23 de enero de 2019
Afganistán
es una de esas guerras que se va perdiendo lentamente en la conciencia occidental.
De vez en cuando, emerge a golpe de atentado u operación espectacular, por la
dimensión de la carnicería o la audacia de su realización. Eso fue lo que
ocurrió el pasado lunes. Los taliban hicieron explosionar un coche bomba frente
a un edificio de los servicios de seguridad en la provincia de Wardak, donde son
entrenados centenares de milicianos gubernamentales. El ataque causó decenas de
muertos, lo que le convierte en uno de los más mortíferos de su categoría en 17
años de guerra.
Lo
más significativo es que los talibanes firmaron esta operación en vísperas de
una nueva ronda negociadora con delegados norteamericanos en Doha (Qatar), un
conducto con más de ocho años de existencia, que se ha vigorizado en los
últimos meses (1).
Nadie
está interesado en prolongar una guerra tan inútil como casi todas y devastadora
como pocas. La OTAN ya se retiró en 2014, con una sensación encontrada de
fracaso y responsabilidad semicumplida. Obama quiso concluir con honor la
pesadilla que su antecesor había iniciado sobre los escombros de las Torres
Gemelas, sin éxito y después de penosas disputas con algunos generales discordantes.
Dejó la Casa Blanca con los efectivos norteamericanos reducidos al mínimo. Trump
prometió liquidar el expediente, pero, como le ocurre con la mayoría de sus
promesas, sus bravatas sofocan los resultados reales.
Los
taliban también están hartos de guerra, pero no quieren dejar las armas a toda
costa. Cuando consiguieronque Washington aceptara negociar con ellos y no solamente
con el gobierno (según ellos, una pura marioneta de los americanos), se
anotaron un triunfo político indudable. Que refleja, ni más ni menos, su
capacidad militar para controlar los tiempos. O al menos para participar en el
diseño de la solución.
Por
si fuera preciso demostrar que la vía diplomática no es señal de debilidad, los
taliban dejan su sello sangriento de cuando en cuando, con especial interés en
diezmar los servicios de seguridad o inteligencia y en eliminar figuras señeras
o emblemáticas del gobierno en provincias de singular importancia estratégica.
La nueva ofensiva, denominada Al Khandaq,
en homenaje a una batalla legendaria del Profeta, coincidió precisamente con el
inicio de la misión del enviado especial de Trump, el exembajador en Kabul, Zalmay
Jalilzad.
Este
aparente doble juego es, en realidad, un comportamiento clásico de los grupos
guerrilleros e incluso de no pocos ejércitos convencionales en periodos
concretos de un largo conflicto. Nada mejor que exhibir el músculo militar sobre
el terreno en disputa para mejorar las bazas políticas en las lejanas mesas
donde se discute el futuro.
A
este respecto, hace un par de semanas, Michael Semple, en su día representante
adjunto de la Unión Europea en Afganistán, establecía un interesante paralelo
entre la pretendida táctica de los taliban y el Vietcong. La guerrilla norvietnamita
consiguió forzar la ronda negociadora que desembocó en los acuerdos de paz de
París con una campaña de ofensivas sucesivas que pusieron en evidencia la
dependencia que el incompetente y corrupto régimen de Saigón tenía del apoyo
militar y económico de Estados Unidos.
Semple
estima, no obstante que Afganistán no es Vietnam, y señala varias razones: el nuevo
estado afgano es más viable de lo que fuera el Vietnam del sur de comienzos de
los setenta; la idea de democracia, derechos humanos y servicios públicos está
comenzando a arraigar en el país, pese a la debilidad gubernamental y el cáncer
de la corrupción y el nepotismo; los taliban no gozan de los mismo apoyos
internacionales que el Vietcong; y,
finalmente, la base social y confesional de los extremistas islámicos es muy reducida,
lo que les impide garantizar la unidad nacional en la posguerra (2).
Estas
consideraciones avalarían el interés objetivo de los taliban por concluir la
guerra. Siempre y cuando, claro, obtuvieran ciertas concesiones irrenunciables.
