16 de febrero de 2022
Seis semanas después, la crisis de Ucrania parece amortiguada, sin estarlo del todo. Esa va a ser la tónica durante las próximas semanas, quién sabe si meses. O años. En el deliberadamente confuso panorama de este momento, lo único que parece claro es que la crisis tiene mucho de fabricación propagandística. Por ambas partes.
La guerra no ha sido una opción del
todo real o material, sino una amenaza. Hay un término ruso para expresarlo: maskirovka
(mascarada, camuflaje, engaño). Pero para sostenerse debía parecerlo. Rusia ha
acumulado fuerzas que superan técnicamente el umbral de unas simples maniobras.
Pero, como ha dicho el propio ministro ucraniano de Defensa, nunca se ha pasado
a la fase de combate. Basta leer la prensa rusa para entenderlo (1). El Kremlin
ha mantenido una ambigüedad calculada. Natural: para ser creíble, la
intimidación se tiene que parecer mucho a la consumación. La historia ayuda: la
URSS invadió Hungría y la entonces Checoslovaquia. A veces, no basta con amagar
y hay que golpear para hacerse respetar.
En Occidente también se ha
desplegado una estrategia análoga, aunque sea menos evidente para el gran
público de este lado. Nadie está dispuesto a arriesgar vidas por Ucrania. Eso
se reconoce, aunque se utilicen fórmulas diplomáticas que no hieran demasiado
la sensibilidad de los ucranianos, muchos de ellos inmigrantes en Europa, por
cierto. La aparente firmeza de EE.UU. y de la OTAN se agrietaba con los matices,
dudas, temores y vacilaciones de dos de los grandes aliados continentales,
Francia y Alemania. Por debajo de una unidad declarativa han persistido
diferencias históricas y naturales. Muchos de los reproches y de las viejas
cuitas aliadas de la guerra fría han emergido de nuevo, con sus actualizaciones
correspondientes. Tópicos como la ambición francesa de una defensa europea autónoma
o la ostpolitik (política oriental) alemana han vuelto a circular estas
semanas. En muchas ocasiones, más como elementos arrojadizos que como conceptos
profundos de una política de seguridad europea.
Hemos podido leer en prestigiosos
medios occidentales que “la crisis de Ucrania ha revivido a la OTAN”, o que “la
Alianza Atlántica se ha mostrado más fuerte y unida que nunca”. Se trata en
realidad de un sofisma. Son tan dudosas esas afirmaciones como la aparente provocación
de Macron sobre la “muerte cerebral”. La OTAN existe porque es instrumento
necesario del actual orden internacional. Con una Rusia fuerte o con una Rusia
débil. Hasta cierto punto, más si cabe en el segundo caso -se justifica en el
guion- porque se incrementan las percepciones de inseguridad. Se ha pasado de
una Rusia poderosa a una Rusia “revisionista”. Peligrosas ambas.
Las diferencias aliadas son reales
pero menos decisivas de quienes pretenden hacer de ellas una muestra del pluralismo
occidental. Las alianzas se construyen sobre intereses no sobre principios
morales: éstos son el ropaje legitimador. En la crisis de Ucrania, la OTAN no
se ha desplegado como un aparato militar preparado para confrontar al
adversario, simplemente porque el país pretendidamente amenazado de invasión no
es miembro de la alianza. Es un aspirante al que se tiene esperando en la
puerta desde hace más de diez años, sin intención real de recibirlo. El ingreso
de Ucrania en la OTAN ha sido también una forma de intimidación, en este caso
occidental, alambicada e imprecisa, pero con enorme poder intranquilizador para
el adversario.
AUTOPROFECÍA CUMPLIDA
El enfriamiento de la crisis
transita por senderos previsibles. Ucrania ha dejado entender, con el cruce
habitual de declaraciones contradictorias que confirman más que desmienten, que
no parece posible ingresar en la OTAN. Y ello a pesar de la presión
nacionalista radical como razona lúcidamente un sociólogo ucraniano residente
en Chicago (2). Una vez que el gobierno de Kiev ha elevado este propósito al
espacio ideal de las aspiraciones constitucionales sine die (como en el
capitalismo liberal el derecho al trabajo o a una vivienda digna para todos,
etc), Rusia ha hecho un gesto “apaciguador” convenientemente televisado y
orquestado (anuncio de fin de una de las maniobras junto a la frontera y
declaración formal de seguir hablando). En Washington, también se ha cambiado
el tono: de la “invasión inminente” que anunció este fin de semana Jack Sullivan
(Consejero de seguridad nacional de la Casa Blanca) se ha pasado a “la invasión
es todavía posible” de Biden en las últimas horas. El mensaje es que no hay que
bajar del todo los brazos ni relajar la firmeza. Al cabo se trata de la autoprofecía
cumplida. En ambos campos.
El Kremlin puede decir, y dirá, que
los occidentales han terminado por comprender que el ingreso de Ucrania en la
OTAN no iba a ser tolerado por Rusia. Las demás exigencias que Moscú presentó
por escrito pueden ser derivadas a largas y complejas negociaciones. Mientras,
eso sí, la amenaza seguirá siendo palpable en las fronteras. Como decía hace
unos días el profesor búlgaro Ivan Krastev, la estrategia de Putin no era la
guerra, sino una crisis prolongada e hibernada que mantenga un manejable grado
de tensión (3). En las próximas semanas, veremos brotes de tensión reavivada en
las repúblicas secesionista de Donetsk y Lugansk, y quizás su reconocimiento
formal por Moscú (al estilo de Osetia del sur o Abjasia, en Georgia).
