25 de abril de 2022
La
reelección de Macron (58,8%) no ha debido sorprender a nadie. La amplitud de su
victoria, algo más de dieciséis puntos, es ligeramente superior a la que
predecían las últimas encuestas (al menos la media de todas ellas). Pero ahí se
acaban las buenas noticias para el presidente. Con respecto a 2017, con los
mismos protagonistas, Macron pierde más de siete puntos, los mismos que gana su
adversaria. Marine Le Pen vuelve a ser derrotada, pero en cada elección obtiene
un mejor resultado que en la anterior. Franquea ahora muy claramente la barrera
del 40% (41,20%).Hace cinco años superó el tercio de los sufragios (33,9%).
Hay
victorias que dejan un poso de insatisfacción, de malestar. Y hay derrotas que se
presentan como amagos o antesalas de victoria y animan a seguir intentándolo.
La elección de ayer en Francia se acerca a este patrón. Desde hace años, la
consigna que más ha unificado al consenso centrista en Francia ha sido “parar a
la ultraderecha”. Lejos de ello, el nacional-populismo sigue creciendo, ya no
asusta a casi nadie y consigue votos prestados o cedidos de una derecha
conservadora desorientada y privada de un liderazgo sólido. En ningún otro país
europeo occidental el nacionalismo conservador radical puede acreditar un
resultado tan potente en las urnas, ni puede presumir de una conexión tan
próxima con el electorado.
Macron
ha prometido una “nueva era” y no una simple continuidad de su gestión en estos
cinco últimos años. Al Presidente francés se le dan muy bien las frases
solemnes y las grandes ideas, algo muy arraigado en la cultura política
francesa. Pero él sabe mejor que nadie que el crédito de que disfrutaba la
noche de su triunfo en mayo de 2017 se ha visto reducido. Y no es aventurado
decir que el miedo a Le Pen le ha permitido obtener todavía algunos votos de la
izquierda huérfana de ideas y de dirigentes solventes. Los analistas aseguran
que estos dos últimos años de crisis por la pandemia y sus consecuencias no
dejarán indemnes a nadie. Es una consideración razonable. Pero lo curioso es
que Macron se ha pasado toda la campaña resaltando la estupenda gestión que su
gobierno ha hecho de la crisis. Los electores no lo han entendido así y le han
rebajado su apoyo.
Marine
Le Pen no se rinde. Como se ha dicho, tiene motivos para seguir batallando.
Pero, con la exageración propia de las opciones extremas, pretende convertir su
derrota en victoria. En la noche del domingo emplazó a sus colaboradores, a sus
seguidores y a sus votantes a confirmar sus aspiraciones en las legislativas de
junio. La jaula de la doble vuelta sigue siendo un inconveniente demasiado
pesado para que consiga una representación parlamentaria acorde a la voluntad
popular. Pero la apuesta de Le Pen está clara y ella misma lo ha dejado
entrever: seducir a la Francia conservadora que aún teme entregarle su confianza.
El
otro candidato que obtuvo un buen resultado en la primera pero sin llegar al
mínimo para competir en la contestación final, el izquierdista Melenchón, ha
minorada la victoria de Macron, se ha felicitado por la derrota de Le Pen y ha
convocado a toda la izquierda, ahora desunida e impotente, para que apoyen a
sus insumisos y lo confirmen como el partido de la unidad popular.
Macron,
Le Pen y Melenchón (al frente de sus respectivas formaciones) representan casi
las tres cuartas partes de la voluntad electoral de Francia. Las argucias del
sistema electoral no permitirán una traducción fiel de esta realidad política.
Pero los resultados de estos comicios
obligan a pensar en una reforma seria de las instituciones de la V República si
Francia pretende ser una democracia política creíble.
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