incordio, porque son tácticos
por instinto o naturaleza y prefieren no atarse demasiado a promesas o
compromisos que no están seguros de saber, querer o poder aplicar. Para los
segundos, el programa es una especie de garantía de legitimación, de blindaje
social, para protegerse de decisiones personales o de un estilo áspero de gobierno.
Los primeros suelen ser calificados como pragmáticos o tacticistas; a los
segundos, se los considera populistas o militantes.
Esta
dicotomía puede aplicarse al caso argentino. Si los Kirchner (sobre todo,
Cristina) se amparaban en el programa, en el compromiso con ciertas capas
populares de la sociedad, en los compromisos con sus supuestas bases, para
justificar un estilo de gobierno discutible, es decir, se protegían detrás del
programa o de la ideología, Macri pertenecería al sector de quienes esconden su
programa, porque no tienen o no les interesa exponerlo.
UN
PROGRAMA ‘ESCONDIDO’
En su camino a
la Casa Rosada, Mauricio Macri se ha comportado, efectivamente, como un
tacticista, como un pragmático. Ha sido de lo más cauteloso sobre lo que haría
en caso de ganar las elecciones. Se ha limitado a consideraciones generales y a
desplegar recursos evasivos, como invocar la falta de información sobre la
situación real del país, para eludir compromisos concretos.
Esta
actitud no sólo resulta útil para captar votos de sectores no necesariamente
adscritos a su base social o a su corriente ideológica. Permite también
minimizar el desgaste que sufren los políticos cuando, nada más alcanzar el
gobierno, hacen algo distinto o incluso contrario a lo prometido antes de las
elecciones.
Macri,
por supuesto, es lo opuesto a un ideólogo. Tampoco es un populista, a pesar de
que tenga gestos que puedan ser erróneamente interpretados como tales. Quienes
lo conocen coinciden en destacar su perfil de gestor. Lógico, si se tiene en
cuenta su origen empresarial. Parece cierto que Macri ha aplicado en su
quehacer político la experiencia adquirida en la gestión de sus negocios. Por
lo general, los empresarios que se meten a políticos tienden a ser pragmáticos,
a no verse condicionados por exigencias ajenas al negocio.
Pero
la administración pública no es una empresa. Los empresarios travestidos en
políticos suelen enjuiciar con suficiencia la praxis política, a la que consideran
sospechosa, confusa y negligente. A la
hora de la verdad, muchos de ellos caen en los peores vicios que critican.
Berlusconi es un ejemplo paradigmático de ello. Construyó su discurso político
descalificando las corruptelas y perversiones de la decadente I República
italiana, pero terminó emulando y superando sus registros más despreciables.
No
hay razones para anticipar que a Macri le puede esperar la misma suerte que a Il Cavalieri, aunque en su biografía protopolítica se puedan encontrar
algunas sorprendentes similitudes. Tanto Berlusconi como Macri construyeron su
popularidad con las ilusiones que proyecta el fútbol, un poderoso imán que
atrae a las mayorías habitualmente despolitizadas. Sin los brillantes triunfos
de Milan y Boca no podría entenderse el éxito político de Berlusconi y Macri,
respectivamente. Otros, por supuesto, no tuvieron tanta suerte, como Bernard Tapie,
Florentino Pérez o Jesús Gil, por poner sólo los ejemplos más conocidos y
cercanos. O merecen otro análisis, como el de los oligarcas rusos y ucranianos.
Sus
defensores aseguran que Macri aplicó en Boca un estilo empresarial, de gestión
de equipos. Y que ese mismo patrón lo trasladó al gobierno de la capital
argentina. Poca ‘política’ y mucha gestión. Resultados traducibles en los balances.
Eso, en fútbol, significa títulos. En un macromunicipio
como Buenos Aires, servicios eficaces y eficientes (calidad al mejor precio). Un
buen presidente futbolero deja que el entrenador haga las alineaciones y no se
obnubila con fichajes astronómicos. Un buen jefe de Estado construye equipos
solventes y no se enreda en megaproyectos arriesgados. Ese es el estilo Macri. Una derecha con rostro.
Macri
es, a priori, un Presidente atípico para un país como Argentina. Una cosa es
dirigir una ciudad como Buenos Aires (la capital, no la provincia), espléndida,
cosmopolita, orgullosa, y otra cosa es tomar las riendas de un país desigual,
contradictorio o, como se dice por allá, altamente conflictuado. Buenos Aires ha podido vivir con una especie de dandy (latino, pero dandy) al frente. Está por ver si el resto del país, el que no sólo
no le ha votado, sino que lo recibe con ruidosa desconfianza, termina
aceptándolo.
El
país que Macri hereda parece abocado,
una vez más, a una cuesta abajo en su
rodar, como dice el tango, tras una década de prosperidad y mejoras
sociales. Ciertamente, el balance del llamado kirchnerismo es engañoso. Ni tan brillante como proclaman sus
actores y exégetas, ni tan negativo como denuncian sus adversarios y críticos.
Algunos indicadores (inflación, cuentas públicas, etc,) son más que
preocupantes, pero (empleo, beneficios sociales, etc.) son los más positivos en
décadas.
EL
FUTURO DEL PERONISMO O PARTIDO-SISTEMA
Los gobiernos
no peronistas en Argentina suelen verse sometidos a un desgaste social mucho
más intenso. En otras épocas, los poderosos y más que oscuros sindicatos
constituían una palanca temible del Justicialismo derrotado. Alfonsín padeció y
explico con lucidez este fenómeno, en la segunda mitad de los ochenta. Hoy,
esas fuerzas corporativas de dudosa representatividad obrera comparten dominio
e influencia con otras organizaciones populares. Que no aguardan a Macri con
los brazos abiertos, precisamente.
El peronismo,
siempre difícil de entender y más aún de
explicar, ha mutado de nuevo durante
la era kirchnerista. En su versión
actualizada hay poca fidelidad histórica y mucho discurso modernizador. Nadie,
dentro del movimiento, aspira a superar las divisiones y fracciones, porque
sería como negar la esencia del fenómeno mismo. Más que un partido-estado que aspira a ocupar todas las parcelas del poder, el
neoperonismo sería un movimiento-sistema: los resortes de su
fortaleza residirían en la sociedad más que en el estado.
Mientras Macri
empiece a fijar las líneas de su gobierno, el neoperonismo, o mejor dicho, los neoperonismos (kirchnerista,
antikirchnerista y ecléctico) tendrán
que acomodar discurso, estrategia y figuras para, en primer término, definir su
oposición y, a medio plazo, reescribir un programa detrás del cual se puedan
esconder, es decir, blindar, legitimar sus designios personales y políticos.
Cristina
Fernández puede creer que está libre del incendio que ha abrasado a Scioli,
pero sus rivales no se privaran de recordarle el doble juego de seleccionar a
un candidato ajeno a sus planteamientos, apoyarlo sin entusiasmo (por no decir,
cortocircuitarlo) y luego desentenderse o aprovecharse de su fracaso. Pero Macri
se equivocaría si creyera que esa división interna de la oposición puede
beneficiarlo. Cuando interese, el nuevo Presidente se convertirá en válvula de escape,
chivo expiatorio o justificación de las tensiones y enfrentamientos que
aguardan, previsiblemente, al peronismo-sistema.
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