Occidente, por su parte, puede
decir, y dirá, que Rusia no se ha atrevido a invadir ante las terribles
consecuencias para su economía que hubiera supuesto la imposición de sanciones
nunca vistas por su severidad y amplitud. La OTAN habría demostrado una vez más
su utilidad, como lo hizo durante la guerra fría, al prevenir una invasión soviética
que, en caso contrario, se hubiera producido sin el menor asomo de duda.
Cualquiera de estas afirmaciones
o posiciones no son verdad o mentira en sentido estricto. Por su propia naturaleza:
son suposiciones. Están asentadas sobre el terreno de las percepciones, material
con el que se fabrica la propaganda, ahora reforzada por el mayor poder
convincente de las imágenes. No es una novedad en sentido estricto (recuérdese el
empleo de las fotos de los misiles soviéticos en Cuba en la crisis de 1962). Pero
en estos tiempos de asombrosa capacidad tecnológica, ha adquirido una mayor eficacia
y credibilidad por la calidad y la penetrabilidad de los recursos técnicos. La
inteligencia es secreta solo cuando conviene (4).
PAZ CALIENTE
La vuelta a la guerra fría, esa figura
retórica de políticos, diplomáticos, militares, académicos y mediáticos es,
sobre todo un estado de ánimo, la construcción de una sensación predominante. Hay
otra expresión análoga que suena más sugerente: paz caliente. Su autor
es el que fuera embajador de Estados Unidos en Moscú, Michael Mc Faul, que hoy
oficia como enseñante de las futuras élites en la Universidad de Stanford. En
un libro reciente desgrana una metodología de relación con Rusia. La tesis de
McFaul, simplificando, consiste en “enfriar” a Putin, otorgarle piezas menores
para extraer de él concesiones vitales para Occidente. Se trata, según sus palabras,
de una visión actualizada de la distensión de los años setenta, que él codifica
en una fórmula: Helsinki 2.0; es decir, una recuperación del espíritu de la
Conferencia de Seguridad celebrada en la capital finlandesa (1975), que
propició los posteriores acuerdos de control de armas, desarme y medidas de
confianza. El núcleo de aquel proceso era reconocer a la URSS como potencia decisoria
en Europa pero marcarle limites y obligarle a admitir lo mismo que había
firmado en Yalta: el respeto a los derechos individuales y los imperativos de
la democracia.
Lo ocurrido estas últimas seis
semanas en torno a Ucrania -y lo que nos queda- hace más necesario pero también
más complejo el tratamiento sugerido por McFaul. El equilibrio de los 70 se hizo
añicos en los 90, tras la desintegración de la URSS. El juego de concesiones es
hoy asimétrico. Rusia quiere recuperar lo que perdió cuando el hundimiento soviético
hizo caduco el “espíritu de Helsinki”. Los países satélites de Moscú en Europa
del Este se convirtieron en plataformas avanzadas de Occidente, con su incorporación
a la OTAN. La última baza que le queda a la Rusia heredera de la URSS es
Ucrania. Una cuestión existencial, se repite en Moscú.
EL PAPEL MEDIÁTICO
Una última consideración sobre el
tratamiento mediático de la crisis. Los medios (liberales o nacionalistas, serios
o tabloides) tienen casi siempre propensión a dejarse arrastrar por la
tamborrada bélica. Para los primeros, se trata de alimentar los instintos más
simples de patriotismo o de puro morbo. Los otros, en cambio, invocan la
responsabilidad, la gravedad de la función de informar en una sociedad libre y
otros principios elevados, aunque por debajo fluyan imperativos menos nobles.
Por un lado, la vinculación de esos medios responsables con los intereses que
encarnan los gobiernos; y, por otro, la
necesidad de fidelizar a una clientela cada vez más esquiva con unos contenidos
que siempre suscitan atención. La amenaza de guerra siempre vende más que una
incomprensible (y aburrida para la mayoría) disputa diplomática o geoestratégica.
Hay más instinto de mercado que sentido de Estado en el tratamiento de las
crisis mundiales. La llamada “prensa seria” no se diferencia de la “sensacionalista”
en el fondo, sino en la forma. Lo hemos comprobado muchas veces y esta vez no es
diferente.
NOTAS
(1) “La guerre en Ukraine, una psychose agitée par l’Occident”
(resumen de prensa rusa). COURRIER INTERNATIONAL, 15 de
febrero.
(2) “Why everything
you know about Ukraine is probably wrong” (Entrevista con el sociólogo
ucraniano Volodomyr Ishchenko). JACOBIN, 14 de febrero.
(3) “Europe
thinks that Putin is planning something worse than war”. IVAN KRASTEV (Instituto de Ciencias
humanas, en Viena). THE NEW YORK TIMES, 3 de febrero.
(4) “To reveal
or not to reveal. The calculus behind the U.S. intelligence disclosures”.
DOUGLAS LONDON. FOREIGN AFFAIRS, 15 de febrero.
(5) “How to
make a deal with Putin. Only a Comprehensive pact can avoid the war”. MICHAEL MCFAUL.
FOREIGN AFFAIRS, 11 de febrero.
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