Formalmente, la primera de ellas es la completa retirada militar norteamericana,
por mucho que ahora la presencia sea de apenas 7.000 hombres en tareas secundarias
de instrucción, inteligencia y asesoramiento. Otras exigencias sobre el reparto
de poder y el sistema social siguen en la agenda taliban, pero se plantean de
manera menos rotunda y rígida que hace unos años.
Un
miembro de la delegación del gobierno Obama en las conversaciones de Qatar,
John Walsh, se cuestionaba a finales del verano la sinceridad de los propósitos
insurgentes. Ciertamente, Walsh avalaba la flexibilidad de los taliban, incluso
en el asunto de la retirada militar norteamericana. Según su relato, en
conversaciones privadas con enviados extranjeros, portavoces del movimiento se habían
apartado del maximalismo y mostrado abiertos a negociar calendarios y condiciones
del yankee go home. Al parecer, los
taliban temen que, como ocurrió en Irak o como se anuncia en Siria, una retirada
norteamericana demasiado precipitada genere un caos que ninguna de las fuerzas
afganas podría prevenir o resolver. Es significativo señalar que, en los últimos
años, los soldados del Pentágono han estado concentrados no tanto en perseguir
a los taliban cuanto en destruir efectivos y redes del ISIS, rivales de los
antiguos estudiantes coránicos en el propósito de medievalizar el país (3).
El
mayor inconveniente de la vía diplomática es el calendario. En abril se
celebran elecciones presidenciales. El actual gobierno (una suerte de coalición
de las fuerzas apoyadas por Occidente) tiene intención de continuar, no sólo
por supervivencia política, sino por temor no confesado a un péndulo
revanchista, si los coránicos volvieran a controlar las palancas del poder. El
presidente Ghani y el primer ministro Abdullah pretenden confirmarse (en su
posición actual o invertida, o en una versión más clásica de gobierno-oposición).
Si los taliban no fuerzan un compromiso convincente en los próximos tres meses,
intentarán boicotear el proceso electoral como intentaron hacer con las
legislativas de octubre, a base de irrupciones en sedes de votación, atentados llamativos
y toda suerte de intimidaciones y deslegitimación del proceso político (4).
Este
doble camino, a veces paralelo, a veces convergente, presenta riesgos enormes y
dificultades de una dimensión tan compleja que exige una administración
inteligente, flexible y paciente en Washington. Justo todo lo contrario de lo
que existe en la actualidad. A Trump no le interesa Afganistán en absoluto, y
ahora ni siquiera tiene a sus generales llevándole de la mano.
John Bolton, el
supuesto hombre fuerte en materia de seguridad internacional, es un neocon superviviente, ideólogo
extremista, unilateralista, obsesionado con Irán y poco amigo del compromiso.
Que Trump no haya segado los pies bajo la hierba del embajador Jalilzad responde
menos a la convicción del presidente-hotelero en las oportunidades de paz que a
la pereza que le produce examinar a fondo el dossier afgano.
El
dilema guerra o paz en Afganistán es un juego equivoco por la volatilidad del
escenario interno, la confrontaciones de ambiciones en cada bando y la falta de
una cultura de pacto tras tres décadas de hegemonía guerrerista. Lo complica
todo más el caos de la Casa Blanca, con una oposición política capaz por fin de
poner al presidente contra las cuerdas y la amenaza latente de una destitución
o una neutralización del Comandante en Jefe.
NOTAS
(1) “After
deadly attack on afghan base, Taliban sit for talks with US diplomats”. THE NEW YORK TIMES, 21 de enero.
(2) “The
Taliban’s battle Plan. And why it’s unlikely to succeed”. MICHAEL SEMPLE. FOREIGN AFFAIRS, 28 de noviembre.
(3) “Is the
Taliban prepared to make peace?”. JOHN WALSH. FOREIGN AFFAIRS, 7 de septiembre.
(4) “Elections en Afghanistan: le talibans au centre du jeu
politique”. JACQUES FOLLOROU. LE MONDE, 27 de octubre; “Ballots and
bullets in Afghanistan”.VANDA FELBAB-BROWN. BROOKING
INSTITUTION, 23 de octubre.
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